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Martes, 23 de marzo de 2010

CONTRATAPA

Ahora que no comen los leones

 Por Javier E. Núñez

A Pedro Blarasin, in memoriam


Pedro nació en Córdoba, en 1931. Hijo de Luis, un policía de mirada adusta y vida breve, y Rosalía, una mujer porfiada y chiquita con destino de Alzheimer, tuvo una exitosa carrera bancaria que lo llevó por buena parte del país. Era radical -o quizás antiperonista-, conservador y católico. Mientras la salud se lo permitía era incapaz de saltearse una misa de domingo. Obsesivo y algo maníaco, no tomaba mate y hacía gala de una puntualidad inglesa para tomar el té. De joven le gustaba cazar y pescar -pero disfrutaba antes los preparativos que la pesca-; llevaba billetes plegados en los bolsillos, dentro de una bolsita de plástico; cuidaba sus autos más que a mi abuela y tenía la costumbre de enrularse las puntas del bigote con los dedos índice y pulgar.

Sobre el final Pedro fue un extraño en un cuerpo familiar. A veces se parecía un poco a él pero más viejo, abatido, quebrado. De a ratos se iba. Entonces los extraños eran -éramos- todos los demás. Diez años de Parkinson, de pelearle a los temblores, a la rigidez, a la depresión. Y a la memoria esquiva. Diez años de inexorable deterioro. La enfermera ya no alcanzaba para las caídas y la incontinencia, ni para atajarlo cuando buscaba bicicletas que lo llevaran a Rosario o corbatas para ir a trabajar. Menos para cuando se ponía violento y le pedía los documentos a mi abuela para comprobar que se trataba de su mujer.

Esto no pretende ser una semblanza. Otros mejores lo conocieron mucho más. Yo apenas sería capaz de brindar datos sueltos que poco aportarían para perfilarlo. Fue Gerente Regional en el Banco Hipotecario, se jubiló en Rosario a finales de la década del ochenta, volvió a Córdoba para asumir como Director del Zoológico en los primeros años de los noventa. Ciertas distancias hacen imposible un conocimiento más profundo.

Mientras vivió en Rosario, la diferencia generacional y cierta torpeza afectiva mutua fueron una muralla que la lejanía geográfica, mi terco rencor adolescente y su retraimiento se encargaron de continuar cuando se mudó. Los destrozos del párkinson, luego, alzaron la última e infranqueable barrera.

Anduvo por Tucumán, Río IV, Viedma, Tandil, Rosario. Dejó amigos por todas partes. Hace algunos años, en una de mis visitas, reviví un ritual que había olvidado: sus llamadas para el día del amigo, poco antes de la cena. Se sentaba junto al teléfono, abría la agenda y pasaba los siguientes treinta o cuarenta minutos -todas llamadas breves, telegráficas, para resguardarse del mal trago de la cuenta- llamando a distintos puntos del país. Hablaba en voz muy alta, para combatir el deterioro de un oído empeñado en apagarse cada día más. Después se sentaba en la cabecera de la mesa, acomodaba el vaso, la servilleta, y empezaba a ladrar como un bulldog cuando las llamadas de mi abuela se extendían demasiado.

Dueño de un dinamismo asombroso que sólo competía con su rectitud y honradez, cada vez que volvía a Rosario se pasaba la mañana de un lado a otro: arreglaba enchufes, aceitaba puertas, hacía las compras. Tenía también, con el taladro, la rara virtud de hacer siempre los agujeros torcidos. Los cuadros y barrales de cortina con una leve inclinación son su marca registrada.

Leía con voracidad y sin pretensiones. Pasaba horas en el sillón del living, tan enfrascado que no se movía ni cuando la luz menguaba, y mi abuela tenía que encenderle una lámpara para evitar -según le recordaba a gritos- que se quedara ciego leyendo en la oscuridad. A veces se dormía con el libro abierto sobre el pecho, como si se hartara de permanecer a la orilla de las historias y buscara colarse a través del sueño en las planicies africanas de Wilbur Smith, al acecho de un león, en algún complot de Ludlum o en una batalla de Forsyth.

Hubo un tiempo en el que forraba todos sus libros. Las tapas veladas por un papel celeste uniforme -el nombre escrito con birome sobre la portada- se apiñaban en su biblioteca. También solía escribir su nombre en la primera hoja, como una declaración de propiedad inimpugnable. Creo haber tenido una conversación con él, o dos distintas, sobre las cuestiones que siempre me acosaron: por qué tanto Wilbur Smith -tenía estantes completos, incluso títulos repetidos- y por qué forrados. Las respuestas, aisladas, se entrelazaban. Había empezado a leer mucho en la época en que viajaba seguido y pasaba algunas noches fuera de su casa. Para combatir la soledad y la distancia, recorría librerías de viejo antes de volver al hotel y elegía algunos usados baratos. Le agarró el gusto a las novelas de lectura ágil, a las aventuras en parajes exóticos y ritmo trepidante. Wilbur Smith se convirtió en garantía de entretenimiento. Y como el estado de los libros no siempre era el mejor -tapas pegadas con cinta Scotch, a veces ni siquiera las correctas- empezó a forrarlos en papel para mejorar la presentación. Otros, en mejores condiciones, los siguieron por una simple cuestión de concordancia.

