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Viernes, 4 de enero de 2013

ENTREVISTA

La maja en cueros

Diosa del under, pionera en la creación de espectáculos donde las travestis fueron arte y parte, Amina Chachi Azura recuerda los años ochenta mientras explora las bondades del sadomasoquismo en El sumiso, un corto que acaba de estrenar.

 Por Paula Jiménez España

“Yo no sabía que lo que hacía era under. Lo conocía a Chabán, a Diana Baxter, nos conocíamos todos, pero no sabíamos lo que estábamos haciendo. Hacíamos las cosas sin nombre, lo que se nos cantaba, después se fue armando y concibiendo como movimiento. En ese momento no teníamos plata ni nada, todo era re trash. Yo no tenía un centavo. Nosotros veníamos de la represión, con mucha violencia contenida. Después, se vino la segunda noche: gran parte de la gente murió por el sida. Parte del elenco de mis obras murió. Eran todas travestis. Una noche muy oscura”, cuenta la directora y artista plástica Amina Chachi Azura. Y lo que le siguió a toda esa tristeza, dice, fueron los años de aislamiento, la silenciosa elaboración de aquel dolor. El fuego que en los ’80 encendía el under porteño comenzaba a extinguirse con las primeras ausencias, pero dejaba su marca. Amina recuerda, entre otras cosas, aquellas épocas en que el amor, lo sagrado, el arte, confluían cada noche en La maja, su cantina híper under de Perón y Azcuénaga. “El logo era un cuadro de La maja de Goya —explica— pero con cara de hombre.”

¿Cómo fue la movida de esa cantina?

—Muy propia de aquellos años. Nos quedamos sin plata y sin terminar de remodelarla la abrimos. Era un lugar particular, porque estaba semi en ruinas, tenía en el medio una montaña de escombros que nunca sacamos y al lado un escenario. Justo en la esquina había una parada de travestis, que patinaban, es decir, que se prostituían. Y como era el único bar abierto de noche empezaron a venir. Todavía el tema de la silicona no era tan fácil, era difícil acceder y eran travestis muy pobres, a media transformación. Ellas iban y venían toda lo noche y eso hizo que nos relacionáramos bastante. Y había una fonola en el bar donde ellas ponían cumbia y bailaban. Fui tomando confianza y vi que tenían un gran histrionismo, que había talentos muy explotables.

En ese entonces no había muchos bares donde pararan travestis, ¿verdad?

—No, solo existía Confusión, que era una whiskería. Ahí no se las trataba con sensibilidad, sólo podían trabajar sin ser molestadas por la policía. Había mucho rechazo en esa época por el travestismo. Yo empecé mucho antes que El dorado, y que muchos lugares que empezaron a incluir a las travestis en su panorama cultural. A La maja venían muchas chicas. Había una que se hacía llamar “Claudia, la mostro”. Se presentaba de ese modo porque tenía una cicatriz enorme en la cara. Y como había otra Claudia, ella se diferenciaba así: la mostro. Todo lo que yo veía allí fue un disparador para mi arte: ese maquillaje, esa ropa travesti, pero de travesti sin recursos económicos, todas esas imágenes. No estaban producidas, no eran bellas como Cris Miró, a quien también conocí. Ellas venían y usaban el escenario y a mí se me ocurrió que hicieran obras de teatro que escribí y dirigí. Las obras estaban armadas con parte de sus biografías, como para que la actuación no les exigiera tener que componer personajes, algo mucho más difícil. Hacíamos clásicos donde incluíamos sus historias, por ejemplo, adaptábamos Medea a su realidad. Había artistas que nos ayudaban. Jorge Asar, que venía haciendo trabajos de fútbol y box con temática gay. Héctor Leni, otro artista muy reconocido que me ayudaba con las escenografías.

¿Cómo reaccionaba el público?

—El público se reía de las travestis. No lo entendían. No las veían como actrices. Provocaban mucho rechazo en la gente. Intelectuales y artistas, de los que no voy a dar nombres, en ese momento me sugerían que trabajara con “minas”. Decían: “Las obras están bárbaras, pero las recagan los travestis, es muy chocante”. Esa era una palabra que se usaba mucho: chocante.

¿Trabajabas con Klaudia con K?

—Sí, trabajaba con Batato y se vino conmigo una temporada. Ella ya estaba en el under, pero las travestis con las que yo trabajaba eran estrictamente prostitutas. No tenían inserción. Bárbara Volkan al comienzo era un peluquero de Once que hizo todo su proceso de transformación trabajando conmigo. Muy buena actriz. Después se la llevó a trabajar Fanego, que la vio en una función. Era muy impactante. Fanego tenía cierto resquemor porque la productora de él era muy comercial. Yo le sugerí que no lo dijera y no se dieron cuenta, cuando lo advirtieron ya estaba aceptada.

