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Viernes, 23 de mayo de 2008

TAPA

Go West

Alertado de que los barrios gays estaban perdiendo identidad, incluso allí donde ésta más sólida parecía —el Castro sanfranciscano, norte queer aun quedando al extremo oeste del gran país del Norte—, el cronista de Soy se lanzó a la carretera para ver qué había de cierto en esa profecía apocalíptica.

 Por Daniel Link

Hermana Marica
mañana, que es fiesta,
no irás tú a la amiga
ni yo iré a la escuela.

CONSIGNA En 1979, el grupo Village People lanzó un disco sencillo que pasó sin pena, ni gloria, Go West. La canción se sumaba a la política y a la ética de la caravana que desde mediados de los ‘50 había enfebrecido las conciencias de las juventudes norteamericanas, esta vez en clave gay: “(Vamos al oeste) La vida es pacífica allí / (Vamos al oeste) en el aire abierto / (Vamos al oeste) donde los cielos son azules / (Vamos al oeste) eso es lo que haremos / ...Vamos, vamos, vamos, vamos / (Vamos al oeste) es el sol en invierno”. Muy inscripta ya en el imaginario contestatario de la época, la consigna no pasó inadvertida, aunque la canción tuvo que esperar otra versión posterior para convertirse en un verdadero himno.

Pondraste el corpiño
y la saya buena,
cabezón labrado,
toca y albanega;
y a mí me pondrán
mi camisa nueva,
sayo de palmilla,
media de estameña.

Al fondo, el Buena Vista Park que sirve tanto para pasear al perro como para practicar el doggie style entre los arbustos. Al frente, la bandera de El Castro se planta con orgullo entre la maraña de cables de los tranvías de San Francisco. Es el lugar donde empieza (y donde termina) todo. En la esquina de Castro y Market hay un restaurante privilegiado, el único con cocina las 24 horas, atendido por dos jóvenes idénticos de look playero, frente a cuya puerta hay colas para comer a las 2 o 3 de la mañana.

BARRIO Una ciudad es casi siempre una condensación de sentido, destilado a lo largo del tiempo según los rasgos nacionalitarios, o raciales, profesionales o religiosos de sus habitantes. Hay ciudades portuarias como hay ciudades chacareras. Hay ciudades árabes, negras, chinas. Pero lo más característico de las grandes ciudades de nuestro tiempo es su carácter cosmopolita. San Francisco es una pequeña y encantadora ciudad portuaria y peninsular de alrededor de 700 mil habitantes (poco más que Mar del Plata), pero cuya área metropolitana incluye más de 7 millones de personas. Su densidad poblacional, atrapada por el mar y los vientos cruzados, es la segunda en los Estados Unidos después de Nueva York. Sólo el 54 por ciento de sus habitantes es angloparlante. El chino (18%), el español (12%) y otras lenguas exóticas dan a la ciudad su tinte cosmopolita.

Las comunidades nacionalitarias, por esas cosas de la nostalgia, suelen asentarse en barrios: “hacen casa” allí donde la crueldad de la historia ha depositado el polvillo de las corrientes migratorias internacionales. Las razas malditas, que nunca tuvieron un territorio que añorar, sin embargo, decidieron imitar ese comportamiento. Aunque los índices decaen sin pausa en los últimos años, el 41 por ciento de los habitantes de El Castro se reconocen como gays, lesbianas o las otras muchas categorías que sirven hoy para designar la disidencia sexual. En una ciudad tan gay como San Francisco, donde el 15,4 por ciento de su población se identifica con esa comunidad imposible, El Castro sigue siendo el barrio gay por excelencia.

Y si hace bueno
traeré la montera
que me dio la Pascua
mi señora abuela.

La terminal del recorrido del tranvía. Dos chicas o dos chicos o dos... quién sabe qué corren a la tienda de tatuajes. En El Castro es difícil decidir el género de las personas que circulan, pero tampoco importa tanto: después de todo, se trata de un territorio dominado por la utopía de lo queer, de la inestabilidad y la diferencia, de lo trans.

TOUR Market Street atraviesa en diagonal el centro de San Francisco y la recorre una de sus características líneas de tranvías. Hacia el final del recorrido, en la intersección con Castro, una gigantesca bandera de franjas multicolores señala el punto neurálgico del mítico barrio gay sanfranciscano (que, salvo la peculiar arquitectura de una ciudad masivamente devota del bow window, los sex shops, las banderas gays y su privilegiada y céntrica situación, no es muy diferente de Palermo). Muy cerca, subiendo por Duboce Ave, se encuentra el parquecito recreativo más cercano. Además de espléndidas vistas del Pacífico y el Golden Gate Bridge, el paseante encontrará allí la posibilidad de practicar intercambios carnales outdoors, y también de ser acosado por algún mendigo e, incluso, de todo eso al mismo tiempo. Desde arriba también se ven las banderas multicolores (lo que es una suerte, porque sirven para orientarse en el abigarrado trazado de callejuelas empinadas). Más hacia el Pacífico comienza el gigantesco Golden Gate Park que, dicen los que saben, también suele ser escenario de todos los intercambios. Pero conviene no alejarse del centro y, si nos corrimos hasta esta parte de la ciudad, es porque parece haber tenido algo que ver con el origen de la actual identidad de El Castro. En la otra punta de Market, la terminal de ferries que atraviesa la bahía y el rosario de embarcaderos donde sólo falta un letrero que grite Chichilo. Una “Avenida de los pulóveres” no vendría nada mal en una ciudad tan marítima y ventosa.

