rosario

Domingo, 2 de enero de 2011

LECTURAS

Angel

 Por Un cuento de Kensington Lagarto (Beatriz Vignoli).

Angel. Un ángel.

De pie en la capilla ardiente, a la cabecera del féretro, Angel vela el cadáver. Sus alas esmeralda se yerguen hasta el techo como fuego escamado. Cada pluma es temblor de una luz. La alta y leve osamenta es pabilo de un ardor de vela que se estremece como excavado en lo hondo del aire, mientras esplende con un iridiscente resplandor.

El rostro del ángel me mira. No veo sus ojos, porque me los oculta un velo de humo magenta, pero sé de la mordedura de su mirada. Estoy de pie a los pies del difunto y desde allí veo cómo un brazo de Angel rodea los hombros de la viuda, mientras su otra mano acaricia sin cesar el cabello del muerto: suavemente, con una piedad infinita, como si quisiera reconfortarlo del dolor de la agonía, como si ese dolor siguiera allí en ese cuerpo y la mano de Angel pudiera, todavía, aliviarlo.

Entre Angel y la viuda se alza el alma del muerto. Tampoco tiene rostro: es una nebulosa champagne pálido que se expande y se contrae. Por momentos es nube y por momentos es un punto estelar que forma la cúspide de un triángulo. Un triángulo como de ojiva gótica central cuyas ojivas laterales fuesen las cabezas de la viuda (lacia, rubia, lustrosa como agua) y la del ángel.

Sé que desde lo alto el muerto se mira a sí mismo y se ve como yo lo veo: maquillado, trajeado, rígido, con las manos cruzadas sobre el pecho y el rostro inexpresivo (los párpados cerrados, la quijada atada con alambres invisibles) como un mafioso de cine en un velorio de película. Tiene mi misma edad. Yo lo conocía. Hace muchos años, trabajábamos en la misma empresa. Fue extraño entrar y ver su nombre formado por letras de plástico blanco alineadas en una pizarra de terciopelo negro.

Yo no hubiera seguido hasta aquí, pero me atrajo el ángel. Angel que ahora extiende sus alas hacia delante y las veo crecer y oscurecerse. Las alas del ángel ya son de un violeta oscurísimo y se ciernen sobre el féretro marrón y lustroso como élitros de una cucaracha gigante. El cabello de la viuda es amarillo azufre ahora. Un amarillo fosforescente y venenoso, verdoso, del color de la flor de la muerte. La mano izquierda del ángel ya no acaricia levemente el pelo del muerto sino que comienza a arrancar cosas de adentro del féretro. Arranca de ahí adentro pedazos chirriantes de algo que no entiendo bien si son crustáceos o plantas evolucionadas hasta la capacidad de articular sonidos. Salen de adentro del muerto, huyen de su vientre y de su pecho con sus caparazones plateados y la mano del ángel las captura y destroza. Siento náuseas. Pero no puedo huir.

Estoy paralizado. El rostro del muerto vira al turquesa intenso. Abre los ojos y me clava una mirada color naranja. Lo cubre una espuma burbujeante y nacarada, llena de murmullos. Las flores de la cripta, a nuestro alrededor, emiten un zumbido ácido. Desde la bañera en que se ha convertido el cajón, el muerto levanta una mano que es pura osamenta y me señala. Los extraños seres con aspecto de gigantescos insectos del espacio exterior han desaparecido, tragados y deglutidos por las flores, que brillan saturadas, hinchadas. Siguen ante mí: el ángel que acaricia el cabello del muerto; la viuda a la que abraza con el otro brazo, y esa estrella que los triangula y que contempla sus propios restos desde lo alto con piedad.

El ángel me sonríe.

El espacio se altera. Ha mutado la perspectiva del interior de la cripta donde me encuentro. Los pies del muerto se agigantan y su cabeza se empequeñece. Los otros tres me quedan muy lejos. La viuda me reconoce (yo no la recuerdo) y comienzo a caminar hacia ellos, pero el camino se me hace larguísimo, como si el cuerpo del muerto fuera un río desde cuya desembocadura yo tuviera que marchar hacia el origen.

