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Viernes, 29 de enero de 2016

CINE

LA DAMA Y LA VAGABUNDA

Este jueves se estrena Carol, la película basada en la novela El precio de la sal con la que en 1952 Patricia Highsmith rompía el karma de finales trágicos en los romances lésbicos. Con guión de Phillys Nagy, dirigida por Todd Haynes y la impactante Cate Blanchett como Carol, se presenta este melodrama de suspenso y desviación que probablemente también consiga abrir rumbos interesantes en el futuro de las ficciones lésbicas.  

 Por Liliana Viola

Patricia Highsmith es célebre por las tremendas rabietas ante cada versión cinematográfica de sus libros. Desde Hitchcock que lanzó a la fama su primera novela Extraños en un tren, para abajo, incluyendo el Ripley de Alain Delon, ninguno se salvó de su furia. El rostro de Patricia que aparece en las ediciones le inmortaliza el lado perruno y descarta su clásica belleza juvenil seguramente para reforzar el clisé de la alcohólica, la misógina, la misántropa y por qué no, la lesbiana declarada, que además inventó una cita terrorista como carta de presentación: “mi madre quiso abortarme tomando aguarrás”. 

Es célebre por despreciar a sus editores que la ubicaron siempre en el mismo casillero de las librerías: autora yanqui de policiales y de Carol, “la primera novela de lesbianas que termina bien”. Highsmith es adorada por haber escrito esta historia en 1952 cuando los bares gays eran sitios secretos y la gente que quería ir se bajaba en una estación antes o una después para no levantar sospechas mientras el lesbianismo tenía tres destinos disponibles: casamiento, demencia o suicidio. Antes de este libro, en las novelas estadounidenses, los amantes desviados pagaban cortándose las venas, ahogándose en una piscina, abandonando su homosexualidad (al menos, así lo afirmaban), o cayendo en una depresión infernal.

Pero resulta que Carol es mucho más que una de lesbianas que termina bien. ¡Es una de lesbianas que comienza bien! Y la película se ocupa de mantener durante toda su extensión este estado de iniciación, demorar la combustión entre dos mujeres que se encuentran, se reconocen una a la otra como amantes sin pronunciar las palabras clásicas reservadas al romance hétero. En el develamiento de un código secreto que se parece a la fraternidad, a la perversión entre madre e hija, a la amistad y a la exploración sensual de unas girls scout, se devela un discurso amoroso de la diferencia que consigue mantener en vilo al público del melodrama y del trhiller.

El flechazo para Haynes no es un instante mágico sino una sucesión, climax permanente de principio a fin. Se podría decir que Carol es un estudio sobre el encantamiento femenino. ¿Quién sino “ellas” pueden enloquecer como enloquece Therese por un perfume, unos guantes, un tapado de visón, una cabellera rubia, un cambio de vestuario que si no mata de amor mata de envidia? 

Haynes narra el proceso de seducción con el lenguaje del thriller, suspenso, intrigas, distancia y pistas. El evidente cambio de estilo en la joven, de una chica cualquiera al comienzó a una pequeña Audrey Hepburn en la escena final, da cuenta de la influencia de la fascinante Carol.

Hombres abstenerse

Desde la primera escena Todd Haynes presenta un registro del flechazo entre la joven de 19 años y la señora que ha pasado los 30 hace un buen rato. Diferencia de edad y de clase, diferencia económica. Afinidad de género, de incomodidad, de opresión y de potencia femenina -ellas tienen una arrolladora alegría de vivir- en tiempos en que va asomando la decadencia del modelo del hombre perfecto. Ni único proveedor, ni pensante, ni buen padre de familia según las normas que se resquebrajan a partir de la posguerra. En la película mucho más que en la novela, los hombres son un desecho andante, tienen fecha de vencimiento todas sus frases, son los impotentes defensores del modelo más rancio de familia concentrado en la primacía de la suegra sabelotodo, la mesa servida y la esposa cucarda del progreso y el confort. Más allá de la existencia del lesbianimso, resulta muy difícil pensar un candidato posible para estas mujeres que la tienen tan clara. Aun así nunca son violentos como presupone el modelo actual. Una inercia contemporánea hace temer a la platea que el marido celoso mate a la mejor amiga de Carol cuando ella lo increpa sin miedo, o a la misma Carol cuando le dice con orgullo y lógica implacable lo que piensa y lo que siente. El hombre tiene otros recursos en la década del 50, lo protege la ley, la tradición y su sociedad. Pero ellas no están solas. Encarnan las convicciones del presente, están adelantadas, no son dos parias, las apoya el futuro y esta es una de las razones que convierte a Carol en algo más que una novela lésbica con final feliz.

