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Domingo, 14 de noviembre de 2010

CONTRATAPA

La supervivencia de los objetos

 Por Gary Vila Ortiz

Mejor no mirar en ningún tipo de diccionario la definición de qué es un objeto. Que cada uno tenga su idea de qué es un objeto. Diríamos que para nosotros los objetos son aquellas cosas que no tienen vida. Aunque hay obras dedicadas a los objetos que parecen contradecirnos. Digamos que Andrew Sommerville en su "Libro de los objetos" (1977) nos hace dudar, pues transforma a los objetos en cosas vivientes. Pero dejemos de lado a ese autor. Al menos por el momento. Una pipa, un frasco, unos anteojos, un paquete de cigarrillos, un muñeco de trapo, una radio, un martillo, una dentadura postiza, un bastón, una taza de porcelana, un papel, una lechuza de barro, una locomotora, una silla, una percha, un vidrio, son objetos. Un trasatlántico hundido en el fondo del mar es un objeto. Los cadáveres que han quedado dentro del mismo, ya transformados en esqueletos, ¿pueden calificarse objetos? Los diarios, las revistas, los libros amontonados en cada rincón del lugar dónde vivo ¿son objetos? Los domingos, por el desprecio de alguien (desprecio que tiene la cara del odio), almuerzo solo. Me he detenido en la escritura de este texto para prepararme el almuerzo. Una par de rodajas de carne fría (que alguien dejó preparadas con amor), tres rebanadas de queso azul, mayonesa. ¿Debo considerar objetos eso que como con tanto placer? Se me ocurre que no, pero ignoro de dónde sale esa ocurrencia. Después tomo un vaso de agua helada ¿es eso un objeto? Me niego a aceptarlo. El agua no es un objeto. Al terminar de almorzar enciendo un cigarrillo. Uso fósforos para encenderlo. ¿Son el cigarrillo y el fósforo meros objetos? Y el humo que asciende y desaparece ¿es nada más que un objeto? Tampoco lo creo, pero no se de qué se trata. Tal vez en la pintura cubista se lograron algunas naturalezas muertas que podrían ser calificadas de objetos. De maravillosos objetos. (Ahora estoy pensando en una de Juan Gris y en otra de Max Ernst, pero tal vez la memoria me juegue una mala pasada).

Hay bastante viento, pero no puedo calificar el viento como un objeto. Tal vez para esas sociedades donde el viento se trasforma en huracanes el viento es un objeto que debe ser exorcizado. Mi viento es suave, mueve las ramas de la plantas, recorre los sitios que quiere sin que nada pueda detenerlo. Una naturaleza muerta, o de la manera que se llame en otros países, que observo en un cuadro ¿es un objeto? Todo lo que hay en ella está vivo, por cual me cuesta decir que solamente se trata de un objeto.

Pero escribo estas líneas pensando en la facilidad que tenemos en transformar al hombre en un objeto y tratarlo como tal. No es novedoso el tema, se ha escrito bastante sobre esa transformación aberrante. Pero ahora se ha agravado hasta tal punto que no nos llama demasiado la atención y nos parece hasta natural que así sea. Más aún: yo mismo me estoy considerando un objeto. Y en algunos momentos hasta me parece lógico que así sea. Sabemos que la historia nos brinda ejemplos abundantes y asqueantes de esos sistemas que consideraron a los seres humanos como objetos (o tal vez como seres humanos tan peligrosos que mejor era considerarlos objetos). Los nazis, los fascistas, el franquismo, el stalinismo, los turcos que diezmaron a los armenios y lo siguen negando, y muchos otros, por cierto. Pero lo cierto es que en estos tiempos el considerar objetos a los seres humanos no considera su destrucción, el aniquilarlos. Lo que se desea de parte de algunos es lograr que sencillamente dejen de ser seres humanos para que se transformen en objetos que pueden ser manejados a su antojo y de esa manera hacer sobrevivir a quienes por otra parte aún están vivos, pero esa paradoja la dejaremos para más adelante.

Hace poco, aunque tratado estupendamente bien, fui tratado como un objeto. Para eso era necesario que yo aceptara serlo y que los que me trataban me consideraran eso, un objeto. Es decir, en nombre de mi supervivencia había que aceptar implícitamente un hecho: Yo no era un ser humano, era nada más que un objeto. Creo que de otra manera la supervivencia no habría sido posible.