"Me llamó desde otro número"- está diciendo ella. "¿Y yo cómo podía saber que era él. ¿Cómo podía saber que me necesitaba?"

Ahora ella solloza.

"Él te amaba, Gris" dice el ángel.

Sus voces reverberan, amplificadas. Para cuando llego hasta ellos, sus cabezas se han vuelto gigantes. Son cabezas deformes y ocupan todo mi espacio visual. Ya no diviso la estrella champagne pálido.

Caigo en brazos de los dos. Soy atraído, absorbido por sus energías. Toco el cuerpo del ángel, que se ha vuelto blando y pulsátil, como un quasar, como un queso en estado avanzado de putrefacción; lo siento latir con ese temblor falsamente vivo de lo putrefacto. Hundo una mano en su interior y lo siento ceder a mi paso como gránulos de arena. Toda esa materia de él se abre y se ordena a mi alrededor.

"Qué te pasa, Ken" me susurra el ángel al oído. "Sacame esa mano de ahí. Qué te pasa, qué tomaste. Qué te pasa, vos no estás bien" ojo, Gris, él no está bien.

Siento un dolor en la cara: intenso y breve. Lo siguiente que sé es que estoy sentado en un sillón. No sé de dónde salió este sillón. Todo el espacio a mi alrededor es negro y tiembla como dividido en miríadas fractales de diminutos gajos, salvo por un círculo de luz en el centro, cuyos bordes son irisados; allí diviso el divino rostro herido del ángel.

"¿Tranquilo?"

No sé qué responder. La viuda ha desaparecido. Somos él y yo, a solas en un cuarto cuyos límites no alcanzo a percibir. El ángel me interroga: su voz retumba en mi cuerpo, su voz resuena adentro de todo mi cuerpo. Brotan violentos haces de luz blanca de su cara, y todo lo que alcanzo a ver se ha vuelto vigorosamente pulsátil. Va a desintegrarse. En cualquier momento va a desintegrarse todo esto. Lo sé porque los bordes irisados y redondos de la luz ahora se curvan, ondulan y se vuelven negros como un humo espeso.

Siento otra vez el repentino dolor, pero del otro lado de la cara.

"Ken".

"Qué".

"Ken, ¿creés que es fácil para mí?" Lo mataron el sobrino y el hermano de una mina que curtía conmigo, él también curtía conmigo, la viuda no lo sabe, ella también había curtido conmigo, yo no me los busqué, yo nunca los busqué, vinieron hasta mí, no sé cómo. ¿Te creés que esto es fácil para mí, Ken? Tengo el olor de él encima y ya está ahí, ahí donde lo viste, en unas horas va a estar bajo tierra y yo con su olor encima, yo con su gusto en la boca, ¿te creés que esto me está resultando fácil?".

Noto que en el rostro del ángel hay unas manchas oscuras, amoratadas, algo desdibujadas por un intento de cubrirlas con maquillaje base. Me pregunto quién habrá hecho ese trabajo. ¿La viuda del muerto? ¿O la hija de Angel ¿Y quién hizo lo de abajo?.

"¿Qué tomaste, Ken? ¿Cómo podés venir en este estado al velatorio de Walter Oliverio? ¿Cómo podés comportarte así conmigo delante de su viuda y demás deudos? ¿Vos sos consciente del papelón que estás haciendo? ¿Un escritor famoso, con toda la prensa pendiente de vos, venir así, comportarte así, en el velatorio de un periodista? Está lleno de periodistas esto, Ken. Lleno de fotógrafos. Pero no es eso. No es eso, Ken. Es él. Es ella. Soy yo. Es una falta de respeto lo tuyo, Ken. Una conducta muy impropia".

"Tomé ácido".

"Sos un pelotudo, Ken".

