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Viernes, 6 de junio de 2008

ES MI MUNDO

Santa Copi

En diciembre se cumplirán veinte años de la muerte de Copi (Raúl Damonte), cuya figura no ha dejado de crecer con el tiempo. En Italia será presentado un volumen que analiza y celebra sus contribuciones a las artes gráficas, el teatro, la literatura. En Argentina, su obra apenas se consigue. ¿Censura o pánico?

 Por Daniel Link

Sería imposible siquiera considerar las líneas fundamentales de la literatura argentina contemporánea sin hacer referencia a la figura de Copi, pero apenas un puñado de fanáticos conocen su obra decisiva. Hace poco, Fogwill publicó una recopilación de textos periodísticos (Los libros de la guerra), uno de cuyos méritos es recordarnos cuán tempranamente él había presentado a Copi a la sociedad cultural argentina, cuyos miembros más prominentes, todavía obnubilados por un puñado de frases sombrías y heterosexistas (“Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres”) consideraron poco serio al recién llegado. Salvo el caso de César Aira, que le dedicó un seminario y una lectura incompleta pero decisiva para las nuevas generaciones de lectores.

Una de las razones de la grandeza de Copi (y del desdén con el que, hasta ahora, su obra ha sido tratada entre nosotros) tiene que ver seguramente con la violencia con la que irrumpe en la escena mundial para proponer una ética y una estética trans: transexual, posnacional, poslingüística.

Eva Perón - Evita Michel Foucault habría planeado escribir un libro sobre la obra de Copi, cuyos borradores (si existen) no pueden ser examinados, de acuerdo con rigurosas disposiciones testamentarias. No importa: Copi ha presentado con extremada claridad su propia filosofía, su radical concepción del mundo (incluido su Dios) como un universo consistente aun cuando toda ley universal (o precisamente por eso) haya sido suspendida, en particular (pero no sólo) la de los géneros y las sexualidades. En una de sus obras teatrales más ambiciosas, La torre de la defensa (1981), la travesti Micheline pregunta: “¿Me prefieres como hombre o como mujer?”. Ahmed, el chongo árabe con quien está hablando, le contesta: “Con los anteojos, como hombre; con la peluca, como mujer”. Lo que Micheline y Ahmed saben es que preguntas tan “importantes” no deben contestarse apelando a categorías trascendentales sino desde una ética trans: hombre y mujer no son identidades, sino soportes de utilería para identidades imposibles (“seremos monstruos monstruosos”, proclama Cachafaz, el sainete de Copi). Es sólo una cuestión de accesorios. Masculino/ femenino es un sistema de oposiciones que ya ha pasado de moda, “y aquí yo me río de las modas”, se lee en El uruguayo.

Esa, una de las mejores nouvelles de todos los tiempos, culmina después de varias catástrofes antropológicas y políticas imposibles de resumir, en una escena matrimonial entre el narrador (llamado Copi, como casi siempre en las novelas de Copi) y el presidente de Uruguay, que ha conseguido escaparse de la lascivia del papa argentino, que lo ha secuestrado para entregarlo a la prostitución en burdeles de este lado del Plata, después de haberlo sodomizado a su antojo. Esa reflexión conjunta sobre la categorización de lo viviente (animal/ ser humano, hombre/ mujer, sodomita/ madre, andrógino/ extraterrestre) y la soberanía política (amo/ esclavo, sagrado/ profano) es el rasgo menos comprendido de la obra de Copi, cuya gracia infinita a veces nos impide ver la seriedad de sus postulados.

Cuando se levanta el telón de Eva Perón (la obra que todavía no puede montarse en Buenos Aires), lo primero que dice Evita es: “Mierda. ¿Dónde está mi vestido presidencial?”. Una pregunta semejante, llegado el caso, carece por principio de género asignado, y por eso Copi (sin señalar esa circunstancia en el texto, con lo cual queda como pura contingencia), hizo que el actor Facundo Bo representara a Evita en su estreno parisiense en 1970. La decisión (pero, ¿era una decisión?) no pasó inadvertida para algunos sectores de la internacional argentina, que mandaron a un comando a escribir en las paredes del teatro de l’Epée-de-Bois la graciosa leyenda “Vive le justicialisme”. En Buenos Aires, el diario Crónica tituló “Inaudito: un actor hará de Eva Perón”. Muchos años después, cuando Copi estrenó El mundial (1978), todavía recordaba: “Copi vuelve a ofender a Argentina”.

Naturalmente, el interés de Copi no era ofender a nadie, porque en su obra la ofensa no tiene lugar, como tampoco el tiempo y el recuerdo, es decir: el rencor: “Creo haber ahogado todos mis tangos en las arenas movedizas del olvido”, escribía poco antes de morir. Lo que a Copi le preocupaba de verdad era aprovechar esas arenas movedizas, el derrumbe de las categorías trascendentales y la aparición de nuevos sujetos sociales, dos circunstancias decisivas en la década del setenta (es decir: post ’68), para proponer una antropología y una soberanía nuevas.

Trans La propuesta de Copi es sencilla: se trata de oponer al Estado-Nación y sus ficciones guerreras la idea de comunidad (posnacional y, al mismo tiempo, imposible). Ese dispositivo era para Copi el teatro (y no la cultura: El homosexual o la dificultad de expresarse, se llama una de sus obras). Es, además, el tema de La internacional argentina, tal vez su novela más dogmática. Y es algo que recorre toda su obra bajo la forma de la apropiación lingüística: “He preferido colocarme en el no man’s land de mis ensoñaciones habituales, hechas de frases en lengua italiana, francesa y de sus homólogas brasileña y argentina, entrecortadas con interjecciones castellanas, según la sucesión de escenas que mi memoria presenta a mi imaginación”, escribió Copi en un manuscrito que se guarda en la abadía normanda de Ardenne donde funciona el instituto francés de manuscritos.

Copi, que es un argentino de París (y no un argentino en París, como nunca fue un parisiense o un uruguayo en Buenos Aires) rechaza la identificación con una lengua, con un Estado, al mismo tiempo que rechaza todos los demás trascendentales. Propone una estética trans: transnacional, translingüística y transexual, en el sentido en que lo trans debe entenderse, como el pasaje de lo imaginario a lo real. Por eso en el universo-Copi no hay homosexuales, ese invento desdichado del siglo XIX (y los pocos que hay mueren en La guerra de los putos), sino locas. Locas desclasificadas y de-generadas. Locas fuera de todo sistema clasificatorio. Incluso, como en La torre de la defensa, “una verdadera mujer, de esas que te cagan la vida”.

Ese pasaje de lo imaginario a lo real explica el increíble dominio de la peripecia tanto en el teatro como en la narrativa de Copi. Foucault le trasmite, cierta vez que se encuentran en los Baños Continental, su temor de que pudieran estallar las calderas. Copi lo toma al pie de la letra (sabe que los terrores imaginarios se trasmiten como la peste) y escribe una memorable secuencia en El baile de las locas donde hace estallar las calderas foucaultianas. Así funcionan una estética y una ética trans: Copi realiza el imaginario, desde el comienzo y hasta su última obra, Una visita inoportuna, donde el protagonista está muriendo de sida. En el final de El uruguayo, el narrador Copi encuentra la razón por la que ha llegado a Montevideo, que durante los años previos se le escapaba: alcanzar la santidad. Nos conviene recordar a Copi de ese modo.

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Imagen: Jorge Damonte
 
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