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Lunes, 17 de marzo de 2008

SANTA FE › EL TESTIMONIO DE QUIEN COMPARTIO LA CARCEL

El ritual de la muerte

 Por José Ernesto Schulman *

A los pocos días de llegar a la Cuarta, trajeron a una compañera. En realidad no la vimos hasta unas horas después, porque cuando la patota traía a algún secuestrado nuevo nos obligaban a voltearnos contra la pared, con la amenaza de que el que mira es boleta. A la muchacha la pusieron en una "tumba" de las del costado, a la derecha de nuestra celda grande que daba al patio. En aquellos días no supe cómo se llamaba y por años traté de averiguar quién era aquella mujer. Sólo hace muy poquito conocí su nombre por una investigación de un periodista santafesino publicada en Rosario/12. Se llamaba Alicia López de Rodríguez, era del norte de la provincia, compañera de un dirigente de las Ligas Agrarias y aún continúa desaparecida.

Lo que sí me acordaba era de que sufría de diabetes, igual que mi papá.

Y que por eso necesitaba comer cada tres horas y que como recibía la misma comida que nosotros (es decir una ración cada veinticuatro horas) caía desmayada en su celda y las compañeras vecinas comenzaban a gritar pidiendo a la guardia que la reanimen. Cuando eso ocurría, toda la población de presos y presas, actuaba al unísono reclamando que le dieran de comer, pidiendo a los guardias que le acerquen un bocado que se había guardado para ella. Sufrió varios días esa tortura extrema de agonizar y revivir constantemente, hasta que la vinieron a buscar. Y no regresó más.

El momento en que la patota venía a buscar a algún compañero era muy fuerte. La patota desplegaba toda su parafernalia. Los guardias mismos se asustaban, y cuando ellos llegaban no hacía falta verlos, se notaba enseguida por el modo en que los locales se movían y hasta cambiaban el trato con nosotros eliminando hasta la menor partícula de humanismo que se les hubiera colado contra su voluntad. Los tipos realizaban un verdadero ritual de muerte: nos ponían contra la pared y al que tocaban el hombro se tenía que dar vuelta e ir con ellos. Y si lo llevaban sin capucha se sabía que era a la muerte, porque el que los veía no podía sobrevivir.

El momento era horrible por muchas razones una de las mayores era que cada uno aguardaba en silencio que la muerte no le tocara el hombro, y no se podía disimular el alivio que se llevaran a otro. Pero el alivio duraba un segundo.

Cuando la patota se iba, el silencio se iba haciendo cada vez más pesado hasta que se notaba en los huevos. Ese silencio era tan fuerte que lentamente nos íbamos dando vuelta para descubrir quién era el que ya no estaba. La pena por el compañero perdido era formidable. Nos empezábamos a hablar buscando convencernos de que a lo mejor esa vez sería distinto y el compañero o la compañera volvería, o que a lo mejor la encontraríamos en la Guardia o en la cárcel. Pero todos sabíamos que eran fantasías. Que si te llevaba la patota sin capucha, no volvías. Que era el fin.

* Fragmento de su libro "Los laberintos de la memoria".

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