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Viernes, 15 de julio de 2011

¿Y por qué no en París?

 Por Alejandro Modarelli

Junto con la imagen que reproduce la votación favorable en la Cámara de Senadores, una sensación de modernidad recorre esa madrugada de julio de 2010 la Plaza del Congreso. La multitud gltbi busca certificar en las pantallas la gran noticia, y con azoro celebra lo imposible: fue el orden compulsivo de la tradición heterosexual, y no ella, quien ha salido finalmente lastimado en la batalla por el matrimonio igualitario.

Algunos discursos de aquella sesión memorable merecen incorporarse a una antología sobre los fantasmas que nutren el ser nacional. La señora de Duhalde acosada por la psicosis del exterminio (el inminente tráfico de esperma en los puertos de la república y un congreso alucinante de niños argentinos abusados por visitantes extranjeros) expande fantasmas de la antipatria ocultos en el proyecto de ley sin temor al ridículo, y si es necesario apelar a la integridad edípica de la nación para detener la amenaza, pues se apela. Chiche Duhalde quiere anunciar que con esto se destruirá la red simbólica que nos regula, que se confundirá la ley del padre con la ley del hijo, el varón con la mujer, las manzanas con las peras, y dará entonces lo mismo un maricón que su marido. Que no habrá ya un padre como el ex presidente que pueda guiar a la comunidad organizada, del mismo modo que Moisés guió a los hebreos hacia su propia historia. Las maestras jardineras manosearán a los chicos que se volverán idiotas, Néstor Kirchner se colocará implantes mamarios y Cristina se prostituirá como Heliogábalo en la puerta de la Casa Rosada.

El amigo francés que me acompañaba agradeció a la historia por estar en Buenos Aires para semejante acontecimiento, y se preguntó por qué no pasó en Francia. La pregunta que se hizo Hervé aquella noche podrían seguramente responderla muchos psicoanalistas de la escuela lacaniana francesa, que se movilizaron en los años noventa contra el reconocimiento jurídico de uniones gltbi, el Pacs (“reivindicación frenética de los homosexuales”, llegaron a decir) e influyeron entonces en los diputados y, por lo que se ve hoy, hasta en el Tribunal Constitucional que rechazó unos meses atrás el planteo a favor del matrimonio de personas del mismo sexo, superador del Pacs.

¿Qué temían entonces, qué temen hoy, muchos de los intelectuales franceses lacanianos que Chiche debió haber leído para darle un poco más de lustre a la paranoia? En Herejías, Didier Eribon recopila algunos argumentos del debate francés que merecen un sitio en el panteón de los dogmas cristianos. La preservación de la “diferencia de los sexos” (sin la cual la civilización, parece, caería en una erótica apocalíptica, bajo cuyo imperio los niños se volverían femeninos y psicóticos) es uno de los tantos slogans que usó, por ejemplo, André Green. La autoridad del Padre así defendida contra una ley que iguala derechos de heterosexuales y homosexuales, y que lo humilla, cobija las tablas de Moisés y hasta las encíclicas papales, antes que a Freud mismo.

Resulta que sin Padre estructurante no habría en Francia forma de que Las Luces pasaran de generación en generación, y si hay derechos universales del hombre y libertades civiles y laicismo y hasta Marqués de Sade no debe haber en cambio adopción por parte de parejas del mismo sexo, porque si no todo ese orden cultural se desmorona. Miren a los hijos de inmigrantes del suburbio, decía una candidata presidencial socialista junto a Sarkozy: Se levantan contra Francia porque no tienen familia bien constituida.

Tal vez por eso, Hervé, en Argentina sí y en Francia no. Será que en el país se pudo aprovechar un momento único, en el que el estado declinó en estas cuestiones (no es poco) la autoridad masculina, y se propuso fraterno con las luchas históricas de la comunidad gltbi. Será que nuestras Luces fueron entonces más intensas y modernas, el tibio laicismo más laico, Macri menos Macri. Muchos injuriados, redimidos.

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