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Viernes, 23 de abril de 2010

De la mano de papá

 Por Pacha Brandolino

Nunca hubiera imaginado que 20 años de militancia como puto-rebelado-de-su-familia se iban a terminar con dos llamadas telefónicas y un ataque de mansedumbre totalmente excepcional en el marco de mi mal genio nato y ahora middle-age.

En efecto, me había plantado frente a mi padre, a los veinte, al grito de: “Nada de hijo modelo: para que lo sepas soy zurdo, uso drogas y me la morfo ¿te gustó?”. Y de ahí en más, cortina de hierro, guerra fría o guerra atómica; depende el caso.

Años de lapso entre cada vez que nos veíamos y la cosa iba de mal en peor. La última había sido en la operación de venta de la casa familiar, donde me dirigí a mis hermanos refiriéndome a él como “este sujeto”.

Todo bien sazonado con el condimento de una memoria de hijo de madre multípara, abandonada a su suerte por “el sujeto”, muerta temprano en brazos del cáncer. Siempre me vi dentro de un relato de Coetzee.

Así las cosas, sucedió súbitamente que me soñé cuidando a un padre anciano. La pálida imagen de esa posibilidad, más los cuarenta, más las ganas de no sé qué clase de calidez, me pusieron hace dos años el dedo en el teléfono para el día de su cumpleaños. Respuesta sorprendida, y todo lo que me imaginaba estaba allí, se diría que esperando pero no.

Dejé pasar el tiempo y fijé el límite en mi propio cumpleaños. Por último, tenía derecho a no darle más bola al hijo que, de entre todos, más le había ladrado todos estos años. Casi sin sorpresa, pero con mucha satisfacción, cinco meses mediante, el día indicado a las siete y cuarto de la mañana dejó en mi contestador: “Hijo... ¡Feliz día...! soy Papá”.

Le respondí la llamada y continuamos como decíamos ayer. Durante un año y pico se preocupó más que yo por mantener vivo y lozano ese diálogo que ninguno de los dos sabía muy bien cómo continuar. Ayudado por su increíble elocuencia e hilaridad y por la buena voluntad de ambos, zanjó diferencias y escollos, evitó recuerdos desagradables, abrevó en expectativas, menudas, breves.

Hace poco tiempo recibió el diagnóstico. No era terminal, pero se complicó. Y se complicó la complicación. Tuvo tiempo de dejarle a una de sus nietas, transformada en heralda voluntariosa y solícita, un mensaje para cada hijo. El mío fue maravilloso.

En todo esto pensé cuando, despidiéndome de él en la sala de terapia intensiva, ya ido y sonriente, apoyé mis manos sobre las suyas, cruzadas como se las cruzan a los muertos encima de la panza. Y comprobé que las mías, de las que me jacté toda la vida por grandes, nudosas, de alguien con carácter, resultaron chicas en la comparación. Encima de las suyas lucían regordetas, improvisadas. Curiosa manera física de comprobar el tiempo perdido. O ganado.

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