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Viernes, 2 de mayo de 2008

TAPA

Vigilar y señalar

Lejos de los grandes centros urbanos, demasiado cerca del juicio de vecinos y vecinas, escaparse de la norma heterosexual suele obligar al exilio. Historias en las que el anonimato permite despejar la propia identidad.

 Por Hugo Salas

informe: Paula Jiménez

En todas las sociedades hay determinadas cosas (buenas o malas según quién las mire) que sólo pueden ocurrir —o que ocurren con más facilidad— en el escenario de la gran ciudad, donde el anonimato, la distancia y la falta de contacto vuelven porosas las fronteras del “nosotros”, a menudo responsable no sólo de unir a las personas en grupos sino también de diseñar distintas formas de exclusión. Se sabe: que todos te conozcan, sepan tu nombre y tu historia, esa familiaridad permanente y obligada que para muchos puede ser fuente de contención, para otros y otras se transforma en pesadilla. La misma mirada atenta con la que el pueblo cuida es aquella con la que controla, vigila e incluso, llegado el caso, corrige.

Sin duda alguna, la libre expresión de las sexualidades e identidades de género diversas es un fenómeno urbano y —aunque a veces se lo olvide— muy reciente (demasiado reciente como para tomárnoslo con calma).

Mientras que la ciudad, un poco por proceso ideológico y otro poco por negocio, termina de acostumbrarse al nuevo paisaje, al punto tal que en una escuela porteña una alumna travesti puede ser abanderada, los pueblos siguen estas transformaciones con mucho más recelo. Insultos que se han vuelto si no insoportables al menos políticamente incorrectos en la urbe, tienen plena vigencia a pocos kilómetros, donde la Iglesia —por lo general, en manos de sus elementos más reaccionarios— conserva mayor injerencia en el desenvolvimiento de la vida social (aun cuando sus habitantes, en buen número, no dudarían en calificarse como católicos “no profesantes”).

El peso decisivo de esta institución milenaria que pide disculpas con quinientos años de atraso (pregúntenle a Galileo), resulta evidente al escuchar el testimonio de Sara, actual integrante de La lesbianbanda, que lejos de provenir de un pueblo argentino o sudamericano (a los que un descuido podría imputar cierto “atraso ideológico” ligado a la supuesta modernización frustrada del Tercer Mundo) proviene de un pueblito en una de las grandes naciones industrializadas: “Mi pueblo se llama Trevisso, está en Italia. ¿Cómo es allá? Hace un año, nada más, salió publicado en el Corriere della Sera que el alcalde dijo que había que hacer limpieza étnica contra los homosexuales, así que imaginate. No era sólo el alcalde, sino también la sociedad, porque el Vaticano tiene un peso muy fuerte en Italia. Un día, hablando con mi mamá, ella me dijo: sí, tiene razón el alcalde. Yo no lo podía creer... ¡mi mamá!”.

Pelotas y muñecas

A menudo, quienes venimos del interior deploramos la suerte de los niños porteños, condenados al encierro, la vigilancia constante y el control estricto, con la convicción —más o menos férrea— de haber disfrutado en nuestra infancia de mayor libertad. Sin embargo, a poco de reconstruir nuestra biografía se advierte un detalle: muchas veces, la primera noción de que “algo raro pasaba”, de que uno era “rarito” o “poco femenina” no fue personal, íntima, sino que vino del exterior. “Yo sabía que era maricón mucho antes de saber que me gustaban los hombres, es más, antes de saber cómo se hacían los bebés, es decir, antes de saber qué era coger”, dispara Mariano, que hasta los veintidós años vivió en un pueblo bonaerense de 5000 habitantes. “Ser maricón era no jugar a la pelota, querer estudiar danza como mi hermana, llorar si me golpeaba, tenerles miedo a los petardos, juntarse mucho con nenas..., todas esas cosas, y era algo que me habían dicho desde siempre, desde chiquito, y que me decían todo el tiempo.”

