rosario

Martes, 8 de marzo de 2011

CONTRATAPA

El Viejo Miguel

 Por Guillermo Paniaga

Estaba agotado; se sentó en el banco de una parada de colectivos. Un hombre mayor (de edad avanzada, averiguaría después, aunque no parecía un anciano), que cargaba un par de bolsas de supermercado, le preguntó si le molestaba que tomara asiento junto a él. Estoy cansado, es la edad, le dijo el hombre. Manuel no respondió con palabras; se limitó a correrse un poco para dejarle lugar.

Es increíble lo mucho que cansan los años -dijo el viejo-. Yo a su edad caminaba kilómetros en las condiciones más adversas y sin sentirlo. Fui entrenador del ejército norteamericano destinado a Nicaragua, ¿sabe? Defensa personal. Era muy fuerte, y muy ágil. Y era poeta.

Otro loco, pensó Manuel.

Mi padre también era un gran poeta, y anarquista. De él heredé la sensibilidad para expresarme en las palabras y en la danza. Yo era bailarín de flamenco, ¿sabe? De chico formé parte de una compañía teatral con la que recorrimos Europa y Norteamérica. En Estados Unidos conocí a mi esposa. Así que dejé la compañía y me quedé en California. En Europa había conocido a un chino que me enseñó una técnica de defensa personal que él había inventado mezclando varias artes marciales: el kung fu, el karate, el tae kwon do y otras. El me enseñaba a pelear y yo le escribía poemas para una chica que quería conquistar; una española más bien fea la pobre, pero al chino le gustaba. Sobre gustos...

¿Usted es poeta? Le preguntó Manuel, dispuesto a escucharlo, acostumbrado como estaba a que los locos como ese viejo se le acercaran a contarle las historias más extravagantes. Manuel había escrito en muchas de sus novelas fragmentos donde incluía a esos tipos preciosos. Si alguien alguna vez las leyera, probablemente creería que son las frases más inverosímiles de esas obras; sin embargo son ciertas, las había escuchado y él se limitaba a transcribirlas según luego las recordaba. ¿Usted es poeta, anarquista, bailarín y fue entrenador del ejército norteamericano? ¿Cómo se hace para ser anarquista y trabajar para los yanquis?

Es que no me podía negar; aceptaba o me sacaban del país, porque yo estaba ilegal. Ellos conocían mi historia. Yo maté a golpes a un tipo que me quiso guapear, fue defensa propia. Así que un militar me fue a ver a la comisaría, allá les dicen de otra forma, y me ofreció que instruyera a los soldados con las técnicas de defensa personal que me había enseñado el chino o me deportaban a la Argentina. Yo quería a mi mujer, además ya tenía un hijo, así que acepté y me llevaron a un campo de entrenamiento de marines en Houston. Pero a mí no me gustaban nada, yo sabía que se entrenaban para atacar al gobierno de Nicaragua, por eso les enseñé defensa nomás, pero de ataque nada. Cuando se enteraron de lo que había hecho, me fueron a buscar. Yo ese día no estaba, había salido a trabajar en un gimnasio donde daba lecciones de flamenco. Mi mujer me llamó por teléfono para avisarme que no volviera a casa. Me mandó plata que teníamos ahorrada, el pasaporte, y ese mismo día me fui por ruta al Este. Y en Nueva York me embarqué rumbo a París. Si me quedaba, me fusilaban. A mi mujer la volví a ver recién dos años después. Fueron tiempos muy duros, en Europa se siente el frío cuando no se tiene dinero. Pero había compatriotas que siempre me daban una mano. Allá conocí a Raúl Castro, en la casa de Cortázar.

¿Conoció a Raúl Castro en la casa de Cortázar? ¿Conoció a Cortázar?

Claro, un gran tipo Julio. Viví algunas semanas con él. Estaba separado de la primera esposa, así que no tuvo inconvenientes en alojarme por unos días. Un gran tipo. Y ahí conocí a Raúl, que me ayudó con algunos dólares, y con eso me pude mudar. Gran tipo Julio; después no lo volví a ver durante mucho tiempo; me lo encontré acá, en Argentina, en Buenos Aires. Me acuerdo que yo iba caminando por la plaza San Martín y oigo que me gritan ¡Miguel, Miguel! Me doy vuelta y era Julio; estaba con un hombre mayor, ¿sabe quién es el señor, Miguel? Me preguntó. Claro, le dije, es el maestro Jorge Luis Borges. Yo admiraba muchísimo la obra de Borges y se lo dije. Entonces Borges me agradeció y me pidió permiso para tocarme la cara, porque estaba ciego, ¿sabe? Varios años después me lo volví a encontrar. ¡Maestro!, le dije. Borges me pasó la mano por la cara y me reconoció: ¡Miguel! Hubiera querido recitarle alguno de mis poemas, pero no tuve oportunidad. Apareció Kodama y se lo llevó a la otra punta del salón. Esto que le cuento era en el bar del Sheraton, ¿sabe?

Manuel estaba contento; ni por un instante se le ocurrió reírse de las incongruencias que le contaba el viejo; por el contrario, lo escuchaba hasta con devoción. Por más mentiroso que fuera, era un tipo que conocía de literatura y de historia lo suficiente como para mentir convenientemente o para inventarse su propia realidad. ¿Pero, quién era, Manuel, para asegurar tan abiertamente que el viejo mentía o deliraba? Lo que contaba no tenía manera de ligarse lógicamente con los almanaques y las geografías, pero qué hermoso era creérselo, aunque sea por un rato.

¿Nunca publicó sus poemas, Miguel?

Usted como se llama, joven.

Manuel.

Mire, Manuel, nunca necesité publicar nada. Mi poesía era para mí y la llevo en mi alma, siempre. Era como la integridad de mi padre, él no necesitaba gritarlo a los cuatro vientos. Se contentaba con saberse recto. Mi padre fue uno de los primeros sindicalistas de la argentina. Era anarquista, el viejo. Y odiaba a Perón. Porque lo quiso comprar, pero mi padre era recto. Cuando Perón se adueñó de los sindicatos, el se abrió y dejó de frecuentar a sus viejos compañeros. Yo no puedo comer en la misma mesa que ustedes, les dijo. Y se alejó de la militancia sindical. Perón lo buscó para matarlo, pero mi viejo esquivó siempre los intentos de ese hijo de puta. Un gran tipo, mi viejo. Un gran tipo. Y un gran poeta, también él. Por él me metí con el grupo de flamenco; el viejo quería que me fuera como sea del país. Murió cuando yo estaba en Europa. ¿Su padre vive, Manuel?

No, él también murió. Lo mataron, lo atropellaron con un auto. Él también era un gran tipo.

Qué pena lo que me cuenta, muchacho.

Un gran tipo, repitió Manuel.

Nota del Autor: Los nombres están modificados, pero lo que aquí se relata el encuentro con el viejo y la historia que me narró realmente sucedió.

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