rosario

Viernes, 22 de febrero de 2013

CONTRATAPA › EL BOTE, 21:

Archipiélago Zopilote

 Por Beatriz Vignoli

Soy el último. El último mohicano. El último sobreviviente de mi posición de mortero. Soldados unos a otros más que hermanos, ¿con quién hablaré de la zopilotera? Palabra que trajo Sosa vaya a saber de dónde. Irazusta, presente. Aguirre, ausente. Sosa, ausente. Dos vascos y un criollo. Pudimos ser un trío de rock. Pero éramos una trinchera en una guerra. Sosa, guitarra. Aguirre, batería. Irazusta, bajo. Creo vernos en una foto que salió en una revista, esa foto que hallé treinta años después, la de los casquitos asomando entre la turba como caparazones de tortugas. Habíamos cavado algo así como una madriguera. Sosa (que no sé de dónde había sacado esa palabra) le puso "la zopilotera". Entonces yo también empecé a decirle la zopilotera. Y Aguirre, cuando ya estábamos medio locos de fatiga, dijo: República Zopilote. Y así la nombró. Así nombró, fundó. ¡Hizo patria, soldado! Nos quedó claro, entonces, dónde estábamos.

Estábamos en la República Zopilote. Era un nombre secreto. Eramos ciudadanos, éramos republicanos en secreto. En secreto debíamos resistir todo lo que nos barría, no solamente el viento. República Sobolata, dije yo, tomando mate de una granada hueca con yerba de ayer secada al raro sol y una bombilla hecha de una birome vacía.

¿Con quién volveré a ser quien yo era? Porque cada vez que me encontraba con Aguirre era como tomarme la máquina del tiempo. Entre tantas otras cosas que nos tomábamos. Pero eso después. Cuando volvimos. Mis hermanos. Mis drugos.

Jugábamos en la zopilotera, en secreto, a un juego que Aguirre había inventado: el idioma diodo. Había que decir palabras que no tuvieran ni eme, ni pe, ni te, ni ce. O si no, inventábamos armas. Un "arma" era una letra seguida de un número de una o dos cifras. Algunas de las que nombrábamos existían, otras eran completamente inventadas. Ahora, en estos años, he pensado que esta es una época de días como armas.

Una zopilotera, en dos meses y medio, además de ser un pozo con un tufo asfixiante, se convierte en una cultura y en un país en sí mismo. Aguirre, Sosa y yo temíamos que la guerra durara tanto tiempo que cuando al fin terminara no pudiéramos volver, y que cuando alguien mucho después llegara y nos preguntara si eso era territorio británico o argentino, le dijéramos: "Ni lo uno ni lo otro. Esta es la República Zopilote. Tres habitantes. Idioma: diodo. Religión oficial: onanismo" y les cantáramos el Himno Nacional de la República Zopilote, que empezaba: "Decime, che, / ¿Vo' zó' pilote o te hacé?". Yo no tenía ni la más pálida idea de qué carajo era un zopilote. Sosa sí. En el norte los llamaban jotes. Eran unos pajarracos que comían carroña.

Si yo fuera fascista, creería que mis compañeros montan guardia sobre los luceros. A los fascistas les encantan los muertos y las rimas fáciles. Lucho siempre me cuenta que en Atopia vivía un soldado inglés atormentado por el espíritu de Sosa. Se había radicado en zona sur, en uno de los dieciséis edificios casi idénticos que bordean la plaza José Hernández, al oeste del Batallón 121. Tenía unos delirios paranoicos según los cuales el tiempo se había detenido y el huevero era un espía nazi que lo perseguía.

Varios compañeros contaban esa historia. Para mí era un mito de ex combatientes.

Me juran que no. El inglés estaba casado con una psiquiatra angloargentina a la que Aguirre decía conocer personalmente. Según Aguirre, la gringa estaba recontrabuena y él soñaba con robársela al inglés: una revancha, como el gol de Maradona con la mano. Bah, tanto como robársela no, pero al menos que la gringa le metiera los cuernos al inglés con él. Y que hiciera con él y se dejara hacer por él todas y cada una de las cosas que no hacía con el inglés. La idea a Aguirre le gustaba mucho. Aguirre era capaz, como ninguno de nosotros, de agarrar la idea de la guerra y rodearla de pelotudeces, como quien rodea de flores un muerto, como nosotros lo rodeamos ahora de flores a él.

Alguna vez hubo una reunión de compañeros a la que llamaron "la fiesta del fin del mundo", porque coincidió con una de esas falsas alarmas. Fue a mediados de los noventa. Dicen que el inglés se apareció por ahí, con una carpeta de dibujos que había hecho de Sosa, copiándolo del fantasma. Lucho y otros incluso decían haberlo querido cagar a trompadas. Al final terminaron amigos. Era él el que había matado a Sosa.

La historia vuelve a nosotros (y nosotros a ella) en el velorio de Aguirre. Lucho está preocupado por una llamada que recibió, desde el diario El Atopiano, de alguien que lo relacionaba con la muerte del suboficial Bianciotti, oficial póstumo para horror de las almas bienpensantes, incluidas las nuestras. Está preocupado y un poco ofendido. Lucho no sabe lo que es el rencor ni la venganza. No tuvo tiempo de odiar, dice. Estos años puso todas sus energías en reconstruirse, en volver a ser un hombre, una entidad independiente, en vivir sin una pierna, con esa prótesis, él que es como un archipiélago humano. He pensado eso en las tardes de mate en su casa, mirando al Lucho tomar mate o fumar sentado en un banquito, en el terreno del fondo de su casa, con el perro echado a sus pies; y a su lado, contra la medianera de bloques de cemento, la prótesis.

He pensado en el concepto de archipiélago: islas con una plataforma común.

Esta noche, en el velorio de Aguirre, en un rincón en penumbras lo vemos a Sosa.

-Soldado Jaime Sosa, reportándose.

Habla con tonada correntina, como siempre. Es El Muerto que Habla.

Hace 30 años que le jugamos al 48, y nada.

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