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Viernes, 22 de abril de 2011

Crónica de una despedida

En la librería Otras Letras, un grupo de amigos del poeta Miguel Angel Lens se reúne para recordarlo a pocos meses de su muerte y va armando allí, acaso sin advertirlo, una especie de peña del adiós.

 Por María Moreno

El local tiene todavía la gracia del embute, de un closet que se abre, pero para adentro, con chafalonías que repiten los colores de la bandera gay hasta en los cubos de sentarse y un fondo de retratos coming out que incluye a Diana Bellessi y Patricia Kolesnicov. Es la librería Otras Letras de Palermo.

No hay presentación, ni fiesta, ni tragos: más bien lo que podría llamarse un fogón de duelo si la expresión no fuera tan triste cuando, en realidad, lo que sucedió fue de risa en risa, con performance y todo, incluido el espurreado de papelitos rojos. El 28 de febrero había muerto el poeta Miguel Angel Lens y ese 9 de abril sus amigos Alicia Gallegos, Ugo Rodino, Marcelo Saraceno, Néstor Latrónico y Wenceslao Maldonado le rendían homenaje. Fue una ¿mesa? rara, ejemplar. Nadie pronunció palabras esculpidas, el repentino silencio o la vacilación parecían menos un error que el fruto de un voto de sinceridad libre de todo narcisismo, de toda ilusión de prestancia, los papeles sólo contenían los poemas del muerto: cada cual dijo uno, como si lo llamara. Luego, el nombre de “Miguel Angel” fue pronunciado como un mantra. Alicia Gallegos contó cómo le prestó su casa cuando no era su casa para que diera talleres de poesía, y cómo él la transformó en editora, deseo que ella no sabía que tenía; los otros lo llamaron “maestro”, pero en un sentido que quedaba flotando y no intimidaba. El actor Marcelo Gamarra se escondió en el baño para prepararse antes de su performance. Wenceslao Maldonado contó que ya la había hecho otras veces y ganado el premio Nexo, y que no sabía si esta vez iba a desnudarse porque en el público estaba la mamá. Marcelo Gamarra salió del baño y dijo: “Justamente vino para impedir que me desnude”.

El hermano de Miguel Angel evocó las trifulcas familiares a favor o en contra de las corridas de toros, en donde la madre era de pro y a los hermanos Lens les salían unas furias gallego-asturianas que son menos paródicas que las italianas y en donde parece que los contrincantes se van a matar para después morir, todo frente a los sifones (hablo como gallega).

Miguel Angel Lens compartía con el poeta Néstor Latrónico, si no una amistad confesional, la intimidad extrema de leerse entre sí y de hacerse maestros en una suerte de formación mutua en la que el sayo de maestro iba y venía: “Calaba en lo hondo del poema para llegar al subconsciente, con el que tenía el don de conectarse sin un proceso mental y lo perseguía por ángulos impensados; era deslumbrante, como ir por un túnel para llegar a la luz”. Lástima que esta metáfora haya sido raptada por Víctor Sueiro, como experiencia real del retorno de la muerte, porque nadie pudo eludir, al menos en esa noche y para evocar al poeta, variaciones de la palabra “luz”.

A menudo lo vi a Lens en alguna caminata por Corrientes, sentado en el café La Paz, no muy lejos de donde se sentaba David Viñas, los dos inclinados sobre sus libretas, desatentos de los cafecitos, como si escribir con el cuerpo no necesitara ingesta alguna. Poco podían advertir que, tan cercanos de escritorio como Bouvard y Pécuchet, eran dos topógrafos opuestos, pero imprescindibles de la ciudad: para uno, Buenos Aires venía cortada al medio por la batalla de Caseros con un fondo de balazo en la sien de Lisandro; para el otro, un jardín de las delicias a ganar por los bordes en donde cada letrina es un templo del Buda de Jade; cada cardo de andurriales, el ikebana áspero de las nupcias del culo, pero también el taller literario de Gerli, el de San Benito de Palermo, el de San Telmo: Lens sabía que la gratuidad de la carne se corresponde con la ciudad gratis de las lecturas de poesía, del cine club y del recital al aire libre, por eso parecía sentirse invitado por todas las gacetillas y su rostro, que no envejecía, podía asomarse tanto a una conferencia alrededor de una mesa oval y suntuosa del Instituto de Letras de la calle 25 de Mayo como a un video sobre Rodolfo Walsh en un cabaret improvisado del Rojas. Parecía vivir del aire y de puntillas. Sin embargo continúa, coherente, en finos libritos que a menudo lanzaban a una editorial y no al revés, y fue haciéndose una obra: Los poemas de Jimmy Barrett (el sureño), Jaschou (1992), Arolá (1994), Sed de Querelle.

