rosario

Jueves, 25 de agosto de 2011

CONTRATAPA

Allí lejos y hace tiempo

 Por Jorge Isaías

A W.H.Hudson i.m

Alberto Compañy me escribe diciéndome que el recuerdo más antiguo que tiene de los arroperos es su acampe mientras estaban en el pueblo. Lo hacían en la calle Pacto Federal, que comienza en la ruta detrás de la casa de Hugo Ruiz y atraviesa baldíos, las vías del ferrocarril y el barrio Evita, que es el primero de casitas sociales y que se sorteó en 1973. Esa calle sale por el galpón de Albanessi donde hubo una fábrica de arados en los años 60, pasa por el caserío de los Villarreal, la carpintería del "Pelado" Bellini y muere en la antigua chacrita de Indelángelo.

Esa calle limita con el campo que en ese tiempo era de la familia Terré y hoy es de la familia Compañy. "En ese tiempo -﷓me escribe-﷓ nosotros no sabíamos que esa calle tenía nombre". Sí, le digo, además estaban esas palmeras centenarias y el chalé que había sido de los Terré y era el viejo Dispensario donde doña Bianco de Broglia nos ponía unas inmensas inyecciones que guardaba celosamente en una cajita de acero inoxidable.

A mí me traían de la mano --prosigue-﷓ mi abuelo Compañy y mi hermano mayor, es decir, Miguel. Mi madre me había peinado a la gomina, yo venía del campo, de la chacra, y mi entrada triunfal era por esa calle".

Cuánta razón tiene Alberto, en ese tiempo remoto nosotros ignorábamos casi todo, yo tampoco sabía el nombre de las calles. Cuando con mi madre arrancábamos por la Juan de Garay doblábamos por la calle de los Terré, como se le decía en ese tiempo a la Pacto Federal, y justo en la casa con galería de Hugo Ruiz enfilábamos hasta la vía y tomábamos el camino que iba hacia Cañada del Ucle, para ir a la casa de mi abuela y mis tíos todavía solteros. Tenía una entrada por esa calle y otra por la que habitaban los Zinni, los Spizzo y el inefable gringo Félix Maestri, a quien todo el mundo llamaba "Felichón". Tenía un camioncito desvencijado con el cual recorría las chacras comprando gallinas y huevos. En un paso a nivel oscuro un tren lo arrolló en un descuido. Era tan bueno, tan generoso que todos lo querían. Su esposa usaba unos gruesos lentes y a su nombre se lo llevó el olvido, como al de su único hijo, que después se fue del pueblo.

Si yo seguía por ese camino llegaba a un centenar de metros al Matadero Comunal a cuya inauguración me llevaron mis viejos. Recuerdo un mar de gente, seguramente todo el pueblo, estaba hecho todo de ladrillos, pintadas las aberturas de un rojo violento que contrastaba con el blanco opaco de las paredes. Tenía un gran arcada en la entrada y escrito en letras hechas de material y pintadas de rojo: Matadero Comunal, 1950, año del Libertador General San Martín.

Era el presidente de la Comisión de Fomento, don Cruz Roca, quien había clavado un cartel cerca de la entrada que era imposible no ver: Perón cumple.

El Matadero antes había estado en el paso a nivel alto, en la otra punta del pueblo, enfrente del "Mingo" Giuliano. Allí había dos altos palos de quebracho con otro que los cruzaba horizontal, estaba lleno de moscas y sangre por doquier. Varias roldanas donde se colgaban las redes y el que cuidaba el lugar desde un ranchito. Siempre tomando mate con su mujer, los dos muy ancianos o así los ve mi memoria. No era otro que el chino Bruno, hermano de don Agripino, vecino nuestro.

Pero si yo vuelvo hasta la calle que hoy se llama Pacto Federal, y que nosotros le decíamos la calle del "Zurdo" Peralta, un viejecito que veíamos pasar por la calle con su bolsito de las compras y ese ungido respeto nos venía de la leyenda que lo precedía en el pueblo. Había sido muy guapo y muy ligero con el cuchillo en el barrio Villa Regules de Firmat, digo que si vuelvo es para recordar.

Cuando nosotros nos acercábamos con las tramperas en busca de una bandada de mistos o amarillitos o vistosos paraguayitos, que se zambullían en el trigal de Terré, donde el horizonte giraba en los crepúsculos detrás de la chacra de Rogelio Compañy, en el tiempo remoto donde estallaba el ruido de los abejorros y los horneros fabricaban sus ingeniosas casitas sobre el palo de la luz de don Arturo Miranda, quien impasiblemente recorría el pueblo con su carrito tirado por un caballo bichoco vendiendo marlos o carbón o zapallo o no sé qué. Su figura atraviesa la tarde con su cara morena, su sombrero muy negro y su infaltable pañuelo al cuello mientras la brisa lo agita suavemente como si fuera una pequeña bandada de brasita de fuego. Y si nosotros nos acercábamos era simplemente para ser felices.

Mientras que enfrente en el campo Terré, donde ondeaba un trigal amarillo bajo el leve viento de octubre, los pechirrojos caían en bandada como un puñado de fuego.

Y yo también, como William H. Hudson, podría decir sin equivocarme al recodar que: "mantendré hasta el inexorable final la imagen de una belleza ya desaparecida por la tierra".

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