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Martes, 12 de enero de 2016

CONTRATAPA

El Estado y sus rehenes

 Por Ezequiel Vazquez Grosso

En el año 1729 Jonathan Swift, el gran satírico irlandés, escribió un breve y sombrío ensayo a modo de respuesta a una problemática grave de su época. En el contexto de la Gran Bretaña de aquel entonces, los mendicantes irlandeses bien se habían vuelto un problema, pero uno mayor y más intrincado era el de sus niños: cientos de niños y niñas pululaban las primeras grandes urbes del territorio, calumniando con su presencia la vasta integridad de los más afortunados. La propuesta de Swift, de una integridad absoluta, no por simple dejaba de ser decisiva: había que entregar a los niños a los caprichos del hambre; con los cuerpos de los niños, con la multiplicación de esos cuerpos, había que ofrecer opíparos banquetes para grandes comensales. Esta modesta proposición fue una de las propuestas más sinceras para una época tétrica y desolada. Jonathan Swift, sin embargo, murió solo y abominado, por un mundo que jamás logró comprenderlo.

Como todos sabemos, una de las tareas fundamentales de todo Estado es garantizar la reproducción del sistema en su conjunto bajo las relaciones económicas que, algunas veces de manera dórica, otras veces de manera augusta, éste contempla. Bajo un modo de producción capitalista, esto supone esencialmente sostener sus fundamentos: que la repartición de recursos se dé en el espacio de un mercado llamado libre; que este mercado y esta repartición esté controlada por grandes empresas privadas. Para los súbditos -gran mayoría humana que compone el leviatán- no quedan más que las tres maneras básicas de la libertad: la escritura, la muerte en su formato de suicidio, la posibilidad de vender fuerza de trabajo y el tiempo en que ésta se desarrolla al mejor postor. Existe una cuarta manera de libertad, muy de moda hoy día, cuya promulgación se la debemos al ingenio de los amos y cuyo pleno éxito se obtiene debido a la amplia aceptación que encuentra entre sus súbditos. Para algunos, es el riñón enhiesto de lo que se llama hegemonía. Para otros, parafraseando a Rousseau, no es más que el cítrico clave del cóctel de la mediocridad. Esta libertad consiste en la fútil creencia de que aquél que sienta el deseo de conquistar el mundo podrá lograrlo siempre y cuando sea lo suficientemente cojonudo para su cometido. Hobbesianos a todo trapo, un hombre puede derrotar perfectamente a cuatro de los suyos y para eso existen tantos papa Borgia como burdeles en Montmartre. Lo curioso de esta forma de libertad es que, más allá de lo peliagudo que supone su facticidad, logra arraigarse en las jóvenes almas de la población como una fuerte creencia: masas enteras de hombres y mujeres asisten a sus trabajos bajo la promesa de que algún día, incierto, se convertirán en los verdaderos productores de sus vidas y hasta, quién sabe, tendrán en sus viles manos los destinos de otros ambiciosos soñadores.

El otro rasgo curioso que introduce este tipo de libertad es el supuesto de que, más allá de las circunstancias históricas de distribución de poder en un momento determinado, cualquier mortal puede tener paso a su estructura. Así como la burguesía no extendió ningún permiso a la aristocracia para tomar las riendas del poder, ahora todos, todas, tendrían apertura a su acceso. Pero volvamos al Estado.

Para sostener esta promesa de éxito y prosperidad es fundamental que el Estado -como voz pluridimensional que representa al todo nacional- dé algunos indicios, pistas aunque sean pobres y pueriles que demuestren que esto es posible. Así como la libertad de vender su fuerza de trabajo es una de las más importantes que poseen los súbditos, lo fundamental, entonces, es que existan fuentes de trabajo en que esa fuerza enorme pueda ser vendida. En un mundo en el que la abundancia es su lema ¿cómo es que se ha convertido la escasez en su hábito? Esta pregunta, los múltiples y amansados súbditos, no pueden hacérsela. Sospechar, aunque sea un segundo sospechar, sobre las imprudencias del sistema económico, es algo que todo Estado debe evitar como primera tarea.

Que todo el mundo trabaje es un capricho tan oneroso como quien piensa erradicar por completo las maleficencias de la pobreza. Las totalidades no suelen ser más que un ideario que en el mejor de los casos es un excelente artilugio discursivo y en el peor no es más que un boleto directo al más rotundo de los fracasos. Tanto la indigencia como la falta de trabajo son condiciones indispensables para que la riqueza y el trabajo sean celebrados. Si esto no fuera así, ¿cómo estableceríamos entonces las diferencias? ¿Cómo habría mujeres flacas en el mundo si no existiesen las gordas? ¿Cómo sentirse superior en un mundo en el que todos manejasen BMW? No tendría sentido. Los pobres, los gordos y las gordas, los locos y las locas, los anormales, los criminales, son tan importantes en nuestro mundo como la pimienta o la nuez moscada en una buena cena.

Cuando un grupo de hombres y mujeres han decidido adjudicarse el derecho de ser los mejores y gozar de los privilegios y prerrogativas que esa posición conlleva no basta sólo con afirmar esta obviedad hasta el paroxismo sino que también es necesario multiplicar a los peores y, llegado el caso, introducir el uso de la violencia para cumplimentar voluntades: que en la tabla raza de la geometría, los menos se sientan menos; que a los menos (siempre los más) los desbarranque la tristeza; que la culpa por su deformidad los obligue a los actos más atroces. El poder, sabio procedimiento, más que limpio debe saber mostrarse limpio. ¿A quién le gustaría dejarse gobernar por un pordiosero, por una cortesana de los suburbios, por un proxeneta de los barrios bajos? Si podemos decir que la capacidad de esconder la mugre es una de las cualidades más celebradas por los súbditos, también podemos agregar que cuanto más limpios, más lustrosos, más abrillantados sean sus amos, más limpios, más lustrosos, más abrillantados, se sentirán sus inferiores.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la representación de este Señor Estado, sin abandonar las necesidades que lo obligan como representante de Estado capitalista, decide que la mejor manera de reproducir sus contradicciones es bajo una cierta producción de elementos nobles en sus partes más débiles? Se produce la hecatombe. Las capas más privilegiadas de la sociedad ven multiplicarse por doquier los atentados contra sus intereses. El orden de la mendicidad debe ser restablecido. El Estado debe abandonar su lugar como garantizador de fuentes de trabajo, de extensión de derechos, para retomar su clásico y celebrado rol de garantía de la escasez, de profundización de las distancias que hacen a las desigualdades, del sabotaje planificado al agrandamiento del espíritu que, según los mejores, los llamados peores no merecen.

La propuesta culinaria de Jonathan Swift es ciertamente descabellada. Su desmesura, sin embargo, no se debe a restricciones morales o de virtuosos comportamientos. Si bien al paladar los humanos pueden ser un manjar exquisito, en este mundo, pantanoso mundo, los pobres no se devoran por el simple hecho de que resultan mucho más importantes vivos que muertos. Como en una toma de rehenes, la pobreza es el síntoma que todo Estado precisa para la reproducción de sus condiciones más atroces. Y algunas veces, cuando algunos privilegios deben robustecerse, hasta es mejor la multiplicación de la miseria que su abatimiento. Oh, amos del universo, nosotros quisiéramos preguntarles, de una vez por todas, ¿qué sería de ustedes sin la presencia de los débiles?

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