turismo

Domingo, 9 de marzo de 2014

DIARIO DE VIAJE. MIGUEL DELIBES EN HOLANDA

Pólderes por la ventanilla

A principios de los años ’80, el escritor Miguel Delibes hizo un viaje en auto desde su España natal hasta Suecia –donde debía dar una serie de conferencias–, atravesando Francia, Bélgica y Holanda. De esa experiencia nació su sexto y último libro de viajes, crónicas con mucha observación, que más de 30 años después oscilan entre la vigencia y la nostalgia.

 Por Miguel Delibes *

“El viaje en automóvil, con varios conductores que se turnen, es para mí el medio ideal de viajar. El avión es más rápido, pero elimina de entrada la transición, y viajar es ir cambiando paulatinamente de paisaje y paisanaje, ir interponiendo vistas entre nuestro punto de partida y de destino. En cualquier caso, un proceso: saber de dónde venimos e ir develando gradualmente adónde vamos.”

Existe un dicho, muy difundido, según el cual Dios hizo el mundo pero a Holanda la han hecho los holandeses. Y esta afirmación que, a primera vista, parece una jactancia, resulta exacta en lo que se refiere a la cuarta parte del suelo del país. Es decir, Dios hizo 30.000 kilómetros cuadrados de Holanda; los otros 10.000 son manufacturados, los han añadido los holandeses. ¿Cómo? Robándole tierra al mar, a los ríos, desecando lagos. En este sentido, cuando un holandés habla de engrandecer su país, no está aludiendo a su arte, ni a sus glorias militares, a su agricultura ni a su industria, sino, literalmente, a hacer más grande su suelo. El holandés saca, pues, tierras de la nada o, mejor dicho, las pone a flote, las extrae del agua, las hace emerger en un bonito juego como de prestidigitación. Estas tierras emergidas son los celebérrimos pólderes, donde se asienta buena parte de la agricultura y la población, muy crecida, de este pueblo.

Hoy dedicamos la jornada a visitar los dos pólderes más recientes –el Flevoland Sur y el Flevoland Este–, alumbrados hace apenas veinte años; el dique que une Lelystad con Enkhuizen (primer paso de la desecación del pólder Markerwaard) y, finalmente, el gran dique por el que corre una espectacular autopista, de 30 kilómetros de longitud, desde Den Oever a Kornwerderzand, concluido en 1932 y que vino a convertir el golfo de Zuiderzee, un mar inquieto y alborotado, en el apacible Ijsselmeer, un lago de agua dulce. En unos años, como por arte de birlibirloque, los holandeses han cambiado las merluzas por anguilas y se han quedado tan frescos. Mas, con este dique, la operación Zuiderzee no había hecho más que comenzar: el golfo se había transformado en lago. Detrás vendría la parcelación del mismo por medio de diques y la subsiguiente desecación. Hoy, de las 400.000 hectáreas aproximadamente del viejo golfo, unas 150.000 son ya tierra firme, otras 60.000 están camino de serlo y el resto lo será en el momento en que los holandeses se lo propongan.

(...)

Pero ¿cómo se hace un pólder? ¿Cómo esa turba arenosa, fuertemente salinizada, puede llegar a convertirse en ubérrima huerta, en unas tierras de labor tan productivas como las más productivas de Europa? El siglo XX ha traído consigo grandes adelantos técnicos y unos tratamientos fisicoquímicos capaces de obrar el milagro. Nuestro recorrido por los pólderes Flevoland (todavía, uno de ellos, en fase preparatoria) y la construcción del dique entre Lelystad y Enkhuizen, que ha aislado, al sur del viejo Zuiderzee, más de sesenta mil hectáreas de agua, me han ayudado a comprender el fenómeno. Esos miles de litros de agua que quedan a la izquierda de la carretera que discurre por la presa serán achicados, mediante bombas, al otro lado del dique. Y, una vez que la tierra emerja, habrá que secarla, desalinizarla y disponerla para el cultivo. La cosa se agrava con las lluvias, que a estas alturas del mapa nunca faltan y la propensión a volver a sumergirse de las tierras recién alumbradas.

Lo primero que procede entonces es disponer su drenaje. Para ello, los pólderes del Zuiderzee quedan separados del continente por unos canales, es decir, son islas dentro del lago. A estos canales vierten las aguas procedentes del avenamiento, sistema de desagüe cuidadosamente dispuesto para impedir la inundación. El agua, que en tiempos se achicaba –como no sé si dije– mediante molinos de viento, se drena hoy con motores diesel y procedimientos eléctricos. Ya tenemos, pues, tierra y un método para mantenerla con el grado de humedad pertinente. Ahora viene su preparación para el cultivo, una serie de operaciones sucesivas y pacientes que nunca duran menos de diez años. En primer lugar, aviones especializados riegan el pólder recién emergido con unas semillas que no he podido identificar y que producen unas hierbas desflecadas y largas que, una vez secas, son incendiadas. Tras una pausa, la tierra es movida, arada en profundidad y sembrada de maíz, trigo, cebada y avena. Las primeras recolecciones de estos productos son dedicadas a piensos para ganado. Son varias las cosechas con este destino. A continuación, el pólder, ya bastante desalinizado, se siembra de colza –de trágica actualidad hoy en España–, una especie de coles, cuya semilla es utilizada por los holandeses para fabricar aceite. Del grado de salinidad de la tierra dependerá el tiempo de tratamiento. Posteriormente, doce o quince años después, en condiciones ya de cultivo, se sembrarán de pastos, cereales o remolacha. Por el contrario, las tierras menos aptas para el cultivo se convertirán en bosques; álamos y chopos en principio; abetos, acacias y alisos, después.

