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Jueves, 29 de diciembre de 2011

PSICOLOGíA › EN MEDIO DE LA LóGICA INFORMATIZADA, SE PIERDE LA SINGULARIDAD HUMANA

Una época en la que sobran palabras

Las personas, con su autoestima por el piso y pocas chances de ejercer su autonomía mental, se embarcan en lo que propone implícitamente la cultura de las megacorporaciones: eliminar las ambivalencias del discurso humano.

 Por Jorge Ballario*

"Lo sabemos de sobra: a buen entendedor, pocas palabras". En esta era de sobreabundancia de palabras, ¿se habrán terminado los buenos entendedores? Los vocablos parecen valorarse por kilo: cuanto más se digan, más peso tiene el que los dijo. Es un despropósito total, se pierde la esencia de la comunicación humana. La sociedad nos va llevando a esto. Para hacerse un lugar, mucha gente en los medios y fuera de ellos grita; la mayoría habla fuerte, pronuncia una infinidad de dichos vacíos. Y casi nadie escucha; simplemente, oyen. Es necesario no caer en la trampa de ese endemoniado barullo, salir, crear un espacio en donde el ritmo, la intensidad y la profundidad de la dicción signifiquen. Se pueden decir pocas palabras y jerarquizar mucho más cada una de ellas, aunque no es tarea sencilla debido a la propia cultura del grito, la exageración y la inmediatez.

Además, el infalible discurso científico, y la racionalidad extrema del mundo informático se nos presentan como dos grandes dioses que conviene emular. Por lo tanto, el hombre, con su autoestima por el piso y consecuentemente con poca chance para ejercer su verdadera autonomía mental, se embarca de manera plena en lo que la cultura de las megacorporaciones implícitamente propone: eliminar la ambivalencia y las inconsistencias del discurso humano, y de ese modo poder entrar en el reino de la exactitud. Un ejemplo bastante común lo constituyen los contestadores telefónicos automáticos que muchas empresas de servicios utilizan. Estos dispositivos obligan a los clientes a expresar el reclamo o la inquietud en alguna de las categorías preestablecidas, mediante un procedimiento unívoco. En pos de la productividad frustran al usuario, dado que este no puede expresar los matices individuales de su demanda. Progresivamente inmerso en una lógica informatizada, el hombre de nuestro tiempo se pierde de su singularidad humana; racionalizaciones mediante, reprime su sentir subjetivo para que no le altere el resultado de su obsesiva e ilusa búsqueda: la certeza. Por ende, el excedente de palabras, las explicaciones en demasía y la carencia de análisis, a la vez que degradarían el formidable medio simbólico con que contamos los humanos, paradójicamente serían funcionales a los supremos intereses neoliberales, que pretenden que valoremos la exactitud tecnológica en detrimento de la ambivalente singularidad humana.

Podemos agregar, parafraseando a Jacques Lacan, que el malentendido es inherente al lenguaje humano. Esto significa que para cualquiera de nosotros es imposible transmitir plenamente a otra persona, mediante el lenguaje, la exacta representación de nuestros contenidos mentales. La transmisión ideal es imposible, por lo tanto --y con un poco de ironía--, "el sobreentendido no es más que un malentendido exitoso" para dicho autor.

Si bien la sobreoferta deprecia el valor de las palabras, no necesariamente la escasez las enriquecerá. La idea es salir de este simple esquema de mercado y volver a la sabiduría clásica. La imagen que tenemos del sabio de la antigüedad es la de alguien que hablaba poco y que decía mucho, pero seguramente se dirigía a un interlocutor que sabía escucharlo, y no al hombre homogéneo actual sumergido en una descomunal vorágine comunicacional e informativa que lo supera y que no le permite comprender más que la superficialidad de lo que oye.

Además, no hay que olvidar algo muy típico de la época: la ansiedad que subyace en la proliferación actual de palabras. Las personas adoptan la lógica de los medios: escuchan miles de vocablos diarios, y luego se identifican con los emisores mediáticos viéndose impulsados a vomitar esas palabras para hacerse notar, o para obtener el certificado social de "hombre informado", válido --si acaso-- solamente por unos instantes.

La sensación popularmente conocida por casi todos de tener una palabra en la punta de la lengua y no poder expresarla es una sensación molesta y un buen ejemplo de cómo una energía psíquica que todavía no ha podido ser canalizada o vehiculizada por la palabra, puede convertirse en algo perturbador, o una cosa sin nombre; no es la palabra que no sale, es energía psíquica que no puede procesarse. Mientras esto ocurre nos sentimos mal, estamos incómodos, nos parece que hasta que no encontremos la palabra no vamos a poder tranquilizarnos. Y, para colmo, no cualquier palabra, sino la palabra; la palabra correcta, la adecuada, la única capaz de llevarse toda esa desagradable energía; ni siquiera un sinónimo puede lograr la plenitud expresiva.

Dada la hiperestimulación actual, podríamos pensar en la tremenda generación de energía psíquica que tiene lugar en los sujetos afectados, y en cómo esa energía se expresa en diversos síntomas delatores: compulsión consumista u otras, enfermedades, accidentes, competitividad, sobreadaptación, etc.

La hiperactividad que se genera en la gente por las razones descriptas se canaliza tanto en conductas verbales como no verbales. Las triunfantes y expansivas multinacionales de la oralidad, en especial las vinculadas a las golosinas, constituyen un claro ejemplo del formidable negocio que la incontenible ansiedad humana genera. Paralelamente, la proliferación de locutorios y la masificación de la telefonía celular son otros signos de cómo la ansiedad oral se manifiesta. En este caso, el nuevo fenómeno se halla vinculado al afán de comunicarse por parte de los individuos. Dicho afán constituye un emblema de la postmodernidad, con la energía no verbalizada como el motor principal de ese proceso; esas ansias por comunicarse tendrían como finalidad, justamente, poder descargar parte de la ansiedad, que tal como vimos ha sido generada mediante la extrema estimulación mediática de deseos y necesidades, y la saturación informativa.

Nos encontramos frente a un nuevo y original síntoma: una especie de incontinencia verbal que halla en las posibilidades técnicas (telefonía, Internet) un soporte para magnificarse. Obteniéndose de ese modo hombres hipercomunicados de lo superfluo y subcomunicados de lo esencial.

Decir menos palabras y progresivamente apelar a mejores entendedores es un desafío pendiente. A medida que uno vaya pronunciando menos vocablos, más pensados y más espaciados, seguramente irá jerarquizando su propio discurso, y de a podo acostumbrará a los otros a esa nueva dinámica verbal personal. El objetivo es que, cuando uno hable, las pocas palabras que pronuncie cuenten con el máximo valor; no por ser escasas, sino, más bien, por ser profundas, intensas o ricas en contenido.

*Psicoanalista. www.jballario.com.ar.

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La ansiedad subyace en la proliferación de palabras.
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