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Viernes, 12 de diciembre de 2008

ES MI MUNDO

La canción de Selva Ramírez punto com

La imagen sorprendió al escritor chileno Pedro Lemebel en un noticiero de la tarde de su país: un adolescente esposado y vilipendiado, acusado de pedófilo por haber mantenido encuentros y juegos sexuales vía chat. Este relato, que nació a partir de aquella imagen, integra el libro Serenata cafiola, editado en Chile por Editorial Planeta, y fue uno de los que el autor leyó como adelanto en su visita a Buenos Aires el mes pasado en el Malba.

 Por Pedro Lemebel

Al encender el televisor, lo primero que veo es un chico esposado como criminal camino al cadalso. Dan las noticias, y el aséptico conductor informa con voz acrílica que este sujeto fue detenido por el delito de abuso de menores por Internet. Y al mirarlo, tan joven, humillado y cabeza abajo, arrastrado hasta el furgón policial, me pregunto quién es el pedófilo, porque el joven delgado peina 18 abriles, apenas un año más que su víctima de 17. También le adjudican otros contactos cibernautas con dos chicos adolescentes. Pero el pendejo ni siquiera los tocó. Nunca puso sus manos sobre esa carne prohibida, sólo acarició en el teclado de la computadora la música de esa piel como quien toca un piano a la distancia. Entonces, ¿por qué lo eligen como chivo expiatorio para el escarmiento? Este estudiante era un voyeurista, un mirón que seguramente como tantos, como miles, como millones, se pajean con el porno cíber en el privado íntimo. Si los chicos tenían 15-16-17, nunca se sabe, porque siempre se ponen más años. Además, con la moda televisiva del gimnasio, más la dieta hamburguesa McDonald’s, la adolescencia luce hoy el engorde macizo de niños que tienen cuerpo de hombre.

La escena del noticiero es obscena en su cruel tremendismo. Asquea cierta hipocresía condenatoria de exponer a un chico estudiante al juicio moralizador de la pantalla. Le destruyeron la vida por un leve deseo. ¿El delito? Haber sido seducido por el brillo hipnótico de los cuerpos benjamines a través del vidrio. ¿Su pecado? Entrar al océano virtual, donde es posible encontrarse hasta con la pequeña Lulú, que aun se llama Lulú en su nick, escribe como niña, pero tiene cincuenta años. O con Papelucho que, en el espacio sideral, sigue siendo un colegial revoltoso, pero en la realidad es un divorciado de sesenta. También puede ser Peter Pan, desde la Isla de Nunca Jamás, donde tiene un sauna con sirenas en topless, pero ya de abuelo, en la intimidad del chat, morirá siendo el mocoso que se resiste a madurar.

Este jovenzuelo acusado es una víctima de la comunicación virtual y su mercado de sexo a la distancia, sexo sin tacto para el náufrago de caricias en su solitario navegar. Se le acusa de incitar a los chicos a que se desnuden frente a la cam de la compu, que muestren sus verdes cojoncitos y se masturben pensando que están frente a una mujer. Se le acusa de ponerse nombre de mujer y usar la foto de una modelo muy siliconeada. Y bien, ¿cuántos adolescentes no se la corren con esas fotos del porno farandulero? El chat da la posibilidad de desdoblarse en miles de nombres e identidades.

Hace unos años, cuando recién me instalaron Internet, mi nick era Selva Ramírez, y me describía como una morenaza de 25 años con un pelo hasta la cintura y un cuerpo de diosa. Una chica sencilla y esforzada que trabajaba de noche como mesera de un bar para costearme los estudios de periodismo. Por ahí enganché a un bambino de Mar del Plata que se enamoró de Selva sólo por el nombre y mi palabrerío travestongo. “Eres un trolo”, me dijo un día, y yo me enfurecí y lo mandé a la mierda. “No sabes lo que es una mujer, por eso me confundes”, le gruñí en el chat. “Perdona, Selvita, es que hay tanto homosexual que se hace pasar por mujer. Dame cam, Selvita, para conocerte.” “Es que soy tan pobre que no tengo cámara.” “Mándame una foto entonces, para verte, aunque igual te amo.” “Mira, soy tan pobre que ni siquiera me alcanza para sacarme fotos. Tengo una radiografía, si te sirve...” Ja ja ja ja, se reía el pendex desde Mar del Plata. Aunque yo sí lo podía ver, y era un dios hecho a mano. Me pasaba toda la noche chateando con él. “Sos adorable, Selvita, nunca conocí a una mujer como vos.” “Espérame, voy a atender una mesa”, me disculpaba. “Te esperaría toda la vida, muñeca. Cuídate, Selvita, que los hombres borrachos te pueden faltar el respeto. Ese trabajo no es para vos.” “No te preocupes, sé defenderme.” En eso estuvimos meses, me resistía a usar una foto de mujer insistiéndole que a él sólo le interesaba Selva por su físico. “Bueno, tienes razón, no importa, pero igual mándame una foto.” En ese tiempo me invitaron a Buenos Aires y aparecí en la portada del suplemento Ñ de Clarín con una foto de veinte años atrás retratada como Frida Kahlo con un pájaro en la frente. “Mira –le dije al chico, ya cansada de tanta petición de foto–, anda al quiosco de periódicos, compras Clarín y en la portada del suplemento aparece Selva Ramírez. Esa soy yo.” Pasó una hora, dos horas, y por fin me contestó. “Hey, Selvita, ¿estás ahí? Sabes que en el diario aparece una mujer con máscara, espérate, voy a leer la entrevista.”

Nunca más supe de él. Y a Selva Ramírez se la tragó el vacío sin alma del ciberespacio. Hoy recuerdo esto por la noticia del chico condenado por falsear su identidad. Y me pregunto por las identidades ladronas de Pinochet, por los violadores y torturadores que se pasean impunes por nuestro chilito. Y reniego mil veces de la Justicia chilena que, con el pretexto ético de la protección a la infancia, va sembrando de paranoia global el simple mirar, el voyeurear, el crear romances en el imaginario libertino del cuarto propio, que es el único cielo amatorio iluminado por el flúo azulino de la pantalla soledad.

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Pedro Lemebel
Imagen: Bernardino Avila
 
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