Pero dejando de lado lo personal, pues se trata de cosas médicas, me asusta la facilidad con que los hombres se van transformando cada vez más como objetos. Más aún, y sin el humor, en que lo mostraba Chaplin, el hombre es ahora más que antes no sólo un engranaje del que no puede salir, sino es un objeto aún en esas ocasiones en que cree no serlo. Es fácil entender, creo, que es un engranaje, un objeto de poco valor, cuando se lo manda a morir en las guerras más crueles y absurdas. También cuando es parte de esas enormes empresas que dominan el mundo y de la cual, a sabiendas o no, él forma parte. Cuando la mayor parte de los movimientos políticos han dejado de tener la esencia que tuvieron en algún otro tiempo, el hombre, como parte de esos movimientos, es nada más que un objeto que es utilizado como tal aún cuando él cree que forma parte de los más importantes, que se siente un poco como irremplazable. Con algunas excepciones que pocos tienen en cuenta nada es imprescindible y todo puede ser reemplazado.

No estamos hablando del amor en todos sus aspectos, pues es el único antídoto que podría impedir que el hombre sea tan sólo un objeto. De hecho es así, pero es tan tenaz la forma en que se lo trata de minimizar que el amor se sostiene en la medida que es algo que aún sigue siendo un misterio indescifrable y por lo tanto el núcleo de su existencia no ha podido, hasta ahora, ser aniquilado.

Es suficiente ver el cúmulo de publicidad que se ofrece en todos los medios disponibles para mostrarla, que la forma de conseguir el amor se reduce a cosas tan triviales que resultaría gracioso verlas sino nos empalagara observarlas. Una nueva hojita de afeitar, el uso de ciertas cremas para la piel, alguna bebida, ciertas golosinas, un determinado tipo de indumentaria, incluso el uso de tal o cual laxante, los desodorantes y perfumes de todo tipo, ni hablar de dentífricos pues eso es algo muy viejo, en otras palabras todo aquello que es artificial a lo que el individuo es, servirá para lograr lo que se quiere.

Pero lo grave es que eso se acepta, sobre todo por parte de los más jóvenes que siguen estrictamente las reglas del juego. Si alguien logra el amor puede tener la certeza que no será justamente amor lo que conseguirá. Aunque debemos tener presente que el hombre objeto no es amor lo que necesita. En realidad uno de los motivos por los cuales alguien de mi edad se siente más viejo de lo que es (lo que de por sí es difícil) es que todo lo que alguna vez nos pareció necesario ha quedado en el más absoluto olvido.

En algunos momentos nos interesó la política y hasta tuvimos nuestras preferencias, nuestra manera de pensar, una conducta a la que traicionamos, pero que al menos sabíamos que traicionábamos; observábamos el mundo y las cosas nos parecían claras, no por un extremo maniqueísmo sino porque nos parecían claras. Ahora lisa y llanamente no las entendemos. Sabemos y lo hemos dicho que las palabras esenciales sufren una crisis semántica en tiempos como éstos, pero esa crisis ha llegado a tal extremo que hay una gran mayoría que cree en lo que le dicen. Antes se sabía bien que era la izquierda y qué la derecha, incluso comprendíamos (o creíamos comprender) que había en ambos casos grupos que llevaban las cosas a los extremos. Pero ahora se hace lo posible y lo imposible para tratar de sostener que esas palabras dejaron de tener sentido, aunque todavía hay quienes saben que no es así. Incluso se han agregado, desde hace tiempo, algunas palabras que cada uno utiliza de la manera que mejore le parece y que difiere de la forma que la usa su vecino.

Lo más lamentable es la aceptación de una gran mayoría de aceptar que debe pensar de tal manera pues eso es lo correcto. Además aceptar que hay individuos que nunca se equivocan, que parecen ser dueños de algo similar a la infalibilidad papal. En estos tiempos del siglo XXI, hasta grandes barbaries parecen encontrar aquellos que las justifican con argumentos que no son tales, pero que sirven cuando todos dicen que sí sin pensar demasiado incluso en qué significa decir sí.

Que nadie vea en estas líneas la pretensión de decir que escapamos de la regla de la que hablamos. Somos objetos, apenas seres humanos. Cumplimos con esas reglas del juego, o al menos tratamos de cumplirlas. Pero es cierto que al cumplirlas no nos sentimos más felices. Por eso volvemos a algunas viejas costumbres que si nos mantienen en ese juego entre la felicidad y la tristeza y podemos desobedecer sin demasiadas complicaciones todo aquello que se nos dice que no es "correcto" hacer. Tal vez sea parte de nuestro papel en este juego entre los objetos que somos. Eso, claro, nos apesadumbra.

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