¿La policía no las jodía en la cantina?

—No, porque había una contención. Era un lugar artístico y ahí no se prostituían. Sí la rondaban mucho, pero no tenían con qué molestar, porque ahí no hacían nada más que actuar. En la calle sí, claro, como siempre.

¿Vos no sentías que estabas haciendo algo provocador o desafiante?

—Sí, claro, yo trataba de imponer eso. Después vinieron mis muestras fotográficas, muy instadas por Federico Klemm. Nosotros nos conocimos a través de un amigo al que él le había comprado obra. Vio mi catálogo y le interesó. Nos conocimos en el bar La Opera. Nos veíamos de modo casi clandestino porque las fotos eran muy osadas para el momento, una estética que no se usaba para nada, una continuación de lo que había empezado a hacer con las travestis en el teatro. Porque ellas, que posaban desnudas, eran también las protagonistas de mis obras.

¿Por qué esa fascinación?

—Porque siempre encuentro que la gente que está tratando de traspasar algo a esos niveles tiene una conexión con el deseo muy interesante y manifiesta. Ese no límite no es un componente para coger y nada más, sino para ver y ser vivido. Esto me parece muy atrapante. Y si a la gente le provocaba tanto rechazo, sobre todo en esas épocas, es porque ellas estaban siendo espejo de lo que otros no podían hacer. Además, visualmente, para mí era muy fuerte ver a estas actrices, estas personalidades avasallantes, arrasadoras, interpretar mis cosas. Eso que ellas mostraban provocaba mucha inquina y rechazo, son en cierta forma un símbolo sexual, porque la sexualidad está muy a la vista.

¿Tus intereses artísticos siempre pasaron por lo sexual? Digo esto pensando por ejemplo en El sumiso, tu último corto...

—Siempre lo mío es con temas tabúes. Sobre todo temas sexuales. Creo que la sexualidad de ninguna manera puede ser reducida, aunque la sociedad de control lo intente: esto es tal cosa, el placer está sólo acá, tenés que coger de tal forma. Y yo creo que la sexualidad humana es inconmensurable, abismal, no me parece reducible ni a roles ni a prácticas ni a géneros. La sexualidad dentro de lo que hago me interesa porque me interesa todo lo que esté manifestado como deseo: es lo único que nos mantiene vivos. El deseo siempre ha tratado de ser domesticado y cuando sale de esa domesticación provoca represión y reacción. Antes eran las travestis, ahora ya cada vez están más integradas a la sociedad, forman parte del sistema. Antes se las asociaba con la falopa y la prostitución, ahora no. Ahora la gente empieza a ver que ellas son personas a las que les pasan las mismas cosas que al resto.

¿Por qué elegiste el tema del sadomasoquismo? ¿Lo practicás?

—No practico el sado, pero me llama la atención la estética, me parece muy teatral. De hecho arman una escenificación con ropas y látigos. Y en realidad llegué a hacer esta película por casualidad, me encargaron hacer un libro para un corto que después se suspendió. Finalmente me decidí por encarar yo el proyecto, con amigos de muy buena voluntad como Verónica Stainoh y Almendra Vilela, que me ayudaron mucho. De todas maneras, este corto tiene tres ejes dramáticos que componen básicamente una obra poética, no es una película exclusivamente sadomasoquista. Por supuesto que está el tema de la represión, como también el tema de la ausencia de deseo que va erosionando a la gente que encuentra en estas prácticas una salida.

¿Por qué la dominatrix de tu corto usa esa peluca como de muñeca?

—Porque las dominatrices las usan. La peluca está dentro de la fantasía sexual muy presente. Puede ser que yo me haya inspirado un poco en la estética travesti para componer al personaje. No todas usan pelucas, algunas usan el pelo recogido. Pero la peluca está presente porque hay una necesidad de verse otro, de entrar en un personaje. Esa escenificación de la que hablás parece provocar la existencia de algo que por sí mismo no surgiría, algo paradójico, por un lado un deseo sexual rotundo y por el otro la afirmación de que si no monto todo eso, el deseo no surge...

—No. Creo que la fantasía es la parte más importante de la sexualidad y está siempre. Siempre hay algo armado, montado en la fantasía. Y como es lo que más calienta en la sexualidad, tiene que haber siempre una estructura fantasiosa. No sería lo mismo que ese hombre supiera quién es esa mujer. O si la ve como una mujer común. No le produciría ese impacto. Lo que se armó como fantasía tiene que seguir teniendo ese poder. Yo no creo que las dominatrices sean todo el tiempo como se presentan en la escena, hay un personaje que arman: malísimas, déspotas, y para eso tiene que haber una cosa de imagen que te lo transmita. Lo mejor de la sexualidad es la fantasía, lo que somos capaces de imaginar, probablemente la sexualidad no sea ya ni genital, sino lo que armás en tu cabeza.

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