Latrónico lo recuerda en zapatos con plataforma, campera beat y flequillo. Su poesía enhebraba política, rock, tango y cultura homoerótica en una misión de placer que no se dirimía por el orgasmo o la angustia sino por la mala o buena suerte.

“Era un soñador a pesar de todo –cuenta Latrónico–. Para Miguel Angel, el dinero era una incógnita: no podía relacionarse con nada del mundo material y eso le generaba una cantidad de problemas que luego ponía bajo la alfombra. Era un Peter Pan moderno. Nunca escribió nada sobre la enfermedad de su madre, a la que cuidó hasta que no pudo más, sobre las cosas fuertes que había pasado; yo le traía un poema dramático y decía: ‘¡Qué terapia, cuántas cosas de encima te sacás con esto! No le decía nada, recién ahora se me ocurre que debería haberle dicho: ‘¡En cambio, vos solamente todo lo bello!’. Y era cierto: él quería un mundo de felicidad que reflejara sus andanzas y ninguna otra realidad. Eso no fue aceptado. Era un poeta maldito, pero moderno. Su temática era muy caliente no porque hablara de sexo sino porque no encajaba dentro de los parámetros sociales.”

¿Qué habrá querido decir Latrónico? ¿Que en el siglo de la dimensión trágica, del sida literario en clave Hervé Guibert o Reinaldo Arenas, del SM tecnológico y el parate del matrimonio (al menos en los papeles), la verdadera maldición es querer arrancar una sonrisa a “las mariquitas de arboleda”?

“Un pendejo / se ha perdido / ay qué calamidad / (en el baldío de la otra cuadra) / con un chongo de rodillas / seguro lo encontrarán.” Nurcery rhimes para niños viejos que desde siempre han preferido las ballerinas a los zapatos patria, el jazmín a las cebitas o que simplemente ha venteado temprano desde casa los aromas del bosque en donde están las criaturas de la seducción, las hadas urgentes entre los padres y la escuela (el lobo, los leñadores, el amante de Lady Chatterley, los gitanos).

Para Miguel Angel Lens, la literatura renegaba de las jinetas, incluso de las del maldito –“Son las ocho, ¿a qué hora tengo mi abismo?”, decía Renée Vivien–; no citaba para autorizarse sino que tenía una cita siempre nueva con el “chongo dios del fangal”, por eso cuando tomaba una frase de Jean Genet, de Sandro Penna o de Fassbinder, lo que hacía era apelar al uso común entre compañeros de un yire áureo.

Mea culpa inútil: haber pospuesto siempre la nota a ese con quien me topaba en todas partes, y con quien a veces charlé con una soltura sentimental no bien vista en los cenáculos cínicos o los “hoy por vos, mañana por mí”. Me mostraba unas ediciones a mano con dibujos de línea fina que recordaban a los marineritos de Cocteau, pero con las volutas de las manolas de Lorca.

Néstor Latrónico dijo con coraje: “Si estos homenajes ocurren cuando el otro no está, quizá sea porque alguien como él es quemante, alguien con el que no se puede convivir; también es un competidor en un mundo en donde cada pequeño espacio se disputa. No era político. El no negociaba nada”. Aplauso de la cuñada: “Esa es la síntesis de Miguel Angel”.

En las paredes, fotos de juventud de Lens, Maldonado, Gamarra, peinados afro, remeras, la flor de la edad evocada sin nostalgia, como una constatación o para un titeo mutuo.

“Gocé / y gocé / hasta volatilizarme”, escribió Miguel Angel Lens. Y lo hizo.

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