Maricón y marimacho, he aquí las contraseñas con que el pueblo comienza a vigilar, desde temprano, aquellas actitudes sospechosas, extrañas, que ponen en entredicho la rigurosa división entre nenes y nenas que es el pan nuestro de la norma social. El rótulo no sólo sirve para que todo el pueblo preste atención y colabore con la dura tarea de “corregir” a los desviados, sino también para marcar a las víctimas: temerosos del estigma, de chiquito nadie quiere ser maricón, y al ser llamadas marimachos, las nenas se encogen de hombros y se largan a correr. Uno no sólo es anormal, sino también, en cierta medida, culpable. Dolorosamente, no es inusual que los encargados de esta yerra sean los propios padres. “Antes —recuerda Sara—, cuando no lo sabían, mi papá y mi mamá muchas veces me preguntaban por qué me vestía así, si era lesbiana, o directamente me decían marimacho, y yo se los negaba, negaba la evidencia; pensaba que estaba enloqueciendo, me sentía muy sola. Porque yo sé que parecía un macho: me vestía siempre con vaqueros, camisas amplias, zapatillas, el pelo taxativamente corto y con gel. Ni hablar de pintarse la cara, nunca. Y pollera tampoco. Era una lucha con mi mamá, que me compraba ropa estilo femenino que yo terminaba guardando en el placard, porque yo era así. Jugaba con chicos, no con Barbies. Después de que me vine para acá, una vez hablé con mi hermana y ella me dijo que mi papá y mi mamá son más felices si yo estoy lejos, porque para ellos sería una vergüenza que yo estuviera ahí, feliz como lesbiana. Para ellos es una enfermedad, algo anormal.”

La consecuencia más inmediata es, con mucho, previsible. Al llegar la pubertad y presentarse los primeros estímulos sensuales, se desencadena la paradoja de reconocerse y aborrecer de sí en el estigma. “Me acuerdo de que cuando empezaron a gustarme los chicos fue horrible. Yo no quería ser puto, porque quería demostrarles a todos los que me habían hecho la vida imposible que se habían equivocado, que yo no era lo que ellos decían..., ahora que lo pienso era muy loco, porque si yo era puto, ellos ganaban, pero si no, también”, reflexiona hoy Mariano, lejos ya del pueblo. De hecho, todos los testimonios que han permitido armar esta nota, incluso los recuerdos de quien escribe, son de algún modo discursos de exilio: para quienes tenemos más de 30, al menos, el único modo de poder decir “soy” era irse a Buenos Aires, cuando fuera, como fuera.

El encuentro imposible

Entretanto, la vida no asumida o encubierta transcurría por los carriles habituales del desconcierto, de nunca saber dónde se está parado, con quién se puede qué. Liliana vivió en San Miguel de Tucumán hasta los 27 años, cuando un incidente la puso frente al infierno tan temido: “Me había gustado una amiga, pero yo lo había tomado como una fantasía, nada más. Ella me iba a buscar a todos lados, me llevaba y me traía, y me había propuesto proyectos laborales. Yo estaba contenta con eso. Teníamos gustos muy parecidos. Si vas a tener una socia está bueno compartir eso, los gustos. Hasta que un día me dieron ganas de darle un beso, y ahí reculé. Le dije que no podía participar del proyecto, que me iba a vivir a Buenos Aires. Ella se enojó, porque la dejé plantada con todo. Nunca supo lo que a mí me pasaba. No sé cómo hubiera reaccionado, tuve la duda, por eso nunca le conté. La última vez que la vi, fuimos a tomar un café y me moría de ganas por contarle mis cosas, pero no me animé”.

