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Viernes, 27 de diciembre de 2013

ESPECIAL 28 DE DICIEMBRE DIA DE LOS INOCENTES

Por qué ya no soy puto

Dos colaboradores históricos abjuran de su homosexualidad. ¿Las razones? Variadas: probaron los chicles curativos suministrados por Lux, se comieron un pan dulce abrillantado con lo mas rancio del discurso hegemonico. Aqui, vomitan la cantinela escuchada durante siglos.

 Por Daniel Link

A los 18 años, decepcionado de mi ateísmo, tomé mi primera comunión en una ceremonia navideña para la que me vestí de blanco y durante la cual el coro de la parroquia cantó mejor que nunca. Aunque más adelante me di cuenta de que me dejo llevar por raptos de fe o de humor a lugares remotos (respecto del punto de mi partida), eso no me alcanzó para dejar de actuar como tábula rasa ciclotímica y, cada tanto, me veo transformado radicalmente, como un trompo que cae siempre con la cara que dice “toma todo” para arriba.

Durante un retiro espiritual en San Miguel, que se correspondía con mis nuevas obligaciones eclesiásticas, abracé la causa del amor que no osa decir su nombre en el momento en que, en las duchas comunitarias, empomé a un joven catequista que, antes, me la había sobado en la cucheta de arriba, donde yo dormía.

Colgué, como se dice, los hábitos, porque de mí se podrá decir cualquier cosa menos que soy hipócrita, y el cura había dicho (yo le había oído decir) que el pecado nefando no es compatible con la fe católica.

Durante años, me empeñé en los placeres propios de la perversión sexual, pensando que había allí algo de destino, de sagrado y de protesta anticapitalista.

El entusiasmo de unas tortas amigas me llevó al registro civil: no con ellas, sino con otro hombre. Mis amigos putos dejaron de hablarme.

Pocos años después, cuando había ya cumplido mis cuarenta, mi marido (un magnate de la fotografía, diez años menor que yo) empezó a notar el paso de su reloj biológico y, queriendo a toda costa tener un vástago al que legarle su fortuna, empezó a relacionarse con parejas de lesbianas que quisieran engendrar con él.

Bien pronto nos convencimos de que en vez de esa especie temible que más vale mirar desde la distancia correspondiente a un parque temático, le convenía más bien asociarse con mujeres del común que quisieran compartir la aventura mapaterna con él, ya que yo, por mi condición, le resultaba estéril a sus fines.

Lo más inmediato para él fue, naturalmente, recurrir a su catálogo de modelitos (fotógrafo de renombre y playboy juvenil, había despertado a la sexualidad y a la fama fotografiando los rostros de placer de las mujeres que se garchaba en el momento exacto del orgasmo), y bien pronto empecé a encontrar en mi casa y en mi cama bombachitas abandonadas por unas modelos cada vez más trolas, a las que había que pagarles la cocaína para que se dejaran llenar, como se dice, la cocina de humo. Y después convencerlas de que no abortaran, seguidoras como eran del credo diabólico y liberal del cuerpo.

Mientras se sucedían las sesiones de fertilización sin éxito aparente, yo ahogaba mis angustias en plegarias psicoanalíticas, con un doctor freudiano y tartamudo que se reía de mis desdichas.

Una noche, volviendo exhausto de mis llantos, encontré a mi marido practicándoles unos impiadosos cunninlingus a unas modelitos drogadas. Le reproché semejante entusiasmo, a todas luces poco reproductivo, y él me invitó a comer, a su lado, de los mismos manjares. Yo al principio le grité que cómo me iba a servir de tales platos distantes esas cosas pero después, como él insistía, me abalancé a yantar de estas mesas así, en que se prueba amor ajeno en vez del propio amor, y descollé (como siempre me había sucedido) en la manducación y el chupeteo.

A partir de entonces, aunque nadie dijo nada, nos convertimos en un grupo de asalto y de combate, en unos velocirraptores que cazaban en pareja conchitas tiernas con la excusa de la reproducción, para ablandarlas a lengüetazos y, a dúo, y en el mismo instante, suministrarles la semilla híbrida que habría de prosperar en esos campos arados con herramientas cada vez más entusiastas, cada vez más alejados de la dimensión sagrada del sexo, cada vez más olvidados de nosotros mismos, cada vez más familiarizados, cada vez menos propensos a la aventura y al disenso (es decir, al goce per angostam viam).

Nos volvimos normales como efecto de la presión normalizadora del Estado. Aunque nos hicimos sendas vasectomías, porque nos alarmaba la hipótesis de mezclar nuestro material genético con esas trolas descerebradas que venían a tragársela toda con la esperanza de un retrato.

Y los retratos se multiplicaron, y con ellos el dinero y las obligaciones fiscales. Nos volvimos viejos antes de tiempo (nada te envejece más que una mujer ávida) y yo volví a ir a misa (aunque no cuento nada de todo esto, para no alarmar a las jóvenes del coro cuyas tetitas miro con delectación mientras rezo, las manos en el regazo, para ocultar el bulto).

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