Una de las últimas veces que fui -en una parada previa antes de seguir viaje hacia el Valle de Punilla- vi que la biblioteca había cambiado. Los libros eran más o menos los mismos: Smith, Forsyth, Ludlum, Robert Harris. Pero más nuevos, de mesas de saldos en lugar de usados. Libros de un viejo con más tiempo para elegir, con menos hoteles en el lomo. Ya no los forraba. Estuve rebuscando un rato y encontré Henderson, el rey de la lluvia de Saúl Bellow, probablemente adquirido por error: el león de la tapa, las tribus y paisajes africanos, lo deben haber influenciado. Me llevé ese y Misery, de Stephen King, con el compromiso irrenunciable de devolverlos al regreso, antes de seguir rumbo a Rosario, o en nuestro próximo encuentro. Pedro cedió a regañadientes.

Más que el temor a que no se los devolviera, lo agobiaba la remota convicción de que los rompería. No importa la edad que tuviéramos, los nietos siempre seríamos dañinos. A pesar de mis casi treinta años y tres hijos a cuestas, Pedro sospechaba una torpeza o malevolencia infantil capaz de atentar contra la integridad de cualquiera de sus pertenencias. Le devolví el de Bellow en perfectas condiciones. Las hojas de Misery, que se me había descuadernado por completo durante las lecturas al sol, me las llevé atrapadas en la tapa suelta, con la secreta ilusión de que el olvido me eximiera de tener que darle la razón.

No recuerdo que le gustara otra cosa tanto como leer. Ni el fútbol, ni la música. Tampoco el cine. Le gustaban las de cowboys y las de guerra: eran casi las únicas capaces de disuadirlo de la siesta de domingo o de leer en la cama después de la cena. Le importaban tres carajos nuestros comentarios sobre el director, los actores o los premios. Resolvía todo con una simplicidad infantil irreconciliable con su bigote blanco: «¿Hay tiros?». Si la respuesta era no, pegaba media vuelta y se iba a dormir. Si tenía tiros, en cambio, se quedaba. Se dormía de a ratos en la silla, saltaba con el estruendo de pistolas y al rato se rendía y se iba igual a dormir. La única película que recuerdo que haya visto completa fue, un domingo en el cine, una de Bud Spencer y Terence Hill, aquellos dos italianos de las peleas apoteósicas: un gordo barbudo que levantaba contrincantes en los hombros y un flaquito rubio imposible de atrapar. Mi hermano, mi abuelo y yo los adorábamos. Volvimos del cine llenos de gozo: mi abuelo unos pasos adelante, escupiendo al cordón de la vereda cada tanto; nosotros dos pasos más atrás, tratando de imitar su precisión.

No pretendo simular un idilio afectivo. Nos quisimos razonablemente. Nos peleamos irracionalmente alguna vez. No recuerdo, por ejemplo, palabras de afecto o de amor. Sí recuerdo, en cambio, sus modales de macho torpe que ahora, al imitarlos en los juegos con mis hijos, reconozco como burdos juegos de cariño. La forma de apretarnos las rodillas por debajo de la mesa o estrujarnos la mano hasta que implorábamos piedad, de sacudirnos los labios mientras tratábamos de decir chinchibira, la costumbre de meternos el dedo en la boca cuando alguno estaba bostezando, la manía de ladrar -bau, no guau- y tirarnos un tarascón cuando intentábamos lo mismo.

Otros, de mejor modo, se encargarán de su semblanza. De reflejar su generosidad, su honradez, su laboriosidad. O su carácter irascible, la impaciencia ante cada demora de mi abuela a la hora de salir. O hablarán de las flores, de los regalos, de los pequeños gestos de amor con los que supo sorprender a su mujer durante más de cincuenta años. Otros, en fin, se encargarán del hombre, a su debido tiempo.

A mí me toca recordarlo así. Borrar esos últimos días de mostrar documentos y esconder bicicletas, de limpiar lágrimas y orines. De agujeros precisos, enchufes que no andan y libros abandonados. Esos días tristes en que Bud Spencer y Terence Hill ya no pudieron defendernos. Me toca recordarlo así, ahora que no comen los leones y ya nadie hace chinchibira.

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