Y en la caña larga
pondré una bandera
con dos borlas blancas
en sus tranzaderas.

Como no podía ser de otro modo, las librerías de El Castro son tan buenas como en el resto de la ciudad (es decir: mejores que la media en cualquier otra ciudad del mundo). Pero la cultura no es sólo libresca y las vidrieras ofrecen a la venta lo que a uno se le ocurra: dildos y puños de goma no son la excepción. ¿Y si en Ezeiza me revisan el equipaje?

ON THE ROAD Hacia mediados de la década del ’50, los más prominentes miembros de la beat generation sumaron sus excéntricas energías a la vanguardia poética californiana, conocida como San Francisco Renaissance, una de cuyas centrales de operaciones fue la librería City Lights (que todavía hoy puede visitarse), cofundada en 1953 por el poeta Lawrence Ferlinghetti y que dos años después ya editaba libros, el más famoso de los cuales sigue siendo Howl de Allen Ginsberg. Enfrente de City Lights y el bar Vesubio que frecuentaban los beatniks, un presuntuoso Museo Kerouac recuerda la memoria de otro animador célebre de las veladas sanfranciscanas.

Muchos años después, en 1967, el barrio Haight Ashbury convocó a 10 mil jóvenes de clase media de todos los Estados Unidos, reunidos en un “Verano de amor” atravesado por cuotas iguales de flujos de deseo sexual y de flujos de energía liberados por drogas alucinógenas. Muchos de los que fueron a pasar un verano orgiástico decidieron asentarse: hicieron casa, plantaron sus banderas, establecieron sus negocios y empezaron a realizar sus intercambios. Lo que hasta entonces se conocía como Eureka Valley comenzó a llamarse El Castro, y que se formara a partir de una línea de fuga generacional que fue hacia el Oeste, huyendo de la asfixiante opresión familiar, explica algunos datos demográficos y políticos del barrio: el 72 por ciento de sus habitantes es demócrata (contra un 12% republicano), casi el mismo porcentaje tiene título secundario completo. Los hombres son el 58 por ciento y los blancos (lo que los censos norteamericanos consideren “blanco”) constituyen el 81 por ciento de la población.

Y en la tardecica,
en nuestra plazuela,
jugaré yo al toro
y tú a las muñecas.

HIMNO En 1992, Derek Jarman invitó a los Pet Shop Boys a una gala de caridad para recaudar fondos contra el sida. Lowe y Tennant decidieron presentar un cover de Go West que sería, con el tiempo, uno de los discos sencillos de mayor popularidad del grupo y la canción con la que acostumbran cerrar todas sus presentaciones en vivo. En las diferencias entre la versión de Village People y la de Pet Shop Boys se destacan la progresión de cuerdas tomadas del Canon en Re Mayor de Johann Pachelbel, uno de los compositores barrocos más melancólicos, y una estrofa nueva, según la cual “Ahí donde el aire es gratis / seremos (seremos) lo que queramos ser / y si además nos afirmamos [o alzamos] / encontraremos (encontraremos) nuestra tierra prometida”. Naturalmente, la peste rosa, como se llamaba al sida en sus comienzos, ya había herido de muerte la utopía barrial de El Castro y faltaban todavía unos años y una serie de batallas antihomofóbicas para la obtención de las triterapias que salvarían la vida de los infectados, lo que explica la melancolía (hoy mitigada) de la versión de Pet Shop Boys.

Es probable que la progresiva “tolerancia” y aceptación social de la disidencia sexual en Occidente sea un producto tanto de esas luchas como de aquellos acontecimientos funerarios. Y es posible también que esa progresiva “integración” de los desviados sexuales de toda índole en el entramado social haya vuelto anacrónica la idea de un barrio específico. Las tendencias inmobiliarias señalan que El Castro, a semejanza de otras zonas urbanas con alta concentración de parejas del mismo sexo, se está despoblando de sus históricos habitantes, los que buscaron y construyeron una tierra prometida, una república de la diferencia, y plantaron allí la bandera multicolor.

Y entraré en la calle
haciendo corvetas,
yo y otros del barrio,
que son más de treinta.

