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Jueves, 24 de noviembre de 2011

CONTRATAPA

La tapera de Miguel Bay

 Por Jorge Isaías

a Roberto Escudero

Cuando yo conocí la casa era una tapera que descansaba en total abandono, detrás de un cerco de tamariscos y rodeada de plantas de naranjas.

Quedaba --creo recordar-﷓ en el camino a Maldonado, casi enfrente de la cañada del gordo Compañy, que justo en ese lugar tenía un bajo donde pastaban unas cuantas vacas tontas y curiosas que se arrimaban a vernos pescar, cuando la pandilla bulliciosa del verano huía de la caléndula bochornosa y se iba a dar un chapuzón. Claro que estoy metido en este relato que remite a la época en que la ruta no existía, y uno venía directamente por el camino que doblaba en la casa de don José Vélez y bordeaba la feria donde se remataba la hacienda y esos árboles numerosos, de variadas especies que hoy casi son un bosque eran apenas unos arbolitos niños o tal vez ni existieran, tal vez hablo de cuando ese triángulo era un potrero que del otro lado orillaba el Camino del Diablo.

Esa casa junto al camino había sido levantada tal vez por la familia Pozzi, o por algún otro propietario que ignoro.

No sé quienes vivieron en esa casa que no estaba lejos del puesto de Juárez, pero puedo aventurar quién fue el último: un hombre solitario que respondía al nombre de Miguel Bay y se presumía ruso, pero era austríaco en realidad. Este hombre solitario, según relatos de los vecinos, había estado en guerra, tal vez la primera, y para escapar de los soldados enemigos entró en una casa abandonada e ingresó a la chimenea. Estuvo cinco días allí y cuando sus enemigos dejaron la casa que habían ocupado él quedó en la certeza que no habían encendido el fuego porque presumían que alguien que huía estaba escondido.

Como era vecino de don Antonio Compañy, don Bay cruzaba la calle y se iba a fumar a la galería mientras aquél cenaba con su familia, y el austríaco nunca aceptaba el convite. Cuando la cena acababa, él sí entraba a la casa y compartía con don Antonio, natural de Mallorca, una conversación cuasi trunca porque ambos eran parcos y don Miguel hablaba muy poco --y mal-﷓ el castellano.

El austríaco, a quien llamaba el pueblo El Ruso, fumaba unos cigarrillos negros marca Prestigio, y cuando Roberto Escudero, un niño aún le pedía uno el viejo contestaba:

-﷓Cigarro te doy cuando llegue mariposita.

Esta marca tenía a pocos milímetros de una de las puntas un dibujo, el logo de una mariposa que respondía a la tabacalera en cuestión y cumplía, pero a esa altura, la nicotina estaría concentrada y el pucho habría sido imposible de ser fumado. En ese tiempo no existía el filtro en los cigarrillos y solo se hacían de tabaco negro envasándose para la venta en número de diez.

Nosotros coleccionábamos esas marquillas y cuando aparecía uno importado operaba como una figurita difícil.

Una tarde en la cancha de Huracán, no recuerdo si Tago o Chajá, pero era uno de los nuestros, siguió todo el tiempo a un mayor a quien le vio sacar un paquete de importados que estaba casi a la mitad. Y cuando el dueño lo hubo tirado vino triunfante, con el paquete vacío, que desarmábamos y poníamos apilados como si fueran billetes. La marca era V.O. El color verde y blanco. Habría que hacer una amplia cartografía con la numerosa historia que tiene el cigarrillo y sus envases en todos los tiempos. Una especie de mapa al que todos podríamos aportar emociones según la edad.

Pero volviendo a don Bay, no pude averiguar como llegaría a esa casa ni de qué vivía.

Roberto aventura que estaría cuidando, ya que al parecer una antigua cerealera del pueblo, guardaba allí una balanza para pesar bolsas que se habría salvado de una quiebra. ¿Qué hacía don Miguel Bay allí, cuidando una balanza en medio del campo?

Tal vez don Miguel había trabajado en esa cerealera, pero hoy ya no existe y menos gente que lo recuerde a él.

Para la barrita mía y para mí, la referencia de este inmigrante era sólo para nombrar esa casa que conocimos abandonada. La habíamos bautizado la Tapera de don Bay o para abreviar, la Tapera del ruso, y así se lo conoció en mi pueblo que no hacía distingos muy finos con respecto a la nacionalidad de estos marginales, hombres solos que habitaron sus calles y sus campos. ¿Tendría familia allá en su lejano lugar de origen? Nunca lo supimos.

Para nosotros sólo era un hombre que nada nos decía, sólo que había vivido en la casa que conocíamos abandonada y que era uno de los lugares que visitábamos a diario en los veranos antes de cruzar la ancha calle polvorienta y de internarnos en esos juncales que rodeaban la cañada del gordo Compañy, donde pescábamos, nos bañábamos y hacíamos puntería con los tontos chorlitos.

Mientras que a lo lejos veíamos pasar un trencito que echaba humo y lentamente cruzaba esa pampa asoleada hasta cruzar el histórico puente de hierro que el pueblo conoció como Puente de la vía.

Arriba, muy alto, volarían las garzas rosadas y blancas que nosotros habríamos espantado con nuestros chapuzones y gritos que rompían la tarde como un vidrio finísimo.

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