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Viernes, 22 de agosto de 2008

SON

A flor de piel

La homofobia, acorralada por el derrumbe de tantos prejuicios, fuerza su creatividad y brinda sus gemas: estudios pseudocientíficos que hablan de bacterias en la piel de los gays, burdos ataques a monumentos, amenazas bíblicas. El nuevo ghetto de la homofobia inmaculada se organiza.

 Por Marta Dillon

Ser gay daña la propia piel y la de los otros. El mecanismo es sencillo: basta que se toquen para que entre los cuerpos circule una “bacteria que deteriora tejidos por anomalía sexual”. Así fue publicado, así lo afirman los especialistas en dermatología consultados por la revista gratuita Al Salam, que circula en Alemania haciendo gala de una imaginación rudimentaria, pero con aires de ciencia, puesta al servicio del miedo. El problema estaría en la superficie, a flor de piel, ¡se va a notar! en Alemania, y al mismo tiempo que se difundía el peligro de ser gay se atacaba al monumento a las víctimas homosexuales —más de 50 mil— del nazismo inaugurado el 27 de mayo.

La homofobia es así, básica, sin mediaciones; cuando puede expresarse con libertad —sea que el poder o la complicidad del grupo la amparen— genera un vergel de amenazas y consecuencias para quienes se porten mal. Pero siempre en un lenguaje llano, que se entienda, apto para todo público: enfermedades, dolor, tragedia colectiva, catástrofes naturales.

Este mismo año, por ejemplo, Shlomo Benizri, un parlamentario israelí, explicó los terremotos que sufrió su país en febrero en la sanción de leyes que protegen derechos de gays y lesbianas y usó para justificar su apocalíptico discurso textos del Antiguo Testamento. Parece fácil soltar la risa, ¿pero acaso cuando se habla de “sodomía” no se cuela alguna imagen bíblica de culpa y castigo divino?

Esta misma semana la iglesia baptista ultrafanática Westboro llegó a Canadá para explicar —en el funeral de la víctima— que el asesinato sin motivo aparente de una persona es un castigo divino a la tolerancia a los homosexuales. La policía les impidió el paso, es cierto, ¿pero no habrán logrado hacerse ver otra vez, como tirando una bengala al cielo en busca de un cómplice más?

Discursos básicos, sí, tan infantiles como el cuento del cuco, pero repetidos como mantras sirven de alimento para quienes en un rapto de ingenuidad puedan decir: ¡es verdad, yo lo leí! Es que el mundo se está volviendo hostil para esta homofobia inmaculada, blindada incluso al sentido común. Hay que construir un ghetto, un lugar propio donde se puedan inventar sanciones para los otros sin padecer ninguna, juntarse e ir a romper un monumento —codearse y hacerse chistes sobre ése o ésa a la que se descubre en el colectivo ¿por qué no?—. Organizarse para edificar sobre algún consenso mínimo un discurso nuevo y bien justificado. Siempre habrá una voz autorizada para avalarlo. Si la homosexualidad no es una enfermedad para la comunidad internacional, entonces transmitirá otras: ¿o no siguen siendo los gays un “grupo de riesgo”? ¿O acaso su sangre no está sospechada de peligrosa? Por algo no se acepta que la donen ¿no?

El nuevo ghetto parece tonto y sin embargo tiene su estrategia: sus

fantasías se despliegan en terrenos bien regados y saben cultivar brotes del miedo. Aun cuando parezca que lo único que pueden arrancar sean carcajadas.

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