rosario

Jueves, 6 de agosto de 2009

CONTRATAPA

Un sillón oxidado en la terraza

 Por Luciano Trangoni

Otra mudanza. Otra vez ordenar cada cajón. Otro encuentro obligado con mi ayer.

Ocho velitas en la foto. Ocho velitas encendidas bajo mi mirada ausente. Ausente a la torta de chocolate, a los globos y los bonetes, a mi madre que se inclina con un encendedor sobre la torta, a la canción que se aplaude a mis espaldas. Mirada ausente que quizás sólo yo pueda en este instante advertir, ya que recuerdo con exactitud mi estado de ánimo de aquella tarde en que cumplí los ocho.

Aquella tarde llevaba un par de días sin saber nada de la nena de al lado, absolutamente nada. Por eso, seguramente, mi expresión ausente. La ausencia de aquella nena, la tarde de mi cumpleaños, está inmortalizada en esta foto, en la melancolía de mi mirada.

Por aquél entonces, y ahora que observo esta foto lo recuerdo o lo imagino perfectamente, yo era feliz. Y cómo no habría de serlo si acababa de descubrir que en la casa de al lado vivía una nena de mi misma edad, una nena que andaba en bicicleta en el patio de su casa, dando vueltas alrededor de la rejilla, cantando siempre una canción que yo no alcanzaba a oír. Y yo era feliz entonces, y cada vez que llegaba de la escuela me quitaba el guardapolvo mientras mi madre cocinaba y yo le juraba por dios que no tenía hambre, que lo único que quería era que llegara la hora de la siesta para subir a la terraza, y mi madre, entonces, me advertía, al igual que cada tarde y en un tono suplicante, que más me valía cuidarme y no asomar la cabeza hacia el vacío, y yo le decía que sí, que no iba a pasarme nada, y entonces subía las escaleras a toda velocidad, llenos de aire mis pulmones, y al apoyar el primer pie sobre la terraza daba un salto, y corría hacia el sillón oxidado que con paciencia había arrimado junto al tapial que daba al patio de la nena. El patio en el que de a ratos se asomaba ella, sin saber de mi existencia, y le hablaba a sus muñecas y les enseñaba a tomar el té, o se subía, después, a la bici y daba vueltas, y yo entonces la observaba escondido desde lo alto. Y podía esperarla tardes enteras sólo para verla jugar en aquel patio que ya para entonces había comenzado a ser el lugar más maravilloso del mundo.

Hasta que una tarde, temblando de coraje, decidí aparecer en su vida.

"Me gusta tu bici -le grité-, y fue entonces la primera vez que ella levantó sus ojos hacia mí, que hacía equilibrio apoyando un pie sobre el respaldo del sillón oxidado, exaltado mi corazón ante su mirada.

Al principio creí adivinar que una sonrisa desfiguraba la perplejidad de su rostro, pero un instante después la nena se bajó de la bicicleta, se metió en la casa, y ya nunca más volví a verla.

Ahora, otra mudanza. Otra vez ordenar los cajones, y guardar esta foto junto a las otras, y seguir metiendo en cajas de cartón lo que queda de mi pasado.

luciano [email protected]

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