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Lunes, 23 de junio de 2014

CONTRATAPA

Bucaneros

 Por Víctor Maini

"Visitar al médico de grande es como llevar un auto viejo al mecánico. No lo sacás más. Siempre te van a encontrar algo, encima te cobran fortuna. A mí, la próxima vez, me llevará una ambulancia, y a mi Corsita una grúa". Palabras de mi amigo Cacho, remisero de alma. Me acordé de él mientras mi urólogo me extendía la orden para la biopsia de próstata. Lejos de los médicos rurales que defendía Favaloro, muy cerca de la computadora, mi facultativo se mostró siempre distante, sabiendo de mí solamente lo que decían los análisis y las respuestas que daba mi cuerpo a sus antibióticos y tratamientos. Una atención a la distancia, siempre hablándole a la enfermedad, nunca al enfermo. La mejor medicina será la de mañana. No creo ni repito la famosa frase que todo tiempo pasado fue mejor, pero en lo que respecta a las relaciones humanas hemos perdido calidez. El médico de cabecera era como un amigo de la familia. Nos conocía a todos y a su vez se dejaba conocer. Nos llamaba por los nombres sin necesidad de fichero, sabía de nuestros gustos, vicios y debilidades. Nos hablaba con autoridad pero con afecto. El día de la intervención, con versos de Miguel Hernández, como un árbol carnal generoso y cautivo, entregué a los cirujanos. Abrí la puerta del recuerdo y me escapé de la mano del doctor Bernasconi, medio cura, psicólogo y curandero de la familia. Mi pensamiento me instaló en un cumpleaños de mi infancia al cual asistió con sus dos hijos y un regalo que no olvido, un juego de mesa de nombre "El bucanero". Consistía en letras pintadas de azul en cartones blancos, todos del mismo tamaño, con los que teníamos que formar palabras, respuestas a preguntas formuladas en tarjetas que se repartían a los participantes. El ganador era el que al terminar la tarea gritaba "primero". Una tarde sin amigos disfruté de aquel presente en soledad. Hundí mis manos en las letras como un panadero las clava en la harina. Escribí la palabra amor. Escribí la palabra odio. Escribí el nombre de quien me hacía sentir más liviano con sólo mirarla. Formé las palabras prohibidas, con fama de ser malas. Inventé términos con sonido pero sin sentido. Entendí que todos éramos bucaneros de expresiones creadas por otros y que las necesitábamos para expresar nuestros sentimientos o alguna idea. Pude imaginar y sentir el mar, el sol, la lluvia con sólo leerlo en las cartulinas. Supe que la palabra me alejaba del animal, me convertía en hombre. Pensé que la mentira podía ser una palabra sin contenido, sentí la decepción de un pirata que al desenterrar un cofre lo encuentra vacío. Un golpe en la rodilla y un "bueno, terminamos", me devolvieron a la realidad. Lo siguió un discurso en imperativo. "Vístase, no maneje, haga reposo por veinticuatro horas, olvídese de la moto por unos días, venga a buscar los resultados dentro de quince días." Tomé un libro de Perez Galdós , que creo que nunca voy a terminar de leer, desde mi biblioteca camino a mi dormitorio. En una habitación en penumbras me recosté con el tomo sobre mi estómago. Escarbé entre sus páginas hasta robarle cuatro letras. Formé la palabra vida sobre la tapa del viejo texto para después gritar "primero".

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