¡Feliz Navidad!

Cuanto más tierna Highsmith, más corrosiva: el encuentro mágico se produce justo en el espacio y el momento paradigmáticos del capitalismo y de la institución familiar: la navidad y el shopping. La joven Therese es una vendedora en la sección juguetes en la gran tienda Bloomesday y Carol es una clienta de una elegancia descomunal incluso para su época que viene a comprar un regalo navideño para su hijita. La tienda, lugar de mujeres, espacio de la chatura de las vendedoras y de la frivolidad de las que compran se resignifica como en un cuento de hadas. La carcel las une. Las mujeres se hacen y se deshacen en este encuentro y ninguna de las dos se mantendrá como empezó. Carol es un policial del deseo que no abjura del melodrama.  

Es melodrama la joven heroína, una encantadora Rooney Mara, en su camino de iniciación y está en la figura del marido villano (Kyle Chandler) que recurre a las peores artimañas para quitarle a Carol a su pequeña hija por el bien de la normalidad. Hay espías contratados, juicios de divorcio impiadosos, escarnio público. Hay vergüenza y hay renunciamiento. Pero lo más corrosivo de todo esto es que se sale del cine con la sensación de final feliz a pesar de que se ha prducido una importante y meditada renuncia a un modelo de maternidad obligatoria. Todd Haynes convierte la vergüenza en elegancia, la voluptuosidad en silencios. 

¡Algunos no nos suicidamos!

“La inspiración para este libro me surgió a finales de 1948, cuando vivía en Nueva York. Había acabado de escribir Extraños en un tren, pero no se publicaría hasta fines de 1949. Se acercaban las Navidades y yo estaba un tanto deprimida y bastante escasa de dinero, así que para ganar algo acepté un trabajo de dependienta en unos grandes almacenes de Manhattan, durante lo que se conoce como las aglomeraciones de Navidad, que duran más o menos un mes. Creo que aguanté dos semanas y media. En los almacenes me asignaron a la sección de juguetes y concretamente al mostrador de muñecas.” La misma autora, en los ochenta cuando reedita con su propio nombre el libro, saca del closet la inspiración autobiográfica. P.H ha sido alguna vez la joven Therese y el encuentro con una mujer apabullante a quien siguió y durante un tiempo persiguió desde lejos, despertó en ella la convicción liberadora de que ese deseo, por rotundo, era posible. “Una mañana, en aquel caos de ruido y compras apareció una mujer rubia con un abrigo de piel. Se acercó al mostrador de muñecas con una mirada de incertidumbre –¿debía comprar una muñeca u otra cosa?– y creo recordar que se golpeaba la mano con un par de guantes, con aire ausente. Quizá me fijé en ella porque iba sola, o porque un abrigo de visón no era algo habitual, porque era rubia y parecía irradiar luz. Con el mismo aire pensativo compró una muñeca, una de las dos o tres que le enseñé y yo apunté su nombre y dirección rutinaria, la mujer pagó y se marchó. Pero yo me sentí extraña y mareada, casi a punto de desmayarme, y al mismo tiempo exaltada, como si hubiera tenido una visión.” 

El estado febril que acompaña este estado de enamoramiento es exactamente lo que consigue presentar Haynes. En la novela sabemos mucho porque la que narra es la joven, la película consigue hacer sentir la fascinación que provocan fetiches varios: el perfume, los guantes, el visón, los cinturones, los zapatos y las medias de seda. Y concluir con la autora: No hay nada que valga más la pena en esta vida que la obsesión.

Desde la salida del libro hasta su muerte en 1995 recibió muchas cartas que incluían mensajes como «No todos nosotros nos suicidamos y a muchos nos va muy bien». o «Gracias por escribir una historia así. Es un poco como mi propia historia...»

Con su bien ganado curriculum de rabiosa, nadie puede asegurar que la Carol de Haynes habría sido la excepción a sus insatisfacciones. Pero nadie puede negar que se habría vuelto a enamorar de Carol en la silueta de Cate Blanchett. ¿Quién no? A la salida del cine más de una señora responde: bueno, cuestión de gustos, muchas preferiríamos ser las que le mandan el telegrama a la pequeña Rooney Mara.

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