turismo

Domingo, 18 de agosto de 2013

COSTA ATLáNTICA. EL HOTEL BOULEVARD ATLáNTICO DE MAR DEL SUD

El último pasajero

En el pueblo bonaerense de Mar del Sud un hotel en ruinas resiste de pie, habitado por un pasajero que durmió allí por primera vez en 1948, cuando enamoró a una cantante de chansons francesas. Signado por historias de amor y de muerte, el histórico hotel perdura como el esqueleto de un naufragio a metros del mar.

 Por Julián Varsavsky

Casi sobre los médanos de Mar del Sud –a 17 kilómetros de Miramar– yacen los restos centenarios del Hotel Boulevard Atlántico, una señorial mole neoclásica que parece el naufragio de un trasatlántico arrojado por el mar a 100 metros de la costa. Los “sobrevivientes” originales de aquel naufragio –entre los que hubo exiliados de la Rusia zarista e inmigrantes judíos– han muerto de viejos. El suntuoso mobiliario se ha perdido y el salitre del mar carcomió los barroquismos afrancesados de la fachada. Pero increíblemente sigue estando allí el último “capitán” de ese barco, Eduardo Gamba, quien a sus 82 años vive casi entre las ruinas como un soñador salido de Los siete locos, empeñado en reflotar la “nave” donde conoció a su gran amor francés en el verano de 1948.

Mantener en pie este hotel construido en 1890 es la quijotesca empresa de su último morador. Si se desplomara, lo haría sobre sus recuerdos y su propia cabeza, ya que todos los días el “capitán” recorre los “camarotes” con sus techos derrumbados en el segundo piso, sube las crujientes escaleras de madera y coloca antiguas palanganas de acero bajo las goteras.

Eduardo Gamba en los fondos del hotel, último pasajero de una nave casi naufragada.

VERANO DEL ’48 Don Gamba quita el candado con la cara roja de frío y abre las dos hojas del portal de hierro. Cuenta que a los visitantes les cobra $ 25 por relatarles su historia y llevarlos a recorrer los señoriales salones de la planta baja, donde aún hay un suntuoso espejo con marco de volutas doradas entre paredes ya sin revoque. La sala comedor tiene piso de pinotea, sobre el que comían hasta 220 personas con cubiertos y bandejas de plata atendidos por mozos con guantes blancos. Hoy huele a humedad y están desperdigados por el suelo los fragmentos desmembrados de las antiguas camas de hierro. La pared todavía tiene el tablero de luz original, con switch de porcelana. En las galerías del patio interno, con sus palmeras centenarias, hay dos puertas sacadas de su quicio para convertirlas en protección contra los ladrillos que caen desde las alturas. En los fondos se descubren, entre los pastizales, los restos de una cancha de tenis de cemento. Al sótano ya no se puede ingresar, pero cuenta Gamba que de joven se pasaba horas allí excavando para comprobar si era cierto que había un tesoro escondido por los tripulantes de un submarino nazi.

Al entrar al hotel se respira un aroma a majestuosa decadencia. La oxidada reja del portal tiene fragmentos rotos atados con alambre. Las palomas anidan en los balcones. La gran escalera central con peldaños de madera que lleva al segundo piso está clausurada con una soga: sobre el séptimo escalón un ladrillo recién caído del techo es una advertencia.

La relación de Eduardo Gamba con el hotel, eje de su vida en los últimos 65 años, está marcada por un amor: el de una hermosa cantante hija de franceses de alcurnia, cuyo nombre artístico era Mabel Dupont. Se conocieron en el hotel cuando ella tenía 16 y él 17. Su amada cantaba como un ángel chansons francesas y la llamaban la Edith Piaf argentina.

En febrero de 1948 Gamba se alojó unos días en el hotel –”atraído por los bailes y las jóvenes inglesas y francesas que se decía veraneaban aquí”– y comenzó a cruzar miradas con la baladista. Pero ella estaba siempre con sus padres y ni siquiera le podía hablar. En las temporadas siguientes, el joven se las ingenió para volver llevando un proyector de 18 mm con el que ofrecía ciclos de cine: sin la menor inocencia, se inclinaba por el cine francés, para encontrar una excusa que le permitiera entablar conversación con la mujer que ya en secreto amaba, cual Florentino Ariza en El amor en los tiempos del cólera: y en su cuarta temporada en el hotel, finalmente pudo hablar con ella.

“Mabel era muy pizpireta y se paseaba en bikini sobre las arenas, para escándalo de una clientela de clase alta que llenaba el exclusivo hotel, al que sólo se podía acceder previa recomendación de otro huésped”, comenta Gamba. En el hotel se hicieron novios y nueve años después se casaron. Luego siguieron viniendo como turistas al hotel hasta 1972, cuando al morir el concesionario Gamba ocupó su lugar y pasó de pasajero a hotelero. La pareja duró veinte años, hasta la muerte de ella. Más tarde Gamba se volvió a casar pero de nuevo enviudó. En 1982 compró el hotel y lo siguió gestionando hasta 1993.

La reja oxidada de la puerta aún guarda secretos de la vieja gloria que conoció el lugar.

CASA TOMADA A medida que la decadencia avanzaba, durante los ’80, a Gamba se le fue haciendo cada vez más difícil sostener en pie ese elefante blanco ya casi centenario. Y en su afán por mantenerlo con vida comenzó a buscar socios que invirtieran en la mejora de las instalaciones. Según se cuenta en el pueblo, esta búsqueda habría sido el origen de la usurpación del hotel entre 1993 y 1998.