IMAGINARIO ¿Son estables las figuras que pueblan el imaginario gay más allá de las variables nacionales? Pareciera que sí, porque lo gay es un efecto de la cultura de masas y no puede ser, por lo tanto, sino global (la repetición es su línea de fuga, y es su cárcel). Y sin embargo, en San Francisco se nota más el carácter al mismo tiempo experimental y alienado de ese raro mundillo (dominado por el monocromatismo epidérmico), como si en un mundo definitivamente descentrado, la comunidad gay hubiera resuelto que sí hay centro. El Castro es la condensación del sentido de lo gay y, si hay verdad en lo imaginario, éste encuentra su soporte en las cosas que se compran y se venden en la zona de negocios alrededor de Castro y Market. Más allá comienza Mission, el bullicioso barrio latino que, tal vez con el tiempo, incluya su propia Zona Rosa, y que los habitantes de la tierra prometida visitan con asiduidad para comprar ropa usada de marca en las tiendas donde todo se vende a cuatro dólares.

Si uno quiere saber qué fantasmas pueblan el imaginario gay, basta mirar las vidrieras. En El Castro hay tiendas de accesorios sexuales (dildos, ropa de cuero, cock rings, esposas), vintage (quién sabe de qué muerto reciente), comida orgánica (verdulerías, panaderías, especias, etc.), artículos para el hogar de última generación, inmobiliarias (el 50% de quienes viven en El Castro alquilan y la oferta inmobiliaria ofrece departamentos y casas en los barrios “altos” a un precio nunca inferior a quinientos mil dólares), tiendas étnicas (ropa, accesorios, alfombras y adornos de India, Nepal, Tailandia), droguerías (hace furor un poderoso afrodisíaco sexual que mezcla extracto de Ephimedium y extracto de Yohimba y se vende como suplemento dietético con el nombre de Stamina-Rx; los escaparates ofrecen también los cócteles de la musculoca insaciable: esteroides, anabólicos, testosterona), librerías y disquerías, tiendas de ropa de cama de algodón egipcio y, naturalmente, pet shops: cuando cae la tarde, la loca gusta de pasear a su perro mientras piensa en las promesas de la noche. Pero además la mascota es su compañía de vida y a ella se dedican los más extravagantes y costosos ingenios (bebederos automáticos, rascadores para gatos, golosinas húmedas con ingredientes gourmet y orgánicos, jaulas de paseo de quinientos dólares). Más tarde abrirán los restaurantes de cocina deliciosa, después los bares y lo que los mexicanos llaman “antros” (saunas, no, porque están prohibidos en la ciudad, pero no del otro lado de la bahía): lugares de intercambio sexual, colectivo y anónimo.

Con las dos hermanas,
Juana y Madalena,
y las dos primillas,
Marica y la tuerta;
y si quiere madre
dar las castañetas,
podrás tanto dello
bailar en la puerta...

Luis de Góngora y Argote.
“Hermana Marica” (1580)

De todos los Eagle del mundo (bares de motoqueros y rudeza), el de San Francisco es el mejor ambientado. Aunque en el baño, de puertas abiertas, arrodillarse esté prohibido, el ingenio de los parroquianos sorteará ésa y cualquier otra interdicción (en el patio, a nadie escandaliza que se fume marihuana: ¡estamos en California!).

AULLIDO Cuando todo haya terminado después de la ronda nocturna, todavía quedará una última opción: el arruinado superviviente del “Verano del amor”, hambriento y sin lugar donde dormir, cuya familia seguramente ignora que todavía está vivo, ofrecerá al paseante “de carne tumefacta y pensamiento inmundo” (decía Lorca), con su sonrisa rubia, sus ojos celestes y su piel curtida por cuarenta años de intemperie, su cuerpo. Estará pidiendo, en realidad, una caricia.

Ese cincuentón o sesentón que alguna vez odió la cultura y que por eso mismo quemó las naves y tomó la ruta del oeste, el que alguna vez cantó o pensó “(Yo sé que) hay muchas maneras / (para vivir allí) en el sol o la sombra / (juntos) encontraremos un lugar / (para quedarnos) donde hay mucho espacio / (sin prisa) ni el ritmo del este / (el ajetreo) susurrando sólo para alimentar / (yo sé que yo) estoy listo para irme también”, es el que, a falta de negros o hispanos que ocupen el lugar sacrificial, en El Castro señala el punto de derrumbe del imaginario gay que, al excluir a uno, potencialmente nos excluye a todos y a cualquiera de la danza y el banquete de los vivos.

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En la tienda de galletitas recién hechas se pueden comprar souvenirs para los amigos, mientras uno espera la siguiente horneada. Hay jabones, velas y, naturalmente, calzoncillos pícaros. Cuando los briefs, jocks y speedos visten maniquíes, poderosos rellenos desplazan el sentido (el apetito) del continente al contenido.
Imagen: Sebastián Freire
 
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