La contracara de la calentura que no avanza, del cuerpo que no entra en acción, quizá sea el amor que no osa decir su nombre, moneda corriente entre varoncitos, como bien sabe Mariano: “No, novios no, porque yo estaba convencido de que a mí me gustaban las chicas, aunque no salía con ninguna. Eso sí, siempre tenía un amigo, mi mejor amigo de ese momento, digamos, y con ése, que fueron tres, siempre terminaba pasando algo, porque estábamos borrachos o porque sí... toqueteos, mamadas, cada vez más zarpado. Pero de eso no se hablaba, era como si no hubiera pasado nada, nos hacíamos los boludos, ninguno se hacía cargo. Es más, uno después les dijo a todos que yo me había regalado y que él no había querido nada, que por eso no me hablaba más. ¿Ahora? Creo que están casados, los tres. Bueno..., uno que era profesor mío de taller ya estaba casado en esa época.”

Las risas, el chiste, no alcanzan a ocultar lo evidente: la que tendría que haber sido la edad de los descubrimientos, de los romances tímidos, tortuosamente sencillos, termina siendo un laberinto de sensaciones encontradas, de recuerdos agridulces. La biografía de quien se descubrió diferente en un pueblo suele terminar convertida en un teatro íntimo de fantasmas, asignaturas pendientes, situaciones claras en retrospectiva. “No sé”, reconoce Pablo, que hace cinco años, llegada la mayoría de edad, abandonó el pago sanjuanino. “Más de una vez me cuelgo pensando en cosas que pasaron, como una vez que un chico de quinto año, yo estaba en segundo, me preguntó si me gustaban las revistas porno y no supe qué decirle, pensé que me estaba jodiendo. Ahora me doy cuenta de que era un lance, que me estaba midiendo a ver qué pasaba, y me hubiese gustado tener esa historia, porque era muy lindo él. Creo que me la perdí por paspado y me da bronca.”

Más adelante, cruzadas las incertidumbres de los primeros años, las cosas tampoco resultan sencillas. “En Trevisso tuve dos parejas”, recuerda Sara. “A Anita la conocí en una fiesta de cumpleaños y a Selly en el trabajo. Las inicié yo, antes eran heterosexuales y después volvieron a serlo. Las dos me dejaron por el mismo motivo: la presión social. No podían decírselo a la familia, no querían blanquear lo que estaba pasando. Ya no soportaban las preguntas de los compañeros de trabajo —¿tenés novio?, ¿salís con alguien?— o que los padres les preguntaran sobre su relación conmigo, por qué dormíamos juntas y esas cosas. Después que cortamos, Selly conoció a un chico y quedó embarazada.”

Los normales

Se sabe: en los pueblos hay muy poco puto o torta sueltos, salvo alguno que otro raro ejemplar, como el peluquero aquel o esas dos profesoras de gimnasia, de quienes todo el mundo —para que no quede duda— murmura. Crecer en un pueblo es respirar un clima donde, efectivamente, “todo el mundo está casado” (incluso las personas del mismo sexo con las que uno o una se acuesta). Consecuentemente, la mayoría de quienes se sienten diferentes intentan, con distinta suerte, establecer relaciones heterosexuales. “Hasta que me fui de San Miguel —reconoce Liliana—, todas mis relaciones fueron con varones, y eran exclusivamente sexuales o de amigos, nunca de amor. Yo sentía que estaba viviendo la vida de mi mamá y mi papá, nunca me enganché.”

Contra los prejuicios que despierta el tema, sin embargo, en algunos casos se establecen vínculos más profundos. Pablo, por ejemplo, tuvo novia durante cinco años. “Y ahora todos me preguntan cómo hacía, pero la verdad es que no la pasaba mal. Había algo que no estaba, sí, yo quería algo más, pero no es que tenía que hacer un esfuerzo para acostarme con ella. La pasábamos bárbaro. Decirle a ella fue lo más difícil para mí, porque yo la quería mucho y sabía que no me iba a entender. ¿Cómo le decís esto a alguien que quiere casarse con vos y que alguna vez hasta te dijo los nombres que quería ponerles a los bebés? ¿Cómo le explicás que no estuviste mintiendo, que vos también creías en todo eso? Durante dos o tres años ni siquiera me habló. Después volvimos a ser amigos, un tiempo, pero se fue cortando..., es como si ella no pudiera bancarse. Yo sé que hace fuerza, pero no le sale.”

