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Domingo, 17 de mayo de 2009

CONTRATAPA

Gijón

 Por Miguel Roig

Gijón es una pequeña ciudad que se ha ido acomodando alrededor de una bahía. El viento marino la arrasa durante el invierno boreal, menea en todas las direcciones a la lluvia impenitente y golpea sin piedad el Muro, un largo paredón que a modo de dique contiene la ciudad y a cuyos pies se extiende la playa de San Lorenzo. El Muro tiene escaleras a través de las cuales se accede a la playa y que además, al estar numeradas, sirven para orientarse cuando uno se dirige a un sitio cercano a la extensa bahía: La tarde de mi arribo le dije al taxista que el número de mi calle, al que me dirigía, estaba a la altura de la escalera catorce. Me habían prestado un piso vecino al Muro, a sólo dos calles de la playa a la que pensaba acceder por esa escalera el día que viera paseando por la arena a la persona cuya vida venía a escribir o a ejecutar: Aún no había tomado ninguna decisión.

Anselmo Salinas, apodado el Jaguar, torturó, vejó y quién sabe si no le arrebató también la vida a Viviana, mi novia de entonces. Testimonios de algunos detenidos que consiguieron sobrevivir identificaron a Viviana y acusaron al Jaguar de cometer todo tipo de atrocidades en la cárcel clandestina donde estaban confinados. Un periodista español que investiga los crímenes de la dictadura argentina lo localizó en Gijón, donde aparentemente llevaba una vida normal: Se presentaba como un empresario argentino retirado, vivía en pareja y se suponía que sus ingresos provenían de los años en los que trabajó en Madrid para una compañía de seguridad privada. Residía en Gijón desde hacía un lustro y entre sus hábitos cotidianos, según el relato del periodista, me habían llamado la atención sus paseos matinales por la playa de San Lorenzo. Lo imaginaba, solitario, vestido con ropa deportiva, un hombre sano y fuerte, desbaratando con su vitalidad el cansancio natural de alguien en el umbral de los setenta años, aspirando la brisa marina, caminando con pericia por la arena después de tantos paseos por la playa y veía, debajo de esa parcela idílica el sótano húmedo, mal alumbrado, donde este mismo hombre intervenía con decisión sobre los cuerpos sometidos. Espontáneamente, en esos días, ante esta revelación, la de un torturador andariego frente al mar, la del criminal que quizás arrancó la vida a mi compañera, volví, después de años, a la lectura de El extranjero que me despertó la idea de una ejecución: La de acabar con la vida de este hombre en la playa, con un simple disparo enmudecido por el viento que golpea el Muro, atenuado por las altas olas que rompen junto a ese cuerpo que ya imaginaba caído, yaciente para la eternidad sobre el techo del infierno donde tantas vidas apagó. Al igual que Meursault, el protagonista de El extranjero, pensaba que no se cambia nunca de vida y que todas valían lo mismo, por lo tanto, el Jaguar, seguía siendo el mismo y no era poco, aunque fuera tarde, arrebatarle lo que aún poseía.

A la mañana siguiente de mi llegada el temporal adormeció todo fervor por bajar y caminar hasta el Muro, visitar la parte antigua de la ciudad, el puerto o comer en alguna taberna de la Plaza Mayor siguiendo la recomendación de mi amigo: La lluvia y el viento impedían cualquier paseo y convertían en una aventura el cruce de las pequeñas calles del barrio. Leí los periódicos en una cafetería vecina al piso, compré provisiones para varios días y me encerré a escribir, leer y dormir, actividades que fui combinando hasta caer la noche. Tomaba apuntes para una novela en la que el protagonista era yo mismo y el antagonista un fantasma que caminaba por una playa acercándose al fin. Pero no sentía el titubeo de quien monta una ficción; experimentaba el vértigo de alguien capaz de escribir un diario que fija lo que vendrá.

Cansado por el trabajo, un poco aturdido por el encierro, agobiado por el constante golpeteo del viento en las ventanas, junté fuerzas y salí a la calle cuando ya era muy tarde o lo parecía porque no se veía a nadie alrededor. No me lo pensé mucho: el castigo de la lluvia me llevó directamente a un pub irlandés que estaba a pocos pasos del portal de mi edificio. Como no podía ser de otra manera, en mitad de la semana y con ese tiempo, en el local había cuatro gatos. O mejor, cuatro gatos y una gata. Acodada en la barra, una mujer de mirada dulce pero con calma felina, demoraba un güisqui y fumaba un cigarrillo negro con una boquilla corta. Después de veinticuatro horas en la ciudad, este era el primer respiro y pensé que no era mala idea prolongarlo. Me acomodé en la barra en un ángulo donde pudiéramos conversar con los ojos y el diálogo no tardó en comenzar. Hubo suerte: No nos tomó demasiado tiempo en entendernos. Después de varias copas y una charla sosegada acabamos en mi piso.

Nos entregamos, con el vendaval de fondo, sin el tedio de un preámbulo incómodo. Después mimamos una larga charla, tan inesperada como el arrebato que sobrevino a continuación. Tal vez porque ansiaba el abrigo de alguien que me escuchara o porque algo me empujaba a confiar en aquella interlocutora, empecé a contarle mi historia pero con una trampa: La escenifiqué tan solo como una ficción. Otro que no era yo cargaba con mi circunstancia y me encontraba allí, en Gijón, en el lugar imaginado donde transcurría una parte de la trama para tomar notas, tratar de ver a los personajes, en fin, escribir.

