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Viernes, 15 de julio de 2011

El revés del Derecho

 Por Paula Viturro

Quien asume un compromiso con la lucha antidiscriminación sabe que, le guste o no, gran parte de sus batallas se librarán en el pantanoso ámbito del Derecho. En la modernidad –y en especial a partir de la amplia aceptación que tuvo el positivismo jurídico a lo largo del siglo XX–, el discurso del Derecho se caracteriza por presentarse a sí mismo como objetivo, neutral y apolítico. Al describirse de esa manera, es decir como ajeno a la ideología, el Derecho consagra una ficción de ecuanimidad que aseguraría la legitimidad de sus elecciones. Dicho en otros términos, el discurso jurídico se preserva de tener que dar cuenta de las razones de sus elecciones, y así se instituye como una herramienta especialmente útil para unos y peligrosa para otros/as.

Los movimientos antidiscriminación contemporáneos saben, desde hace mucho tiempo, que el costo de reivindicar derechos es alto. Lo saben desde el momento mismo en que se consagraron con pretensión de universalidad los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Tomemos por ejemplo a las mujeres. Olympe de Gouges, quien mantuvo una intensa actividad a favor de la abolición de la esclavitud y en 1791 escribió la famosa “Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana” a fin de denunciar que las mujeres habían quedado fuera de la ciudadanía consagrada por la revolución, fue guillotinada.

Podríamos citar muchos otros ejemplos, que nos llevan a preguntarnos por el valor o la pertinencia de la lucha por los derechos. A reflexionar acerca de por qué, a pesar de ese costo, continúan al día de hoy. A la luz de esas historias es posible hacer una lectura pesimista y fatal de sus implicancias, que disuada a los movimientos críticos de involucrarse con el Derecho más allá de su denuncia, y que los inste a preservarse del placebo del reformismo legal. Sin embargo, como señalara la feminista afroamericana Patricia Williams, la renuncia de un derecho sólo es posible para quien lo tiene. Por eso en tono irónico afirmó que “el Olimpo del discurso de los derechos puede ser efectivamente una altura apropiada desde la cual quienes están en el extremo rico de la desigualdad, quienes ya tienen el poder de los derechos, pueden querer saltar”.

Hoy, a un año de la promulgación de la ley de matrimonio igualitario, tenemos la oportunidad de evaluar sus consecuencias y de ensayar otras lecturas más complejas. Si algo quedó comprobado tras el debate parlamentario que precedió a la ley, es que la fe en las certezas no comulga con la diversidad.

Una primera cuestión es la relacionada con los límites del concepto de igualdad. La ley, al consagrar el matrimonio igualitario, estableció como patrón normativo el matrimonio heterosexual. La igualdad no es un valor que se predica en abstracto y, por lo tanto, cualquier demanda estructurada en términos de igualdad tiene por límite las aspiraciones de quienes ya gozan del derecho reclamado. Existen otras estrategias antidiscriminatorias, y su elección depende de la concepción política que las sustente. Podríamos preguntarnos e imaginar cómo sería hoy la sociedad si se hubiera consagrado otra estrategia, por ejemplo una que dé cuenta de las organizaciones familiares que exceden el marco matrimonial. Podemos también preguntarnos qué posibilidades de éxito hubiera tenido antes de la ley de matrimonio igualitario, y/o cuáles podría tener ahora.

Aquí se abre lo que entiendo es la principal consecuencia de la sanción de la ley. El debate que la precedió puso en evidencia que la neutralidad que el discurso jurídico predica de sí a través de sus operadores es una opción política. Que, aún en las condiciones más desfavorables la discusión pública de la legitimidad democrática de los relatos que se ponen en juego, vale la pena. Que a veces el principal logro de una disputa legal no es el derecho en sí, sino las posibilidades que abre, los relatos que cuestiona o autoriza. Debatir si un orden es natural o no en un ámbito legislativo, tal como ocurrió con la ley de matrimonio igualitario, nos asegura que en lo sucesivo nadie puede alegar como único argumento, que algo es natural sin comprometer la legitimidad democrática a su afirmación. Si algo quedó expuesto en el debate parlamentario, es que todo es político, incluida la noción de naturaleza, y que por lo tanto todo orden es discutible y contingente.

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