Los encuentros confusos, los intentos de normalización frustrada, en más de una ocasión contribuyen a deformar la propia imagen, a fomentar el rechazo. “Como te dije, a mí me gustaban las chicas... y yo intentaba, pero ninguna me daba bola, no sé, se darían cuenta”, recuerda Mariano. “Con el tiempo esto me fue traumando, estaba seguro de que era horrible, feísimo. Vivía torturado. Por eso, para mí descubrir el mundo gay fue como un estallido: uy, puedo gustarle a alguien. Era una sensación nueva. También me fui de mambo un poco, terminé en cualquiera. Así y todo, cada tanto me miro al espejo y me cuesta no verme feo. Creo que es algo que no se pasa nunca.”

Para Sara, cambiar de aires, salir del encierro pueblerino, también significó un cambio consigo misma. “Cuando vine a Buenos Aires recién sentí que era yo, una nueva persona. Acá no me conocía nadie y me sentía totalmente libre de expresar lo que era. Si me imagino otra vez caminando por Trevisso, retomando la vida de antes, me agarra una gran depresión. Me sentiría muy sola. En cambio, cuando llegué acá me saqué un peso de encima, fue como sentir que ya nadie me estaba mirando detrás de las ventanas, y que también cambiaba mi mirada: por fin podía aceptarme a mí misma.”

Queda, desde luego, una pregunta obvia, terrible: mientras las cosas no cambien, ¿cómo la pasan todos esos chicos y chicas que por distintos motivos no pueden escapar del pueblo?

Despinta tu aldea

por Andrés Bacigalupo

La primera vez que pude pronunciar la palabra “gay” con cierta naturalidad ya estaba a 400 kilómetros de mi casa. Tenía 19 años, dos meses en Córdoba capital y la cabeza revuelta por dentro y por fuera. Atrás habían quedado media docena de sesiones gratuitas con la psicóloga de la Dirección Municipal de la Juventud del pueblo y unos pocos confidentes, elegidos con la minuciosidad de un casting.

La nueva ciudad (diez veces más grande que la natal) fue, al principio, una invitación al desconcierto. Acostumbrado al rito de dos saludos cada media cuadra, estrené el traje de peatón anónimo, de molécula de la multitud. Primero, experimentando una ligera desolación. Después, portando una tranquilizadora sensación de libertad: ahora podía. ¿Podía qué? Podía eso. (Y eso era verdaderamente eso porque todavía no lo nombraba ni en mi más recóndita soledad.)

No es que yo hubiera escapado de una fortaleza medieval donde se quemara a los homosexuales en hogueras públicas. Sin embargo, el “pueblo chico” venía predefiniendo el 90 por ciento de los parámetros de mi vida y me impedía distinguir seriamente entre lo que yo quería ser y lo que yo debía hacer.

Así, salir del armario y salir de la ciudad de mi infancia fueron tan simultáneos y tan intensos que se volvieron dos caras de una misma moneda. No fue un proceso prolijo ni heroico. Estuvo dosificado con traumas, zigzagueos y retrocesos y tuvo el acento insoportable de los adolescentes conflictivos, como los guiones que Maestro y Vainman le escribieron en los ’90 a la muchachada problemática de Montaña Rusa.

Salí del armario y así me corrí un poco de las fotos familiares, de los mandatos más sutiles (los más eficaces) y de las imaginarias novias esperadas por tías y tías abuelas. Salí de la ciudad y así huí también de esa espesa nube de chusmerío que la envolvía. Por suerte, pasé del qué dirán al qué me importa y en ese tránsito mucho tuvo que ver la nueva ciudad enorme, desde donde todo —hasta aquella burla más venenosa— comenzó a parecerme raquítico.

Pensé que ser gay en los pueblos de veinte manzanas era como vivir en el tablero de un juego de mesa jugando siempre con la misma ficha (la que eligieron otros). Y yo quería jugar a otra cosa.

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Imagen: Sebastián Freire
 
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