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Jueves, 30 de abril de 2009

CONTRATAPA

Un detalle acaso de poca importancia

 Por Gary Vila Ortiz

A lo largo de los años he leído con frecuencia a Proust, pero no tengo dudas de haberlo leído mal. Es decir, salteado y desordenadamente. Creo que mi primer lectura fue en aquellas ediciones de Santiago Rueda, libros grandes de tapas amarillas donde además de su obra esencial se publicaron, entre 1946 y 1947, otros volúmenes como "Crónicas", "El caso Lemoine" y "Los placeres y los días", traducidos del francés por Marcelo Menasché. Yo los adquirí hacia fines del cincuenta. También no todos pero algunos tomos de "En busca del tiempo perdido", que supongo que se publicaron por esos mismos años y que ya no están en mi biblioteca. Tuve después la correspondencia con su madre en una edición francesa y creo que dos o tres tomos de "En busca del tiempo perdido", también en francés. Tampoco los conservo, aunque creo recordarlos. Desde aquel entonces comencé a leer a Proust y lo sigo leyendo, pero todavía mal. Siempre conversaba sobre Proust con Abel Rodríguez hijo, quien trabajaba conmigo en el diario y lo leía con frecuencia.

Años más tarde logré comprar la edición española con la traducción de Pedro Salinas y un tanto más adelante la biografía de George Painter, publicada en español allá por 1967. Creo haber tenido además una edición en inglés de ese libro de Painter que le regalé (si la memoria no me falla) a Héctor Alonso. Ricardo Sáenz Hayes, un escritor a quien siempre leí con cariño y admiración, que publicaba sus crónicas en el viejo diario La Prensa y ha sido uno de los pocos que ha escrito dos o tres tomos de un "journal", afirmaba en uno de esos "diarios" (en "Cada día con su afan" o en "Entre dudas y esperanzas") que uno de sus amigos veía como una obligación la lectura detenida de Proust todos los años.

Ahora han aparecido varias traducciones de la obra de Proust, pero si bien conozco solamente algunas y sólo en parte, ninguna parece agregar nada nuevo a la vieja de Pedro Salinas, poeta de la generación del 27 a quien tanto admiro. He leído por ahí que las nuevas versiones eran necesarias para poner "al día" lo nuevos conceptos acerca de la traducción, pero por el momento nada he encontrado que me parezca diferente. Hay sí un detalle que es modificado tanto por traductores como por críticos, y es acerca de la magdalena humedecida en el té que produce en Proust eso que llamamos memoria involuntaria. El sabor es sin dudas evocativo, como suele suceder con el olfato o la sucesión de algunas músicas. Pero lo que me llama la atención en ese episodio de la magdalena es una serie de detalles que ignoro si tienen alguna importancia. Hay quienes sostienen que para que esa evocación ocurra es necesario que la magdalena se encuentre humedecida. Otros no hablan de una magdalena sino de un bollo y algún otro nos dice que son tostadas. Todo este asunto me inquieta por una razón muy casera: mi tía Dorita prepara las magdalenas de acuerdo a la receta que utilizaban en la casa de Proust (hay un libro dedicado a ese tema) y he intentado, inútilmente, provocar la memoria involuntaria. Sabiendo, claro, que lo involuntario no puede provocarse.

Me siguen interesando las reflexiones de Proust sobre el amor, y poco me importa que en él puede tratarse (o se trata, en realidad) del amor homosexual. Luis Antonio de Villena, uno de sus comentadores, nos dice que cuando Swann se enamora de Odette sufre los síntomas más claros de estar enamorado: los celos. Pero una vez que se casa con ella, es decir "cuando ya la posee, y no sólo en el sentido físico", el amor merma y desaparece. Y cuando vive con Odette como su esposa, confortablemente, de hecho Charles Swann ya no la ama. Amamos ﷓parece pensar Proust﷓ lo que no tenemos. Lo que nos sobrepasa y estimula. Amamos la idea del amor, pero cuando ya poseemos lo querido dejamos de amarlo, porque en el fondo no es tampoco lo que buscábamos, tocados por una sed imposible. Proust nos recuerda, no siempre explícitamente, la diferencia nada pequeña entre amar y llegar a estar enamorado. Uno puede amar a una mujer y no deja de quererla, pero si se enamora queda prisionero de todo lo que ella hace y ni la proximidad física, que puede llegar a ser intensa, única, impide esa sensación de estar cada vez más atrapados.

Una última aproximación al tema por un lado que para muchos será como una ofensa tratándose de Proust. En "El último tango en París", el film de Bertolucci, la experiencia del amor (físico ante todo) que viven los protagonistas que ni tan siquiera conocen sus nombres parece demostrar que ese tipo de amor absoluto es poco posible (o simplemente imposible) entre los seres humanos. Que la experiencia enriquece la búsqueda del imposible pero que, inconscientemente o no, se sabe que todo terminará en tragedia. Y de hecho es así. Es que la sed de absoluto ﷓que creemos haber experimentado﷓ implica tantas cosas que no podemos lograr con total magnitud durante mucho tiempo. Proust, como todos aquellos que están enamorados, busca símbolos que la pareja es la única que comprende: en él es el juego con las catleyas (especie de orquídea), que no suelen durar demasiado.

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