soy

Viernes, 22 de mayo de 2009

OUT

La guionista

 Por Wanda Rzonscinsky

La conocí una noche cualquiera en un bar de la ciudad. Yo tomaba vodka con tortas que tomaban café y hablaban de ella, esperándola. Por mi parte esperaba el efecto de la vodka, y el calor. Pero entraron su pelo negro larguísimo y su polera roja, arremolinándose como el mar. Cuando llegó su mirada me arrastró como una ola enorme de vértigo y confusión. La vodka nunca pega así. Duró la hipnosis unos instantes y me encontré semiahogada en la certeza de desear lo que no se puede tener.

Las horas que siguieron mezclaron miradas cómplices y asesinas en cantidades equivalentes de parte de las otras con mentiras y verdades en cantidades irrelevantes de parte nuestra.

Yo me había rapado hacía exactamente un mes y nunca me había enamorado. Ella nunca había estado con una mujer y creía que significaba algo. Creía que todo significaba algo, y no me quiso dar su teléfono. Su cuerpo volvió a hacerse remolino para impedir que yo diera el mío. Durante muchos días me pregunté si mi mano la había rozado. Recordaba un dedo y un bucle azabache y no sabía si el dedo era yo, si el bucle era ella.

Había pasado un mes exacto cuando me llamó por teléfono y mientras hablábamos yo me preguntaba si su llamada era absolutamente imprevista o excesivamente previsible. Corrí a su encuentro como si hubiese estado esperándola toda la vida. Era ella la única mujer sobre la Tierra, la única que importaba.

Me esperaba en su casa al borde de la ciudad, indiferente y divertida, cebando sus mates fríos con un magnetismo irresistible. Supe que yo era el cazador cazado; a partir de entonces cada movimiento mío estuvo en sus manos. Ella era guionista y creía que todo significaba algo. Otra vez la certeza, pasmosa: ya la amaba y la odiaba a partes iguales, como si estuviese escrito todo nuestro futuro en esa espera inútil, en esa sucesión mínima de gestos caprichosos.

Ella era admirable en el arte de hacer que cada encuentro, cada beso, fuera para mí una conquista agridulce. Yo moría de amor y de vergüenza a cada instante. “Por mujeres así se pierden guerras e imperios”, pensaba mientras ella se dejaba penetrar por mi ilusión de poseerla.

Por mil caminos intentaba yo escapar de la vida que ella escribía para nosotras, como marcaba el guión. Cumpliendo con mi parte, yo me iba siempre, siempre volvía.

Muchos años siguió ella escribiendo, renovando el encantamiento. No fue hasta que decidió romperlo que admití con estupor que todo significaba algo. Comprendí entonces que ella, a su manera, también me había amado.

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