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Domingo, 2 de agosto de 2015

CIUDAD › LA ESTATUA DE JUANA AZURDUY IRRUMPE Y DESATA CONTROVERSIAS.

Los próceres de la presidenta

En estos días asistimos a un monumentalismo de cuño estatal pleno de vigor cultural. La estatua de Juana Azurduy disparó el debate. No podía ser de otra manera, pues se halla en curso una operación reconstructiva de la que no habíamos conocido ningún antecedente. Integrar en el gran linaje de la patria americana a una mujer combatiente de ascendencia indígena.

 Por Juan José Giani

Reflexionemos sobre una situación que suele tornarse embarazosa. Un estadista relevante rememora ante un auditorio masivo algún aniversario célebre de la patria. En ese escenario el dilema es recurrente. O bien el orador circunscribe su retórica a una exaltación del prócer de turno que confina su ejemplaridad al puro pasado, o bien traza una épica en la cual aquellos méritos primordiales encuentran encarnación en las acciones de ese gobernante que encabeza los festejos.

En el primer caso, el discurso político limita su vocación autolegitimante y se refiere a los hechos que se recuerdan con una especificidad que repele cualquier intromisión del presente. Esa mirada respetuosa de los acontecimientos puede devenir ritualista y anodina, pues le quita a los pergaminos culturales toda aplicabilidad a una coyuntura que es la que más interesa al pueblo que hoy se congrega.

En el segundo, la operatividad política de la historia brinda a los vivos una valoración ética que llena su tarea de atractivos, pues los movimientos heroicos que mentamos se insertan en las luchas actuales auxiliando sus dimensiones más dramáticas. Esa reconstrucción simbólica, claro, siempre roza la manipulación y la exégesis forzada, lo que conlleva el riesgo de conducir a nuestras comunidades hacia el error leyendo con descuido el pasado.

El debate muestra varias aristas, siendo una de ellas el cómo elaborar la escenografía de esas festividades patrias. ¿Son esperables contingentes de ciudadanos que con la sola bandera celeste y blanca concurren para circunspectamente honrar al batallador eminente? ¿O es también aceptable movilizar grupos partidarios que aprovechan la ocasión para apoyar la candidatura de perengano, reclamar por derechos que le están siendo conculcados, o plebiscitar al Presidente que viene siendo acosado por los mismos pérfidos enemigos que permanecen desde los instantes natalicios de la nación?

Si ocurre lo primero, un instante de fraternidad simbólica reconstruye lazos comunitarios que la puja política tiende a disolver, si acontece lo segundo adquieren mayor volumen denuncias contemporáneas sin las cuales los archivos de la Argentina carecen de toda densidad interpretativa. Nuevamente, si ocurre lo primero, honrar a los muertos nos permite congelar temporariamente aquellas fracturas que alteran a nuestra identidad, pero al precio de suprimirlas falsariamente. Si ocurre lo segundo, tiembla el protocolo reforzando el desempeño del político de turno, con el costo que supone ignorar las complejidades de figuras que son siempre más (o menos) que los que nos interesa momentáneamente de ellas.

Está aquí en juego, claro, la ardua relación entre historia y política. Las naciones, sabemos, no toleran una invención permanente, pues su trama social, sus manifestaciones culturales y sus modos de convivencia resultan de acumulados vitales que se cuentan por décadas o centurias. Ciertamente los hombres se reservan márgenes de libertad, pero siempre al interior de procesos de interacción sin los cuales la lógica de sus comportamientos se tornaría indescifrable.

La política, por tanto, en tanto disciplina que procura conducir grupos sociales de cara a un proyecto de futuro, queda huérfana de un insoslayable fundamento si desatiende la cadena de sucesos que da carnadura al sujeto soberano. Por lo cual no hay, hubo ni habrá política sin interpretación de la historia, emprendimientos militantes sin intervenciones selectivas en el pasado, banderas programáticas sin oxígeno axiológico que provenga de las canteras de lo ya sido.

Sin embargo, esto que suena entre notorio y sencillo, no lo es de ninguna manera, en la medida que esos mensajes sapienciales valen fructíferamente como tales solo si no resultan tergiversadas por el mero oportunismo del político acechado por las penurias del presente. De otra manera, y aunque suene paradójico, ciega queda la política que recurre al pasado como prestigiosa justificación de lo que ella ya resolvió por sus propios medios. La política, condensación de intereses en pugna y marcos doctrinarios, escucha voces ancestrales en un marco interpretativo que será siempre parcial, siendo que esa parcialidad invisibiliza zonas de lo real que de ser mejor ponderadas salvarían al gobernante de algunos de sus extravíos.