-No lo puedes matar -me dijo ella.

Apenas intuía su rostro cuando calaba el cigarrillo en plena oscuridad y se dibujaba el perfil de un rostro que buscaba en algún lugar de la habitación sentido a mi relato.

-Si el protagonista mata al torturador no sabrá qué hacer con el vacío que queda. Al protagonista de tu historia le han quitado algo que no puede recuperar, que no tiene remedio y si no lo tiene tampoco puede haber dolor.

Volvimos a hacer el amor y después me quedé dormido. Un estruendo estalló en la habitación: El viento y el agua estallaron de repente sobre el cristal de la ventana y me despertaron con un sobresalto. Estaba solo en la cama: La mujer no dormía a mi lado.

Llegaron algunos días de cierta bonanza pero el sol no se dejaba ver y el viento, según las horas, regresaba con violencia. Al final del paseo, llegando al casco antiguo, el mar estallaba contra el Muro y el agua caía sobre la calle como un verdadero aguacero. Por las mañanas iba y venía a lo largo de la bahía, observando a quienes caminaban por la arena, a la espera de toparme con el Jaguar pero en realidad, mis pensamientos los arrebataba esa mujer misteriosa a quien no había vuelto a ver ni en el pub, donde cada noche me acercaba un par de horas a beber y a esperarla, ni tampoco por la ciudad que, pequeña como era, me escamoteaba ese deseo y la presencia del torturador.

Había dejado de escribir. Los comentarios de la mujer habían sacudido mis propósitos iniciales y me sentía ingenuo al haberme dejado llevar por una imagen y no por un sentido al trasladar a mi propia circunstancia la actitud de Meursault cuando arrebata la vida al árabe en una playa de Argel. Ingenuo por esa razón y tonto porque ni siquiera tenía un revolver para llevar a cabo la acción.

Perdido en mi propia trama y no ya en la de mi posible novela, un domingo, en el que el sol por primera vez se asomaba entre las nubes, volví a ver a la mujer. Estaba sentado en la mesa de un bar del Muro mirando el mar, cuando la vi caminando por la acera contraria junto a dos niños pequeños. Me acerqué a saludarla y no pareció sorprenderse. Son mis hijos, dijo, cuando vio que reparaba en el niño y la niña que no tendrían más de diez años. ¿Y qué tal tu novela?, preguntó a continuación. Di varios rodeos para acabar en ningún sitio. Los niños aprovecharon la distracción momentánea de su madre para bajar por la escalera a la playa. Podríamos volver a vernos, sugerí. Vale, asintió, en la semana, cuando los niños tienen colegio; una tarde te llevo allí y señaló una barranca que se elevaba a un costado del puerto enfrentando al mar. Se fue caminando lentamente sin quitar ojo a los niños que corrían por la arena.

Al día siguiente me fui a recorrer el barrio del Jaguar. Vivía en el centro de la ciudad, un área colindante con la parte antigua pero que aún no había visitado. Eran edificios de la primera mitad del siglo pasado, al igual que los que se pueden encontrar en cualquier ciudad del norte. La dirección que me habían dado era de un edificio clásico, de estilo francés y el tercer piso, en el que se suponía que vivía Anselmo Salinas, daba a la calle y se destacaba del conjunto por un extenso balcón colmado de plantas que rompían el carácter sobrio del resto de la propiedad. Junté valor y entré a la recepción del edificio para interrogar al portero.

-El señor Salinas, lamentablemente, falleció hace unos meses.

Como si los empujara el viento de todos los días, los avatares de mi historia iban y venían, bien sugeridos por una extraña, bien rebelados por imposición de la realidad. Ahora me enfrentaba a un pasado, con Viviana flotando en el limbo de los desaparecidos y la presencia de Salinas hecha cadáver, enterrado para siempre en algún cementerio cántabro prisionero de mi memoria.

Me encontré con la mujer en el mismo lugar donde nos habíamos despedido días atrás, frente al mar a la altura de la cuarta escalera. Fuimos caminando con lentitud para alcanzar media hora después la barranca sobre el mar, junto a la escultura de Chillida, Elogio del horizonte: una estructura de hormigón que encuadra el mar dentro de un marco desde el cual, el observador puede ver, efectivamente, la línea de conjunción entre el mar y el cielo. Le conté, una vez más, la evolución de la trama adjudicando a mi imaginación los hechos reales.

-Me gusta el torturador muerto -dijo. ¿Por qué no dejas, como a Pedro Páramo, que le maten lentamente los murmullos?

-¿Sos escritora? -le pregunté.

-No, leo -me contestó.

Si uno pudiera mirar el marco de Chillida del otro lado, dando la espalda al mar, vería la ciudad. Una secuencia de edificios pegados a un muro que contiene los vientos y sostiene a unos habitantes que no se dejan ver cuando el temporal arrecia. El visitante camina solo bajo la tempestad creyendo que en cualquier esquina acecha el asesino. Son los peligros de la ficción mal llevada ante una realidad que desbarata la trama. La noche puede traer consigo a una mujer que cambia los propósitos del autor extraviado quitándole un arma que ni siquiera llevaba consigo y el día le enseña una playa en la que la mirada se detiene en dos niños que corretean hacia la orilla en lugar de un torturador impune.

La mujer me tomó la mano y fuimos bajando lentamente la barranca hacia Gijón. *[email protected]

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