FLEVOLAND Visitar los pólderes Flevoland, aún muy jóvenes, comporta el privilegio de sorprender a la tierra en alguna de las fases indicadas. De entrada, lo que más choca al visitante es su despoblación, más llamativa aún después de recorrer la llanura marítima, entre Amsterdam y Dordrecht, una quinta parte del territorio nacional, donde se concentra la mitad de sus habitantes, es decir, hacia siete millones o siete y medio, una densidad demográfica de más de quinientos por kilómetro cuadrado. Si tenemos en cuenta que Soria y Guadalajara apenas alcanzan un promedio de diez habitantes por kilómetro cuadrado, nos daremos idea del hacinamiento de la llanura marítima holandesa. Luego, aquí y allá, surge una granjita, una pequeña población y, de pronto, al abocar al Flevoland Este, lo inesperado, Lelystad, una ciudad con trece años de vida, una ciudad de nuevo cuño, planeada y salida de la nada, una ciudad que no se parece a ninguna otra, con un centro administrativo y comercial muy activo y, como una reacción contra la vieja arquitectura de tejados puntiagudos, y fachadas de ladrillo oscuro, techos planos y fachadas blancas y, a sus cuatro costados, separados por amplios espacios verdes, los barrios residenciales, tradicionales los unos, modernos otros, pero –en todo caso– sin rascacielos o símbolo alguno de arrogancia u ostentación. Una ciudad nueva, distinta, pero modesta. En sus alrededores, anuncios sorprendentes, como arrancados de un film del Oeste: “Centro de información para Tierras Nuevas” y, a la entrada de la carretera que corona el dique, y a todo lo largo de ella, advertencias con doble alcance: “¡Peligro, pájaros!” o “¡Piensa en los pájaros!”, avisos oportunos, ya que la fauna acuática –patos reales, porrones, gaviotas– se amontona en las aguas, a ambos lados del carril. Y, a pesar de todo, no son pocos los cadáveres de estas aves que se encuentran en la carretera. ¡Inolvidable espectáculo este de los pólderes solitarios, en vías de formación! Dentro de cinco, diez años, quizá menos, estas tierras, que apenas cobijan hoy cuatro pueblecitos y una docena de granjas en una extensión de cien mil hectáreas, servirán para descongestionar este país superpoblado.

Otra cuestión. ¿De quién son estos campos, ayer inexistentes, que en unos años han venido a aumentar el espacio habitable y cultivable del país? En principio, cosa natural, del Estado. Terminadas las operaciones preliminares y en trance ya de producir, los pólderes son divididos en parcelas rectangulares, de alrededor de veinticuatro hectáreas y en cada parcela se erige una granja. Estas granjas se conceden, en principio, en arrendamiento, a los campesinos cuyas tierras fueron expropiadas por razones de utilidad pública. Detrás vienen los hijos de granjeros que quieren establecerse por su cuenta y, finalmente, cualquier aspirante por orden riguroso de solicitud. Pero el gobierno holandés, persuadido de que la tierra sólo es fecunda cuando se la ama y únicamente se la ama cuando es propia, concede cada cierto tiempo una opción a los arrendatarios para acceder a la propiedad. En realidad, según me dicen, son pocos los que desertan.

Pero aparece la tierra donde ayer había agua y cesa, lógicamente, la actividad de los pescadores de los pintorescos pueblecitos que festoneaban el viejo golfo. Estos hombres observan atónitos cómo crecen el trigo y los árboles a su alrededor, donde antaño faenaban. Estos pueblecitos derivan hacia la agricultura, o se dedican a la captura de otras especies en el lago o los amplios canales (en Lelystad, la ciudad más joven del mundo, se erigió hace años un instituto dedicado a la cría de peces de agua dulce que suplieran a la fauna marítima del golfo), o quedan intactos, como meras reliquias turísticas. Concretamente, el puerto de Hoorn, centro de la actividad de las Compañías de Indias, es hoy un puertecito náutico, de puro recreo deportivo.

Al regreso de la excursión, María Teresa y José Manuel García de la Torre nos invitan amablemente a cenar en su casa, con Darío Villanueva. Los hijos del matrimonio atienden mi insaciable curiosidad en torno de los pólderes y al preguntar a uno de ellos, con inquietudes ecológicas, por los posibles trastornos que podía ocasionar esta alteración de la naturaleza, me responde muy serio: “A nosotros nos preocupa más la supervivencia de las focas y de las ballenas. Ese sí es un peligro real e inmediato.”z

* Miguel Delibes, Dos viajes en automóvil: Suecia y los Países Bajos. Plaza & Janés, 1982.

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Pólder, la tierra emergida como por arte de magia que los holandeses ganan al mar.
Imagen: Holland Media Bank
 
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