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Viernes, 24 de abril de 2015

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Amor vikingo

 Por Federico Kukso

“Te quiero.” Las palabras se repiten con la fuerza descarnada que cobran al ser emitidas no por Andrea del Boca sino por un vikingo musculoso insaciable, rubio y de ojos celestes. Con dulzura y timidez, las vuelve a decir en espera de retribución. El blanco al que van dirigidas no es una “ella” sino un “él”. El objeto de amor (y deseo) del curioso rey Ragnar Lodbrok, protagonista de la sangrienta pero indiscutiblemente adictiva serie Vikings (que se puede ver en Netflix), es Athlestan, un monje que el enamorado en cuestión secuestró de un monasterio saqueado al norte de Inglaterra.

No hace falta que haya beso o acción bajo las sábanas para constatar que este vínculo homoerótico idílico que se fue gestando durante años entre estos dos hombres es lo más jugoso de esta producción ambientada en la Edad Media: en la relación asexuada pero amorosa de Ragnar y Athlestan intervienen, además de la pasión y la fidelidad mutua, el choque y el acercamiento de culturas (la nórdica y la cristiana), lo debido y lo deseado.

Pero ahí donde se detienen los guionistas –quienes por cobardía o mojaguitería no van más allá del bromance, o sea, aquella relación no sexual entre dos hombres, de confianza y preocupación mutua– toman la posta los fans: al estilo de los romances imaginados entre los personajes de Sherlock Holmes y Watson, el capitán Kirk y Spock de Star Trek (por ejemplo en The Cosmic Fuck) o entre los actores James McAvoy y Michael Fassbender de los X-Men, en las llamadas obras de ficción slash Ragnar y Athlestan tienen largas sesiones de sexo en establos, intervienen en tríos, se vuelven amantes que encuentran las recompensas entre los brazos del otro.

Como dice el mediólogo Henry Jenkins en Piratas de textos: fans, cultura participativa y televisión, la ficción slash es una reacción a la construcción limitada de la sexualidad masculina en tv, cuestiona los estereotipos convencionales. Sus autores son espectadores que se niegan a ser meros receptores, consumidores pasivos. Hacen suyas las historias, las reinterpretan a partir de sus deseos y morbos más profundos para volver a hacerlas circular. Y así, infundirles vida.

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