"Ya me lo había tomado antes de enterarme. Llegué a casa de cenar con un cliente, me aflojé la corbata y me tomé un ácido. Recién entonces vi el led rojo prendido en el teléfono. Activé el contestador. Ahí estaba el mensaje de Griselda Vitale de Oliverio. Me apuré a venir. Ni siquiera me cambié. Justo me había vestido para ir a cenar con una camisa negra, una corbata negra satinada y traje negro, y zapatos negros: lo que tengo puesto ahora, entonces todo lo que hice fue lavarme un poco la cara y venirme en un taxi para acá. Me fue pegando en el camino. No me había imaginado que era tan bueno".

"¿Qué se dice, Ken?"

"¿Eh?"

"¿Qué se dice?"

"Lo siento?".

"Te pido un taxi".

"Tomá mi tarjeta. Te tengo un trabajo. Pago".

"No me digas. ¿Legal?"

"Depende de lo que entiendas por legal, Piumita. Hace mucho que no nos vemos, ¿no es cierto? Hice mucha guita en este tiempo. No con la literatura, claro. Con la publicidad. Me compré una casa en Atopia que es un palacete andaluz organicista. Tengo una colección de obras de arte. Vivo solo. Todos los días veo el río desde un ventanal enorme en forma de herradura. Yo que vos me escondería. Me escondería ahí. No sé qué hacés acá, si andabas con los asesinos. No vas a poder pagar un abogado con lo que ganás escribiendo esas reseñas maravillosas como la que escribiste sobre mi libro. Un libro como nunca más volví a escribir. Porque no te tenía. Porque no te tenía cerca a vos"

"Sí hay que desnudarse, no cuentes conmigo. ¿Te llamo un taxi?"

"Esperá, esperá. Estoy lúcido. Tus cachetazos me hicieron efecto. Hace tanto que no nos vemos. Te veo y vuelve a mí la inspiración" Quiero que seas el combustible de la pira donde arderé en sacrificio" la obra será el fuego. Y te pago. Juro no tocarte"

"Por lo que me importa tu maldita obra ahora, Ken. Ya no soy un pobre profesor de Letras recién recibido y fascinado con tu talento. Ya no pretendo que hagas nada. Lo único que espero de vos es que salgas de aquí. Ya mismo. No podés quedarte acá, Ken.

"Un contrato. Quiero que vos y yo firmemos un contrato. Como los de Sacher Masoch. Yo me comprometería a no tocarte. Vos, a quedarte cerca de mí durante un plazo que estipularemos de común acuerdo, en el que voy a escribir por fin la continuación de mi célebre primera novela. Si te llego a tocar un pelo, se rescinde el contrato. Vos no tendrás que hacer nada. Solamente estar. Vestido. O como quieras. En mi casa. Y dejarme que te mire. Y servirme de inspiración. Una musa cama adentro"

"¿Ken?"

"¿Qué?"

"Estás completamente loco, Ken".

"Un millón por un año. ¿Qué te parece?"

"Andá a dormir, Ken".

"Un millón doscientos por un año de contrato. Cien mil por mes. Medio millón por adelantado cuando entres. Más casa y comida. Tu hija ya tiene trece o catorce años, ¿no es cierto? Tu chica va a declarar y te va a llegar una citación en cualquier momento. Vas a ser imputado. No querrás quedar preso mientras avanza tu causa: Cordelia cumpliendo quince años y el padre en cana. No querrás que vaya a pasarle nada, ¿no es cierto? Te ofrezco seiscientos mil en efectivo por adelantado ni bien pongas la firma.

"Salgo ahora mismo y te busco un taxi, Ken".

"Rajás. Zafás. Pensalo".

"Andá a dormir, Ken. En un minuto llega tu taxi".

"Pensalo. ¡Llamame mañana!"

"Ahí viene tu taxi. Adiós, Ken".

"Nos vemos. ¡Espero tu llamado!".

"Estás hablando con un hombre, no con un pedazo de bofe, Ken - me dijo el ángel cuando ya estuvo a suficiente distancia como para que yo no pudiera contestarle.

Igual guardó mi tarjeta en su billetera.

Aquello me daba esperanzas.

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Imagen: Obra de Marcia Schvartz.
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