Se dirimen aquí también los vínculos entre mito y ciencia. Recuerdo una frase de Beatriz Sarlo a propósito de la película de Fernando Solanas "Los hijos de Fierro", filmada en 1974 pero estrenada comercialmente en Argentina luego de la dictadura. Allí el cineasta, tomando una expresión del filósofo Carlos Astrada en su libro "El Mito Gaucho", emprende una relectura del poema de Hernández que liga la errancia del famoso gaucho interdicto con el exilio del General Perón y la posterior resistencia popular que permitió su retorno al país.

Operación mítica por excelencia, pues apela a un linaje sustancial (los efluvios antropológicos de la vida pampeana) para abastecer un antagonismo político de altísima contemporaneidad. Sarlo, entusiasmada por la factura estética del filme, recela sin embargo de su dispositivo analítico. "Los mitos impiden pensar", señaló, puntualizando en cuanto esa estridencia simbólica obstaculizaba apreciar la ristra de matices que jalonan cualquier forma de transmutación histórica.

Y los mitos, sin embargo, allí están, impertérritos. Glorias fundantes sin las cuales los cuerpos colectivos deambulan extraviados por el mundo, homogéneos relatos de origen que dan consistencia a naciones que pretenden erróneamente existir desde siempre. Los espíritus críticos por cierto desconfían, pues ven en ello una clausura autoritaria de lo polémico, la cristalización impostada de lo que debe ser constantemente interrogado, un desprecio por la razón que pulula en sociedades inmaduras.

La arquitectura mítica no obstante, no es patrimonio exclusivo de pueblos adolescentes o culturas deficitarias. Tenemos a nuestro José de San Martín como Francia tiene a su Juana de Arco, dando testimonio de que la búsqueda de una existencia social estabilizada abarca a todos los niveles del desarrollo.

Pues bien, estas cuestiones de potente densidad conceptual, han sido sin dudas reavivadas por el kirchnerismo. Movimiento de pretensión fundacional que indaga satisfecho su propia genealogía, épica nacional﷓popular que pregona que su mandato no es puro decisionismo de un líder sino continuidad de gestas que ya transitaron otros. Recuperando el sable corvo del padre de la patria, instituyendo un feriado por la Vuelta de Obligado o utilizando cada fecha egregia para convocar al Frente para la Victoria y lanzarse contra los fondos buitre son algunas de las señales más contundentes de una hermenéutica combativa.

Los que siempre apuntan a desacralizar cualquier relato hacen oír todo el tiempo su voz de enojo. ¿Por qué destinar apenas 5 minutos del 25 de mayo para mencionar a los hombres de la independencia y exagerados 45 para ensalzar las supuestas virtudes de un circunstancial gobierno? ¿Por qué exaltar la Vuelta de Obligado (pregunta por ejemplo José Carlos Chiaramonte) cuando en aquellos días no había cabalmente nación y en la discusión por la navegabilidad de los ríos interiores las provincias argentinas estaban más cerca del discurso invasor que del falso americanismo de Juan Manuel de Rosas? ¿Por qué (preguntaba Tulio Halperin Donghi en su último libro) insistir con la apología de Belgrano, un militar mediocre que solo pretendía agradar a su padre y del que ya se había burlado en su oportunidad el mismísimo Coronel Manuel Dorrego?

De desmitificar se trata claro, para evitar que el autoritarismo que tanto los incomoda de este gobierno se sostenga en las luces indiciarias de la historia. Contradicción performativa sin embargo la de los denunciantes, pues condenando el espurio pacto entre aspiraciones de la política y pasado sucumben frente a él, solo que procurando que los consensos cívicos se orienten en un sentido exactamente inverso al auspiciado por nuestra Jefa de Estado.

La incursión del kircherismo en la historia ha tenido sin dudas episodios reprochables. El anacrónico neorevisionismo que circuló en el manifiesto liminar del frustrado Instituto Dorrego fue el más saliente de ellos. Mera resurrección de un binarismo que nada agrega y casi todo oscurece. Simplificación intelectual que en nombre del repudio a la historiografía liberal termina incurriendo en algunos de sus peores vicios.

En estos días sin embargo asistimos a un monumentalismo de cuño estatal pleno de vigor cultural. Una estatua de Juana Azurduy irrumpe en las calles y desata controversias. No podía ser de otra manera, pues se halla en curso una operación reconstructiva de la que no habíamos conocido ningún antecedente. Integrar en el gran linaje de la patria americana a una mujer combatiente de ascendencia indígena. Un testimonio palpable de vida apuntado a que los igualitarismos étnicos y de género beban del acogedor dictamen de las tradiciones.

Interesante síntesis. Mito, historia y militancia en procura de pendientes equivalencias. Para tranquilidad de opositores y académicos eso no debe habilitar el fin de las palabras, sino la apertura de nuevas preguntas.

*Filósofo

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