rosario

Miércoles, 31 de octubre de 2012

CONTRATAPA

La noche cotidiana

 Por Patricio Raffo

Uno

Nos ocurría lo mismo. Podía intuirlo. Si bien nunca lo dijimos, nunca lo expresamos a viva voz, siempre supe que nos ocurría lo mismo a la hora de dormir. Antes de cerrar los ojos. Antes de embarcarnos en los sueños que, de alguna manera, nos unían, en esa cama junto al enorme ventanal a la ciudad, separándonos a la vez. Tan cerca y sin embargo cada uno habría de andar por los caminos de los sueños de cada uno. Cada uno habría de navegar la noche a bordo de su propio barco de sueños. ¿Nos encontraríamos en el altamar de cada uno? ¿Zarparíamos desde ese mismo puerto para regresar a ese mismo puerto? ¿Soñaríamos el sueño del otro sueño en el propio sueño?

Dos

Nos acostábamos, casi siempre, cuando la medianoche rondaba su ronda de vals entre las sombras. Y en ocasiones, pasada la medianoche, cuando demorábamos alguna copa de un tardío fresco, recostados en el sillón de tela color bordó, mientras Leonard Cohen nos retenía hermosamente desde Dance me to the end of love. Podría decirse: las demoras en las rutinas del amor. De todos modos y de una u otra manera, llegábamos a la habitación después de reconocer la casa acallada, después de andar a media luz las otras habitaciones, después de constatar los silencios, después de verificar que todo estaba cercano y a salvo.

Tres

Llegábamos juntos al dormitorio. Sentados de espaldas íbamos desvistiéndonos. Cada tanto solía mirar por sobre mi hombro: me gustaba ver cómo iba quitándose la ropa, la carga del día, las risas con otros, las cuestiones del trabajo, las angustias. Me gustaba ver cómo iba desnudándose. El reloj. Las pulseras. Los anillos. El maquillaje frente al espejo del baño. Desnudándose iba quedando ella en estado puro. Venida de otras palabras ajenas a nosotros, me gustaba ver cómo iba desnudando su voz. Me gustaba ver cómo desnudaba su mirada de todo lo que hubo para mirar. Cuando esto finalmente ocurría, cuando quedaba desnuda completamente, ella giraba la cabeza hacia mí. Me miraba. Y mirándome daba luz a ese instante de las sombras. Ella giraba la cabeza y me miraba. Miraba mi mirada de mirarla como sólo ella ha sabido hacerlo. Lo cotidiano de las horas del sueño, inolvidablemente, entre las paredes del amor. Diría: mi ella de mí suyo en nosotros para siempre.

Cuatro

En ocasiones hacíamos ciertos comentarios a modo de desandar suavemente el día. Cerrábamos algunas puertas y dejábamos entreabiertas otras. Cerrábamos algunas puertas del día que acababa y entreabríamos otras puertas del día por venir. Orfebres minuciosos del amor. Así. De ese modo. Sobre un paño delicadamente aterciopelado, sobre el que se juegan, únicamente, las mejores cartas, como orfebres minuciosos del amor, jugábamos las mejores cartas. Y como orfebres minuciosos del amor, nos entregábamos a la gran tarea de cada noche: con nuestras manos, con nuestros ojos, con nuestras piernas, con nuestras palabras entrelazadas, con nuestros brazos, con el roce de nuestros pies bajo las sábanas trenzábamos la gran soga con que habrían de unirse el día que acababa y el día por venir. Embarcarnos en el sueño, amarrados a esa gruesa soga que trenzábamos cada noche, era el gesto necesario de seguridad para navegar el altamar de cerrar los ojos entregándonos a los abismos del sueño.

Cinco

Mientras trenzábamos la gran soga, una noche, mirándome como sólo ella ha sabido hacerlo, dijo: lo tenemos todo.

Seis

Nos ocurría lo mismo. Podía intuirlo. Si bien nunca lo dijimos, nunca lo expresamos a viva voz, siempre supe que nos ocurría lo mismo a la hora de dormir. Y es por eso que trenzábamos la gran soga: teníamos miedo. Miedo de separarnos en los sueños. Miedo de perdernos en el altamar de esos sueños de la noche de cada uno. Miedo de no despertar juntos la mañana siguiente. Miedo de no hallarnos la mañana siguiente. Miedo de cerrar los ojos sabiendo que la única manera de no ser ciegos era mirándonos a los ojos.

Siete

La noche cotidiana: trenzábamos la gran soga entre nosotros y nos dormíamos amarrados a esa seguridad. Y amarrados a esa seguridad, navegábamos juntos los abismos del altamar en los sueños de cada uno hasta la mañana siguiente.

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Dans le lit (1893), Henri de Toulouse-Lautrec
 
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