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Viernes, 23 de agosto de 2013

El Arca del señor Putin

 Por Alejandro Modarelli

A comienzos de los noventa, cuando la perestroika, me acuerdo de que la boutade en boga por algunas mesas de Buenos Aires era “pobres rusos, ahora los quieren obligar a ser libres”. El proceso, al principio celebrado, de modernización capitalista, terminó pariendo un monstruo de dos cabezas, con una nueva oligarquía de millonarios con muy mala fama, que se volvieron demasiado libres (recordar aquello de la anarquía de los poderosos), una mayoría que miraba el banquete por televisión, y como columna vertebral distintas mafias de tipo Promesas del Este, la película de Cronenberg, pero ahora con Vladimir Putin de administrador del negocio.

La broma sobre los rusos y la libertad les caía como anillo al dedo a las mayorías incorporadas a la dinámica del neoliberalismo, pero por la puerta de servicio: “Sean libres, aunque pobres”. Por lo que sé, la inequidad económica y social no varió demasiado hasta hoy, y a falta de una transformación igualitaria de las condiciones de vida del pueblo, la clase política rusa estudia formas de cohesión social que perfeccionen “el espíritu ruso”, el ser nacional. El Ser transiberiano vuelve por sus fueros, como en la Guerra Fría, como mucho antes, y para afirmar la nueva posición después de la debacle de hace una década, me parece que se le ocurrió a su intelligentzia ponerse a bailar la kalinka de la homofobia alrededor de un tótem recuperado tanto por la Iglesia Ortodoxa, fanática en estas cuestiones, como por la tradición estalinista (el capitalista premier Putin fue un miembro de la KGB, no olvidarse). Si Occidente en su ocaso moral lanza leyes contra la discriminación por orientación sexual e identidad de género, nosotros nos calzamos las pieles de la tradición bíblica –ortodoxia es mi nombre– y, para no abandonar del todo el materialismo científico hasta echamos mano de la literalidad freudiana para advertir contra la homosexualización de los niños vía el discurso de los activistas: entre Viena y Moscú no pasó nada.

Porque el lenguaje, no menos que los cuerpos torturados, es la gran víctima propiciatoria de la nueva cruzada anti gltbiq en la Federación Rusa. La propagación semántica de la homosexualidad se prohíbe por ley, como si la palabra misma fuese contagiosa y las prácticas se transfirieran por el nombre. Decir “soy homosexual”, ni imaginarse darse un beso en público, es equiparable a convocar a una orgía extensible a la Rusia entera, donde hasta las amas de casa dejarán al marido para mandarse un cunnilingus con la vecina. La palabra homosexualidad se convierte en tabú, tanto como el homosexual que se nombra a sí. Aunque jamás debe haber sido en Rusia más pronunciada que en estos días, el gozoso rechazo del significante preserva la identidad nacional que imagina y precisa Putin, pone a los rusos fuera de un peligro también imaginario, y como custodio de ese fantasma posa el tipo de heterosexual extremo para las fotos del mundo. El Gran Eslavo perdido es así recuperado bajo la forma de un chongo alfa que preside el Arca de Rusia. La tensión entre modernización económica forzada de la casa rusa y preservación a toda costa de los viejos muebles –la homofobia– tiene su propio Ku-Klux-Klan, esos grupetes de jóvenes imbéciles vestidos a la usanza posmo-nazi que golpean a gays y luego acreditan su audacia junto a la presa malherida en las redes sociales, creyendo que así cumplen con alguna ley nocturna, y bien antigua, imposible de ser escrita en los códigos actuales.

De todos modos, la cuestión de la homosexualidad en Rusia tiene una infame historia. Una historia secular, además de religiosa. No mayor, eso sí y para ser sinceros, que muchas otras en el planeta. Proclive, claro, a las explicaciones científicas antes que al concepto de pecado pregonado por los ortodoxos. Cuando Héctor Anabitarte, miembro del Partido Comunista y uno de los fundadores del Frente de Liberación Homosexual de la Argentina, cumplió con el viaje iniciático a Moscú en los años sesenta, preguntó sobre los homosexuales, y la respuesta vino del lado de la psiquiatría: hay tratamientos reeducativos, y si el deseo es el síntoma de una enfermedad, el casamiento heterosexual debe ser el síntoma de la cura. Unos años después Anabitarte sale del closet ante sus camaradas argentinos y el partido lo despromueve, es decir, pasa de dirigente juvenil –seguramente por temor a la palabra que contagia– a nexo menor con los movimientos cristianos de base. Caído el comunismo en Rusia, los jerarcas de la Iglesia Ortodoxa, cuya ordenación viene creciendo desde 2008, se ocuparon durante estas últimas décadas de convocar jinetes bíblicos y anuncian a la feligresía que la homosexualidad desregulada y el matrimonio indiferenciado son literalmente síntomas del Apocalipsis.

Putin y el Kremlim –y los patriarcas religiosos– han elegido resucitar el fantasma de la homosexualidad como mecanismo de conservación del “hombre ruso”. La represión de la homosexualidad termina siendo en cierta manera la represión de toda sexualidad. Parece un método de control y de construcción identitaria muy viejo, pero quizá funcione. Occidente reprocha tarde, porque para su supuesta lucha contra la homofobia siempre le vino mejor concentrarse en los países musulmanes. Se enoja justo cuando el ex agente de la CIA, Edward Snowden, responsable de transparentar los mecanismos de vigilancia imperiales de Estados Unidos, consigue asilo bajo la garra fría, oportunamente homofóbica, de ese nefasto Vladimir Putin.

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