Aparentemente una mala elección de los socios generó que un buen día éstos no lo dejaran a Gamba entrar al hotel, a punta de escopeta con caño recortado. Así terminó instalada una banda de mafiosos, cuyo jefe se paseaba por las calles de traje blanco y fumando habanos. Mientras tanto, la banda se dedicó a desmantelar el hotel y vender el mobiliario en casas de antigüedades, además de instalar en el interior un bar de dudosa reputación.

La tragedia sacudió los cimientos mismos del hotel en 1993, cuando la banda ya consolidada pretendió extender sus dominios. Mediante un sutil trabajo de incorporación y amedrentamiento de socios en la cooperativa eléctrica de Mar del Sud, los bandidos pretendían apoderarse de la empresa. Héctor Rubí González, un panadero miembro del Partido Socialista y presidente de la comisión directiva, se dio cuenta del plan y le ofreció a un miembro de la banda alcanzarlo hasta Mar del Plata para tratar de sacarle información en el camino. Para ello instaló un grabador debajo del asiento. El bandido confesó el plan inculpando a toda la banda. Pero a mitad del viaje mató de cinco balazos a González, abandonándolo en su auto a la vera de la ruta, donde hay ahora una cruz con montones de botellas de plástico, quizá porque los viajeros creen que es un santuario de la Difunta Correa. Allí un cartel oxidado con la rosa del Partido Socialista pide: “No se olviden de Rubí González”. Al asesino lo descubrieron porque su voz y los tiros fueron registrados por el grabador escondido. La banda fue desmembrada y finalmente Gamba pudo recuperar el hotel en febrero de 1998 –exactamente cincuenta años después de sus primeras vacaciones allí– ya en irremediable estado ruinoso.

UNA DE VAMPIROS En 1990 Eduardo Gamba debutó en el cine actuando de sí mismo y de vampiro. Se trataba de un corto llamado Penumbras, dirigido por Darío Arcella, dentro del Boulevard Atlántico, donde se refugiaba una pareja que había asaltado una estación de servicio. En la película el dueño del hotel era un vampiro. Pero un día antes de comenzar el rodaje, el protagonista se accidentó camino al hotel y se rompió la cadera: entonces Gamba, viendo que la película se quedaba sin su vampiro estelar, leyó el guión observando que éste recibía a sus huéspedes con la frase “Bienvenidos a mi hotel, entren por favor”. Con sentido de la oportunidad, le explicó al director que él hacía exactamente eso todos los días, así que no necesitaría actuar: el papel fue suyo de inmediato. En verdad –confiesa Gamba– “yo les había alquilado todo el hotel con pensión completa por un mes para treinta personas. Y sin el protagonista todo se venía abajo”. Así que, por el mismo precio, Gamba terminó chupando sangre y el corto se pasó en cable. Como resultado, aún hoy llega gente buscando conocer “el hotel atendido por un vampiro”.

El Renacimiento francés y el Neoclasicismo se combinan en la fachada del Boulevard Atlántico.

UN SUEÑO DORADO “El hotel no me pertenece, sino que yo pertenezco al hotel”, afirma Gamba con un dejo de ironía. A medida que la decadencia avanzaba, este Quijote de los médanos se trepaba a los altísimos techos de pizarra a soldar canaletas y tapar goteras. Cuando un cuarto sucumbía al tiempo, lo cerraba y el hotel se iba achicando de a poco. Así fue clausurando un ala y la otra, hasta quedar arrinconado en su fortaleza que se le iba cayendo encima. En todos estos años Gamba siguió yendo a caminar junto al mar todas las mañanas, como hacía cada verano con su amada que le cantaba en francés. “Nos íbamos los 17 kilómetros de la mano hasta Miramar cuando todo esto era un paraíso virgen, sólos con Dios y la naturaleza... y nos bañábamos desnudos”, relata Gamba sin que se le quiebre la voz.

Hoy vive con estoicismo en una casita adosada al hotel que es el sostén de su vida, aunque no precisamente el económico. Las columnas soportan a duras penas los recuerdos de un hombre que no vive por cierto en la nostalgia, sino que tiene planes muy concretos. Durante años estuvo buscando una mano salvadora que se asociara a él para reflotar la vieja gloria: no faltaron aprovechadores y otros que no entendían que el hotel no se vende. Hasta que finalmente apareció un consorcio con el que ha cerrado contrato y el mes que viene comenzarán los trabajos de restauración. El hotel tendrá incluso piscina climatizada y Gamba –a quien no lo doblan los años– será el presidente del consorcio.

Quien visite el lugar –hay que apurarse si la idea es verlo en decadencia– puede comprar una copia en DVD de la bizarra película Penumbras y ver a un señor con colmillos y capa negra que monologa en la ficción las mismas palabras que acaso diría en un documental: “Me agrada que el hotel sea grande y antiguo... pertenezco a una familia muy antigua. Si tuviera que vivir en una casa nueva, creo que me moriría. Tengan ustedes en cuenta que una casa nueva no puede hacerse habitable en un solo día; hacen falta muchos días para hacer un siglo. Por mi parte, ya no busco la alegría ni la problemática felicidad. Ya no hay placeres que me satisfagan. Los muros de este hotel se están desmoronando. Lo invaden las sombras y el viento lo atraviesa por todas partes. Amo las sombras y todo lo que es oscuro. Y no hay nada que me agrade más que estar a solas con mis pensamientos”.

El hotel queda en la Av. 100 entre 13 y 13. Teléfonos 02291491135 y 0223156030994. Conviene llamar de antemano para concertar la visita con Eduardo Gamba.

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El patio, con las palmeras centenarias, encierra el sector en mayor estado de decadencia.
Imagen: Julián Varsavsky
 
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