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Jueves, 20 de septiembre de 2012

CONTRATAPA

Juan Ferrero, cantor con destino

 Por Candela Sialle

Había nacido un 3 de febrero de 1886 en el viejo barrio de la Concepción que luego de 1854 --firmada el acta inaugural de la ciudad de Buenos Aires-- pasaría a llamarse Constitución. Era el tercero de 5 hermanos que prontamente ganaron la calle a causa de las privaciones que signaban su hogar humilde. Hijo de un matrimonio de inmigrantes, Juancito mamó la dignidad de esa yunta y a los diez se lanzó a la tarea de vocear diarios en las madrugadas porteñas.

Los Ferrero desde sus orígenes albergaban vocación musical. Así, dos de los cuatro hermanos terminaron convirtiéndose en músicos de profesión: Carmelo el mayor, pianista y director de orquesta. Miguel guitarrista y compositor, autor de piezas exitosas como Naipe marcado. Fernando el menor, aunque con oído y afinación probada, había muerto precozmente de una neumonía contraída en alguno de los piringundines apostados sobre Cochabamba donde las señoras noctámbulas casi a diario, calmaban sus temores. Juan, en cambio, había cumplido los veintiséis y aún esperaba su momento.

Intentando arrimar al bochín se alistó como conserje en el petit hotel inaugurado en la Avenida Caseros, centro de reuniones elegido por esos días por la élite de textiles mayoristas. Presupuso que entonando valses por sus lujosos pasillos al cabo de un tiempo algún músico de la orquesta estable que todos los jueves al caer el sol entretenía a los huéspedes lo oiría y en consecuencia, lo invitaría a participar de una presentación. Pero los meses pasaban y el cuarteto de Pirincho Canaro no se había percatado de la existencia de nuestro hombre. Acicateado en la dureza de la vida, su espíritu no desfallecía y en sus ensoñaciones de ojos abiertos imaginábase de riguroso negro en gira ininterrumpida por la provincia. La gran meta de los músicos del Tango: Baradero, Arrecifes, San Nicolás, Pergamino, San Pedro... La de regreso a la ciudad veíase disfrutando de encuentros y copas en los cafés concert de la ribera boquense, La Marina, Teodoro, El Argentino, La Popular...

Corría el año 27. Yrigoyen intentaba limitar las concesiones de zonas petrolíferas a empresas extranjeras a través de Diputados mientras el Senado lo traicionaba y Lugones le vaticinaba "la hora de la espada". Juan se instalaba en el Sur estimulado por la promesa de un salario jugoso erogado por la Luyamtorg, petrolera soviética de la que el Peludo esperaba exploraciones capaces de hallar las 250.000 toneladas que el país demandaba para su funcionamiento interno. A cambio, el gobierno argentino ofrecía cueros, extracto de quebracho, lana, ovinos y caseína. Juancito, como el presidente, creyó que se estaba a las puertas de un negocio redondo y se alzó nomás con sus petates para Santa Cruz. En las postrimerías de la década del veinte el tango ingresaba en un circuito sofisticado. Angel Villoldo y Enrique Saborio con El Choclo y La Morocha habían hecho punta en París y tras de sí al menos media docena de formaciones típicas viajaban todos los años.

Canaro debutaría en abril de 1925 en el Dancing Florida de la rue Clichy. Sus giras europeas poco tenían que ver con el repertorio del petit hotel de la avenida Caseros. Lo suyo para Europa era una varieté acondicionada con vestuario gauchesco y la figura femenina de una cantora a la que de a ratos se le interrumpía para que el propio Pirincho verseara párrafos del Martín Fierro. Por una prohibición del sindicato francés de músicos (tendiente a proteger a los nativos de las formaciones extranjeras) se borro la palabra "orquesta" de toda promoción gráfica y radial así que en su lugar los franceses leyeron que lo que se traía desde Buenos Aires era el "Canaro's show".

El procedimiento para el arribo al viejo continente estaba tabulado: la mayoría de los músicos argentinos se desplazaban hasta el norte de la provincia de Santa Cruz y allí, en Caleta Olivia se los cruzaba al país trasandino donde tomaban el avión. Abortado el proyecto del oro negro, Juan había quedado al amparo de uno de los cincuenta hacendados que habitaban la localidad y entre sus tareas varias oficiaba de chofer. La changa de arrimar compatriotas en el Chevrolet Classic Six le era permitida por los Guttero. Después de todo, era un auto envejecido por la aspereza del suelo y su patrón ni imaginaba que además de un mango más, para Juan era otra forma paciente de arrimarle al bochín.

Esa mañana de lunes costó unos minutos que reconociera al nuevo pasajero. Lo había desorientado la ausencia del violín. Y es que aquel recién comenzaba a remplazarlo por la ejecución de la flauta que finalmente lo consagraría en el mundo. Entonces sucedió. Sin otra competencia que la de los arbustos espinosos al costado del camino, en la más exquisita intimidad de la Patagonia, Francisco Canaro fue todo oído para el cantor con destino.

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