rosario

Jueves, 15 de enero de 2015

CONTRATAPA

Un día de verano

 Por Eugenio Previgliano

Un día de verano yo había estacionado en una avenida muy ancha de un pueblo muy pequeño y alguien se acercó hasta mí. - ¿Usted es el agrimensor? me dijo. Yo me alegré de que mi fama me precediera, le contesté que sí, y seguí escuchándola decirme que si no había conseguido aún alojamiento, ella podría ayudarme, y que si ya estaba establecido, dentro de una hora le gustaría reunirse conmigo para afinar los detalles de todo lo que había pendiente. Dicho esto la monja se fué, caminando bajo la inclemente resolana.

Ah, me dijo una voz ronca retirándome de mis observaciones, finalmente, llegó el pianista. Yo -agregó- creía que ya no iba a llegar. El concierto --explicó- es esta noche en el hotel acá a dos cuadras, pero usted - señaló- no se alojará en este hotel sino en otro que queda acá a la vuelta.

He estado en muchos cuartos de hotel; este no resolvía nada de singular: ni coqueto ni bien puesto, pero la abundancia de madera daba una sensación de olor a tabaco.

Vino - dijo la chica de la recepción- hace un rato la señora Mila, que dijo que el afinador ya había ido porque tenía otro compromiso más tarde. Si usted quiere - sugirió- puede hacer uso de su desayuno que ya estará servido.

A la tercera tostada una señora de quizás unos cuarenta años se acercó y empezó a hablarme. Dijo de sus problemas, del incordio que resultaba estacionar en doble fila como había tenido que hacer ella, de las malas costumbres del pueblo y de los conflictos por la propiedad de la tierra que, según dijo, se venían heredando desde la colonia. Las monjas, por ejemplo - ejemplificó- tienen graves problemas con el límite de su heredad. No quiero incomodarlo - agregó- pero un científico como usted debería opinar sobre esto cuando lo entrevisten en la radio. Muy de tarde en tarde - recordó- se realizan acá reuniones científicas y cualquier profesor extranjero como usted puede - sugirió- opinar sin comprometer a su familia en esta comunidad pequeña pero insidiosa. Espero -dijo al despedirse- que pueda estar a la altura de las circunstancias. En un momento quise preguntarle a la señora si se llamaba Mila, pero me dio apuro insistir sobre un tema que a ella tal vez no le interesaba.

Entonces - repuso la chica de la recepción- ¿es que ya arregló con la señora Mila para ir a probar el piano? El presidente de la Asociación Suiza - insistió- dejó dicho para Mila que él con usted ya había hablado y que sólo tenía que decidir usted.

Salí por la puerta principal y cuando llegue a la ancha avenida de aquel pueblo pequeño vi que caminando por la misma acera venían tres monjas y también vi que la del medio parecía llevar el rosario colgando de las manos juntas sobre el regazo. A la distancia era notable que venían rezando y de no ser por la misma distancia, seguramente el tono, el ritmo y la forma de la letanía me hubieran conmovido. Este fervor místico me sorprendió y con cierta aprensión, al acercarnos intenté esbozar un saludo, pero en el justo momento en que iba a entonar mis bendiciones para el día, noté que entre sus manos de monja lo que colgaba era un cable, conectado a un pequeño adminículo electrónico, quien sabe si para tomar retratos o para comunicarse. Las monjas me saludaron sonrientes, y yo quedé como de pasada, con una sonrisa a medio tramo. Como no quería que me malinterpretaran, me quedé parado tratando de reponerme para terminar mi saludo. "El agrimensor", dijo entonces una cuarta monja que, rezagada, venía caminando en la misma dirección. Habrá conseguido ya alojamiento - dijo- o preferirá ir esta noche al concierto y vernos mañana - preguntó- Yo la escuché inmutable y como si fuera interpretado por otro ser distinto al de mi persona y le dije con voz sana y grave, dándome cuenta del equívoco apenas lo pronunciaba: "Con este sol"; y como supe que me había equivocado, le agregué "Por varios días no lloverá".

La monja me palmeó el hombro y dijo que lo comprendía. Que me tomara el día libre a cuenta de la congregación que después pagaría incluso mi desayuno y que sin duda al día próximo, al no haber inclemencias climáticas, todo resultaría más productivo.

Cuando me senté al piano sentía haber recorrido en el tiempo un lapso enorme, como de décadas. Recorrí algunas escalas y lo encontré bien calibrado, templado y lustroso como si todas las hadas de la música se hubieran esmerado en ello. Finalmente, pensé, la idea de dar un concierto en este pueblo de avenidas anchas, se ha materializado y pasaré un par de días tranquilos y sin gastos.

Profesor - me dijo una voz suave y melodiosa que pertenecía a alguien dispuesta como una excelente secretaria- , disculpe el atrevimiento - insistió- pero me dijeron que estaba aquí tocando y como su intervención está programada para dentro de una hora me tomé la libertad de venir a recordárselo.

Yo no interrumpí mi ejecución, aunque por un instante pensé que iba a pedirme que le firmara una media: le sonreí de una sonrisa simple, leve y algo zonza, y le dí a entender que apenas terminara de tocar le haría saber de mi disposición para la ciencia. La mujer recurrió a una sonrisa radiante y se alejó con unos pasos acompasados y breves a causa, quizas, de su pollera estrecha que se le afinaba en la cintura.

Finalmente decidí ir a la playa pero cuando fui a retirar mi auto había un agente de tránsito labrándome un acta de infracción: ah, ustedes, dijo, los argentinos, creen que pueden venir acá y estacionar en cualquier parte de esta avenida ancha porque es un pueblo pequeño, y sin más me extendió el acta, junto con un volante invitando al concierto. Sepa profesor, dijo entonces una muchacha que sigilosamente se había acercado a esperar el fin de la escena, que no bien me enteré que estaba aquí, vine para que me firme un libro suyo que compré en el mercado de pulgas de Constitución, porque realmente amo sus poesías. Yo le iba a decir que no tenía con qué firmarle, pero nos interrumpió un móvil de la Patrulla de los Caminos ordenándome que retirara ya mismo el vehículo. La muchacha era rubia como si no fuera suiza, alta como un almacén y de sus turgentes pechos de walkiria parecía dimanar algo parecido al éter, inmaterial, invisible al olfato, un rastro que atraía mi atención a pesar de mis intentos de mirar a los policías y disculparme.

Esta noche, pensé, se me hará larga y difícil.

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