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Domingo, 27 de abril de 2014

SOCIEDAD › CRóNICA SOBRE EL VIAJE ROSARIO﷓BUENOS AIRES EN EL ACTUAL TREN DE PASAJEROS

Llegar a casa sin importar cómo

El legendario "Tucumano" parte dos veces por semana con destino a Buenos Aires en un recorrido que demora 28 horas, con suerte. La cronista subió en Rosario y pudo observar de cerca ese viaje que tiene ya poco del romanticismo de antaño, cuando los pañuelos se agitaban en las estaciones despidiendo a los viajeros

 Por Julia Comba

Hace media hora que Julio está parado sobre la línea amarilla del andén esperando a El Tucumano. Tenía que llegar a las 14, pero ya son y diez y no hay ningún rastro. Julio mira las vías del tren como buscando una respuesta y dice que está contento de haber cargado la campera verde que lleva puesta: El frío llegó sin que lo esperase. Atrás, un perro blanco duerme la siesta contra la pared de la estación equilibrando la composición de una típica postal ferroviaria. No hay muchos más pasajeros en Rosario Norte este domingo después de mediodía: Una familia con niños, una señora, una pareja joven y Julio. Eso es todo. Suena la bocina del tren, inconfundible, y los golpes torpes que dan las ruedas contra las vías están cada vez más cerca. El tren llega, se detiene y derrama pasajeros por todo el andén que bajan empujados por el hambre o la abstinencia de tabaco.

Además de 35 años y un certificado de discapacidad, Julio tiene un deseo circunstancial: Llegar a su casa. No importa cómo. Esta vez vino a Rosario por una visita que se frustró y tiene que regresar, pero para hacer valer su certificado "que le permite viajar gratis en ómnibus" debe pedir el boleto con 48 horas de anticipación. Julio no puede esperar tanto tiempo así que se compró un pasaje en la clase turista del Tucumano, el tren que parte de esa provincia dos veces por semana con destino a Buenos Aires en un recorrido que demora 28 horas, con suerte.

"Viajar en turista es medio duro, incómodo, pero con tal de que me lleve a casa", se resigna.

Mientras recibe los boletos en las puertas de cada vagón, el empleado de Ferrocentral se encarga de hacer un aviso poco simpático: No saben a qué hora llegarán a destino. Han comenzado las tareas de reparación de las vías férreas para la puesta en funcionamiento del nuevo tren que unirá Buenos Aires﷓Rosario y, dice el empleado, es la primera vez que van a atravesar esas obras. "Tenemos que ir por una sola vía y no sabemos cómo va a ser. Puede que lleguemos 23.30 o a las 3 de la mañana".

Viajar en tren parece ser una idea romántica que se imagina en color sepia: Los relatos que se cuentan en los pueblos donde la llegada del tren lo era todo, las películas que insistieron con las imágenes de la despedida familiar en el andén, los pañuelos blancos al viento e incluso la enamorada que corría tomando la mano de su amante hasta que la velocidad los separara. Pero en Rosario Norte no hay pañuelos al viento ni familiares en el andén. En cambio, los amantes deberán besarse a través de los barrotes: por directivas de la empresa, aquellos que no tengan boleto tendrán que quedarse detrás de las rejas de la entrada.

La idea romántica persiste sólo para los pocos que pueden elegir este tren como aventura o eventualidad. Para los otros, los muchos, los que no tienen otra opción que viajar habitualmente en él, la incertidumbre puede volverse insoportable. Y para los que no tienen tiempo por motivos de agenda cronometrada, es inviable: El trayecto de Rosario a Buenos Aires demora nueve horas.

Los pasajeros suben aprovisionados para continuar o iniciar el viaje. Quedan muchas horas todavía y no hay paradas previstas. Son las 14.25, suenan los silbatos y el tren arranca lento, pastoso, como si un grupo de hombres lo estuviese empujando para darle marcha. Adentro, los nuevos pasajeros que subieron en Rosario buscan sus asientos en los vagones de cada categoría: turista, primera o pulman.

Alguien enciende una radio que trasmite baladas y que, más tarde, relatará los partidos de fútbol de la fecha. Hay bolsos en los portaequipajes, bolsas de nylon y abrigos colgando de los percheros, conservadoras en el piso, tuppers y termos sobre las conservadoras, frazadas multicolores en los asientos.

El tren apenas ha recorrido unos metros cuando cae, estrepitosa, la lluvia de piedras. "Siempre es así cuando pasamos por las villas", explica un señor mientras baja la persiana metálica de la ventanilla. Todos los pasajeros del vagón hacen lo mismo. El señor, cuyo nombre no se conoce, tiene 76 años y viaja de Buenos Aires a Tucumán una vez el mes. Se cansa, claro, pero sigue eligiendo el tren: "Con 112 pesos puedo viajar. El colectivo sale más de 600 pesos, no se puede caminar y además los baños son más sucios".

Fue en 1954 cuando El hombre sin nombre se subió a un tren por primera vez. Vivía en Tucumán, tenía 16 años y algún problemita legal en el que no profundiza. Su padre lo mandó a Buenos Aires y nunca más volvió. Desde entonces, vive en San Justo y viaja habitualmente para resolver una cuestión de herencia.

