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Jueves, 18 de febrero de 2016

CONTRATAPA

Nuestro amigo común

 Por Hernando Quagliardi

A Carlos Ayllon

Un busto en Bulevar Oroño y Mendoza, una hipálage, los malestares recurrentes en el estómago y el feo título -al decir de Chesterton- de la penúltima novela de Dickens, fueron los puntos de partida, las primeras reflexiones. Una idea cuasi platónica de la amistad y un grupo íntimo de recuerdos me sirvieron de apoyo para tomar apuntes, es decir, buscar los rasgos, las huellas, el esbozo.

Las constantes biografías del hombre subrayan sus dificultades para la oratoria, el lento descubrimiento de la banalidad de los deseos y representaciones que derivan de la opinión pública, al amparo del sentido común y la elección temprana de la lírica. Su máxima doctrina, por ese entonces, mandaba a "piantarse" de la mirada de los otros y a encontrar la propia sabiduría, al modo del maestro Epicúreo. Lo que sigue es más complejo porque se corresponde con la vida y, por fuerza, con las contradicciones.

Sería mucho simplificar si digo que le costó renegar de ser un poeta por encargo y que, solicitado por el emperador, trabajó un relato de origen épico que fue como un veneno. Sería mucho inferir un carácter nervioso y maldito a partir de los dolores gástricos e intestinales que lo acompañaron hasta la muerte, a los 51 años, de consunción interna (¡ah! las entradas enciclopédicas), síntomas que dos mil y tantos años después, los médicos definen como el síndrome del colon irritable.

Esas estampas, así dispuestas en nuestros días, no sirven de mucho. A lo sumo podríamos avanzar en la idea de la falta de maestros a los cuales admirar y amar, si el amor es condición implícita de la amistad, cosa que también podría ponerse en duda.

Las decadencias, los tiempos amontonados sobre los tiempos como una pila de ropa sucia, las costumbres que se pierden, lo que ya no entendemos y nos aburre cuando se impone mediante el programa de estudio o la clase de historia, conspiran contra la lectura de su obra.

¿Cómo decir lo que ya se ha dicho? Si quisiéramos emprender un ascenso por vía del amor (a la mujer ideal, a dios, a la cultura, a los pobres, a lo que sea que merezca amarse) seguramente no costaría trabajo elegirlo como guía. He ahí un buen hallazgo de Dante.

Por otra parte, cada vez que un poeta cree encontrar una perla cultivada en el mar poroso del lenguaje estará este verso: "Ibant obscuri sola sub nocte per umbram". Iban oscuros bajo la solitaria noche, por la sombra. La noche oscura y los viajeros solitarios han intercambiado los adjetivos que les corresponden porque el poeta se ha ido corriendo de la línea, se ha salido de la pista geométrica poniendo un poco de mugre en la melodía, como si fuera un "Polaco" Goyeneche recién largado a solista, cantando por afuera de los cuadrados ritmos orquestales de las décadas anteriores. Por eso también es un clásico, porque le gana a la actualidad más incompatible, como ha dejado escrito Calvino hablando de los clásicos.

No parece entonces arriesgado decir que en un mundo de soledades majestuosas, de esquizofrenias políticas y miopías filosóficas, Publio Virgilio Marón es nuestro común amigo.

Es el maestro que debiéramos tener: humano, contradictorio, polémico, genial, acusado de obsecuente, de homosexual, de plagiar a Homero, venerado y olvidado en partes iguales de injusticia. Un amigo que se gana y se pierde, se encuentra nuevamente y se vuelve a perder, como se perdió para siempre él de la escena, una vez que se hizo presente Beatriz Portinari a los ojos de Dante, en el canto 20 del Cielo. Los hombres que han tenido la gracia de recibir una ofrenda semejante, sabrán de lo que hablo.

Además, y esto parece haberlo notado Proudhon, no hay mucha diferencia entre los dioses de la Eneida y los nuestros. ¿O acaso al febril vaivén de las noticias del mundo y de las novedades interpersonales no nos acomete la sensación de estar gobernados por el capricho de unos dioses que juegan, ebrios y poderosos, con los que abajo todavía creemos en la ilusión del libre albedrío?

Tras la ventana del tiempo me parece ver al mantuano: es un joven con cierta fe en los perdedores y un tipo enfermo llevado en una litera. Se aviene a las pilchas empolvadas de dorado y a una angustia que tiene el sabor de la duda con relación a la trascendencia. Entonces, a la vista del orden del imperio romano en un desfile cualquiera, le sopla al oído de alguien una última voluntad: quiere quemar ese poema largo que no le convence, esa falsa prosapia de los Julios como quiso que fuera el emperador, más griegos que romanos. Ese pueblo, sus dirigentes, nunca dejarán de ser bárbaros por mucho que se esfuercen en fingir la paz y la alegría. Quemar la Eneida, sí, y que nadie sepa nada de este hombre ni de aquélla hipálage que será la alquimia mayor de los poetas por venir.

Según es fama, el que le puso la oreja aquel día ﷓una suerte de Max Brod latino﷓ decidió no hacerle caso. Por eso hoy bajo este sol tremendo, el poeta se erige quieto en el eterno bulevar. Se eleva robusto y saludable entre los que corren y caminan a toda hora para combatir el estrés y los dolores intestinales.

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