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Martes, 4 de diciembre de 2012

CONTRATAPA › DIARIO DE CIUDAD

Hábitos mundanos

 Por Beatriz Actis

"Y sólo tú, esperanza,

tienes abiertas las puertas de par en par"

Takis Varvitsiotis

Bailamos con películas. Sally Bowles tiene las uñas pintadas de verde. En Pulp Fiction, Mia Wallace y Vincent Vega bailan el twist y ganan el trofeo del concurso de baile. Meryl Streep es Carrie Fisher y usa una campera ceñida de jean mientras canta una canción de Ray Charles que repite la frase: "Tú no me conoces", y a continuación (es la fiesta de cumpleaños de Carrie) Shirley Mac Laine es Debbie Reynolds, la madre, y le pide que se quite la campera para cantar, a lo que accede Meryl con incomodidad y desgano, y Shirley muestra luego sus piernas a través de un traje brillante y rojo. Sus piernas son jóvenes y esbeltas y no corresponden a una mujer adulta pero es que no se trata de una mujer adulta común y corriente sino de la bailarina Shirley Mac Laine, que también canta una canción que aquí puso de moda Nacha Guevara y allí culmina la escena. He leído previamente Postales del abismo, la novela de Carrie en la que se basa la película, y me ha divertido. También he leído Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood, sobre la que Bob Fosse filmó Cabaret. Unicamente veo las escenas musicales de esas tres películas. Y bailo.

*

Lloramos por cuadros. Antes de bailar con películas, dedicamos momentos importantes de la vida a llorar por cuadros. En mi caso, pinté obsesivamente la "Mujer llorando", de Cándido Portinari, y sólo pude dejar de hacerlo cuando me enteré por los diarios de que el original se había perdido para siempre en un incendio en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro, en 1985. Lo demás fue caminar llorando por unas calles de arena. Algo parecido sucedió con un cuadro de Fader que desapareció misteriosamente de su casa de las sierras de Córdoba. Era un óleo y tenía un fondo rojo sangrante. Guardé durante largos años, como un secreto tesoro, mis copias, los apócrifos, las variaciones de aquellos cuadros que nadie volverá ya a mirar ni a tocar. Hay un viejo refrán que dice: "El que sueña que se muere, se muere".

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Extrañamos poetas. Bebíamos cerveza en la noche bajo la luz de la terraza, y encima de los faroles cubiertos por insectos permanecían las estrellas. "En esta ciudad la cerveza es un refresco", dijo mi amiga. "Granadina", pensé, mientras el calor subía desde las lajas, el calor que nos había perseguido desde las primeras horas de la mañana. Con la lucidez que suele tenerse para juzgar o solucionar la vida de los otros, hablábamos sobre el poeta muerto de cirrosis. "Es una pena", dijimos. "Un vértigo, una blasfemia". "Nos privó de su obra". "Injustificable".

Bebíamos.

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Buscamos ojos. Un afiche del Festibelfilm de Michel Folon en el que se escapan los ojos de un hombre hacia un cielo difuso, sus ojos ascienden, pero esa imagen no resulta cruenta sino casi infantil, casi inocente.

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Soñamos grullas. Dijo: "La felicidad es nuestra naturaleza", y en el medio del ruido del bar al mediodía me enseñó un ejercicio de sidha yoga con las manos que volaban como garzas -﷓¿como grullas?﷓-, la presión de los dedos, uno a uno: pulgar, índice, medio, anular, meñique, el breve despegarse que da la sensación de las moléculas en su lento moverse por el cuerpo.

*

Observamos desde camillas. "En la vida, en lo único que uno no puede volver atrás es en el parto"; recordó la sentencia de su madre. La mujer ve ahora el mundo al revés porque está acostada sobre la camilla y va avanzando por los corredores, a través de salas, trepa ascensores largos, diseñados para transportar camillas. Desde la posición horizontal pueden verse los techos, las lámparas que cuelgan, las imperfecciones de las partes superiores de las paredes, las diferentes alturas de los cielorrasos, como en esa película en la que Fred Astaire baila por las paredes: el mundo ha cambiado. La mujer también escucha voces alrededor de su cuerpo, delante y detrás de sí. Las enfermeras, llamadas "camilleras", comentan algo sobre los precios de las medias. "Blancas", piensa ella. Y ya no puede pensar en nada más.

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"Mujer llorando", de Cándido Portinari
 
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