Los ojos nublados de El hombre sin nombre miran por la ventanilla. El tren se detuvo en Gálvez. Abajo, una pareja lo mira desde el umbral de la puerta de su casilla, las ropas cuelgan al sol en alambres retorcidos y una nena juega con tierra. El tren hace marcha atrás. Nadie sabe qué pasa. El hombre, experimentado viajero, dice que de seguro el maquinista se equivocó de vía. Ahora avanza nuevamente aunque un poco más cerca de las viviendas.

A las 16.20 un empleado vestido con los colores de la empresa camina hasta la mitad del pasillo del vagón y pide atención: "Señores pasajeros, aparentemente todo va bien. Hasta el momento, vamos a llegar a horario y no a las 3 de la mañana. Pero eso es por ahora". Todos aplauden. Viajar en tren es atravesar los pueblos por sus entrañas. Las vías los han partido en dos, de una vez y para siempre: de un lado el centro religioso, político, comercial; del otro, el segundo plano relegado, el "atrás de la vía". Unos pibitos patean una pelota, una señora vestida de domingo se sienta en la vereda, un chico en moto espera para cruzar el paso a nivel y los pasajeros del tren observan las escenas de esas vidas como en una vidriera.

Ha llegado la hora del mate. La cola para cargar agua caliente ocupa un vagón y medio, con un promedio de 35 minutos de espera. El tren crea comunidad: se espera para el agua caliente y para entrar al baño, se camina, se charla, se toma mate a la misma hora, se duerme en el mismo momento, se juega a las cartas y se escucha el partido que emite para todos una única radio.

Aunque no a todos les interesa interactuar: el encargado de este tren se llama Jorge y parece que no tiene muchas ganas de hablar. Dice que hace años que el tren demora nueve horas de Rosario a Buenos Aires, que fue hace mucho, antes de los 90, cuando se tardaba apenas cinco. "Mirá la velocidad a la que vamos y los ruidos que se sienten. Esto es lo mismo que tener una Ferrari y andar por una ruta llena de pozos", dice y la analogía es un poco exagerada.

El vagón se mueve a paso de hombre y a las 18.05 se detiene en medio del campo. Viajar en este tren obliga a ajustar la percepción de tiempo y el espacio. La experiencia contemporánea donde las distancias se acortan y el tiempo se acelera de tal forma que no se percibe el traslado, entra en crisis precisamente en este viaje: aquí cada kilómetro es visto, olido y sentido.

Y quienes más lo viven son los pasajeros de clase turista. No hay cuerpo que pueda hallar descanso en esos asientos rígidos de tablas sin acolchado, que no se reclinan y que impiden apoyar la cabeza porque son demasiados bajos. Los vagones de turista pueden albergar hasta 103 pasajeros; los de primera clase apenas 76. Quien viaje en primera tendrá derecho a baño con inodoro "en turista sólo hay letrina", asientos individuales acolchados y reclinables y acceso a los mensajes de amor escritos con birome en los tapizados plásticos.

Después sigue el vagón comedor, lugar común a todos, y más adelante la categoría pulman y los camarotes. Quienes viajen allí tendrán aire acondicionado, asientos con tapizados modernos y apoya pies. Pero, sobre todo, tendrán derecho que a los pasajeros de otras clases no los molesten, ya que está prohibido el ingreso sin el boleto que lo habilita. Ana y Juan decidieron pagar por estos derechos. Viven en Santa Fe, pero subieron en Rosario Norte porque en su ciudad hace tiempo que el tren no para. "La primera vez que viajamos fuimos a Tucumán en clase turista y fue una experiencia muy chocante, demasiado duro", dice Ana, de 32 años "Elegimos el tren por una cuestión económica, hay diferencia en la duración pero no tenemos apuro".

Si bien hay que tener tiempo para viajar en el Tucumano, al menos no hace falta mucho dinero. Trasladarse de Rosario a Buenos Aires en colectivo toma cuatro horas y 180 pesos, hacerlo en tren implica pasear nueve horas con una inversión mínima: de 21 a 54 pesos, según la clase en que se viaje.

El dueño de la radio que trasmite fútbol viaja con su señora. La doña ya leyó dos diarios, una revista y durmió la siesta. Mientras tanto, se hizo de noche y el tren se frenó tres veces más en medio de las extensiones de soja reseca. Algunos pasajeros se fueron acercando a las puertas de salida, sin importarles que todavía falte una hora: no quieren perder el tiempo, ni la conexión con el ómnibus que los llevará al destino definitivo.

Aquí dentro, el tiempo continúa estirándose como esos chicles que quedan tirados al sol. Son las 23.30, horario de llegada, pero el tren no llega. Todos se han parado en los pasillos, con sus abrigos puestos y sus caras de cansancio. La mayoría subió a este vagón hace 28 horas en Tucumán.

Acaba de empezar el lunes cuando la locomotora se detiene en la estación de Retiro. Julio, envuelto en su camperón verde, suspirará y descenderá por la escalera metálica de su vagón pensando en los pocos minutos que le faltan para cumplir su deseo: llegar a su casa sin importar cómo.

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Las estaciones vacías ya no tienen las mística de otras épocas y esperan por reformas.
Imagen: Andrés Macera.
 
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