turismo

Domingo, 8 de marzo de 2015

CHILE. COSTA Y DESIERTO EN ANTOFAGASTA

El norte más remoto

En el norte de Chile, Antofagasta abarca los contrastes del desierto de Atacama y el borde costero del Pacífico. Epicentro de la minería, la región se abre al turismo con Taltal, el cerro Paranal y las playas de Mejillones, un mundo por descubrir.

 Por Graciela Cutuli

Fotos de Graciela Cutuli

En el aeropuerto de Antofagasta hay que buscar con lupa un souvenir. Hay bolsos estampados que proclaman Chile, Santiago –aunque nos separan más de 1000 kilómetros en línea recta– y hasta la remota Isla de Pascua, pero nada de la ciudad donde acabamos de aterrizar después de una hora y media de vuelo. Hay moais en miniatura, botellitas de aceite de palta, pebre y tallas en lapislázuli. Por fin, en un kiosco más apartado, aparece casi escondido un manojo de llaveritos de cobre, con forma de casco de minero y la leyenda “Antofagasta”.

Apenas un síntoma de lo que ya sabemos: Antofagasta no es turística. O no lo era. Es la ciudad con mayor ingreso per cápita de Chile, de la mano de esa minería y del cobre que evocaban los llaveritos, y por lo tanto una de las más caras, aunque nos cueste notarlo en una visita de pocos días: este detalle lo perciben sobre todo los residentes. Pero ahora, después de haberse renovado y haber puesto en valor su bello borde costero sobre el Pacífico, Antofagasta sale a jugar en la cancha de los grandes. Y se confirma como punto de partida ideal para explorar la región del desierto de Atacama: porque esto que nos rodea apenas salimos del núcleo urbano es el más puro desierto de Atacama, el más árido de la tierra, aunque habitualmente sólo se lo asocie con el poblado de San Pedro, el de los volcanes y los géiseres, que está a más de 350 kilómetros. Y a unos 2600 metros de altura, en tanto aquí el desierto nos recibe al nivel del mar.

En el desolado paraje de Paposo estaba la antigua frontera entre Bolivia y Chile.

PONERSE EN EL MAPA Más allá de las discusiones que causa a su paso, “el Dakar nos hizo salir del anonimato geográfico, nos puso en el mapa. Antofagasta es la región más ancha de Chile, unos 355 kilómetros, y por lo tanto el único lugar del país donde tiene sentido hablar de norte, sur, este y oeste: en el resto de Chile se va al mar o al cerro, al norte o al sur”.

Lo dice nuestro guía, Jaime Droguett, apenas nos recibe para dejar Antofagasta rumbo al norte. Y agrega que esta región “era de Bolivia y ahora es el sustento de Chile. Lo fue históricamente con el guano y el salitre, y lo sigue siendo con el litio y el cobre”. Pero las huellas del pasado quedan, tal como las veremos al llegar al paraje de Paposo, donde se levanta el hito que recuerda dónde se encontraba la antigua frontera con Bolivia: una auténtica materialización de la historia, en medio de un puñado de casas solitarias y barridas por el viento sobre un Pacífico tan grisáceo como fascinante.

Pero para Paposo aún falta. Salimos de Antofagasta por la Ruta 5 Panamericana y 75 kilómetros al sur aparece uno de los símbolos del desierto de esta región: la gigantesca Mano del Desierto, una escultura de 11 metros de altura del chileno Mario Irarrázabal, que se levanta como un pedido de auxilio o un gesto solidario en medio de la nada. Detenerse es un rito ineludible: lo hacen las familias de turistas con sus autos, los choferes de carga con sus camiones, los aventureros de medio mundo que atraviesan el desierto en moto. Todos se llevarán de aquí su foto y su selfie, para luego irse y alejarse hasta ver cómo la mano –como en un mudo gesto de saludo– parece despedirse hasta desaparecer en el horizonte terroso del desierto.

“Para entender bien el desierto de Atacama hay que verlo de este a oeste, porque es un desierto ‘vertical’. Muchos desiertos en el mundo son planos o bastante uniformes, pero éste no”, agrega nuestro guía, mientras nos indica hacia nuestra izquierda la ubicación del gigante Llullaillaco, el volcán fronterizo entre la Argentina y Chile que se yergue como centinela de la Puna de Atacama, con sus 6739 metros de altura.

Un poco más adelante, hacemos un alto en el cementerio abandonado del salitral Oficina Chile. Es como entrar en un paisaje inmóvil, solidificado en el tiempo. Hace calor pero no ahoga, y el viento que levanta el polvo del desierto también mueve las aspas de un parque eólico cercano, en extraño contraste con estas tumbas desahuciadas, que guardan la memoria de los niños muertos por la epidemia de gripe de 1918 y los inmigrantes de nombres exóticos llegados de todas partes del mundo para entregar al salitral la fuerza de sus brazos.

Sólo desteñidas flores de papel, una tradición de la región y la única que puede resistir la aridez del entorno, decoran tristemente las lápidas y las desoladas cruces de madera pulidas por el viento y la arena. En este ambiente que peca de irrealidad no tardan en venir a la memoria las historias del salitral que cuenta el novelista chileno Hernán Rivera Letelier, que las conoció de primera mano, junto a casos legendarios como el del “empampado Riquelme”, un hombre que a mediados de los años ’50 subió a un tren rumbo a Iquique y jamás llegó a destino. Su desaparición dio lugar a mil y una conjeturas, hasta que su cuerpo apareció inesperadamente en 1999, abandonado junto a sus pertenencias en medio del desierto de Atacama.

La Portada, el arco natural que se levanta sobre el Pacífico a la entrada de Antofagasta.

TALTAL Y PARANAL Hasta que llegamos a destino –el pueblo de Taltal, el punto más meridional de este viaje– nos rodearán de un lado el Pacífico y del otro las instalaciones mineras. Este poblado, pequeño y prolijo, tiene sólo 13.000 habitantes y es más antiguo aún que Antofagasta. En las calles, los murales de mosaico replican las pinturas rupestres del desierto, y algunos guiños de humor –como la Optica “Ilusión”– nos reciben en la plaza principal, donde los niños juegan en caballitos de madera con ruedas a la sombra del Teatro La Alhambra, todo un espejismo a semejante distancia de los arabescos moriscos originales.

Sergio Orellana Montejo, el alcalde de Taltal, se detiene a conversar en la plaza, cuando atardece, y cuenta que los amonites hallados en las playas del lugar son el gran tesoro local, imán para un turismo que busca las huellas del pasado geológico de la Tierra. Los amonites, sin embargo, no son la única huella en estudio: aquí los arqueólogos descubrieron las creencias primitivas en una vida después de la muerte, a través de los ajuares funerarios y los entierros de los “changos”, los indígenas nativos del lugar, que eran sepultados en distintas posturas junto a sus casas. En Taltal aún falta desarrollo hotelero –agrega Orellana–, pero para el visitante tiene ese sabor incontaminado que se ha perdido en otros destinos sin duda fascinantes, como San Pedro de Atacama, pero tal vez demasiado asediados por el turismo.

“Nuestro gran potencial es tener una ciudad tranquila”, concluye, mientras nos recomienda visitar la locomotora situada frente al hostal Mi Tampi, un monumento nacional que data de 1907. En los alrededores, son comunes las casas prefabricadas traídas de Estados Unidos, y las viviendas inglesas del tiempo de las mineras: entre todas ellas se destaca el Club Social, que solía ser el lugar de convocatoria exclusivo de los anglosajones y hoy es un punto imperdible del viaje por esta parte del norte de Chile. “Cuando viajo por aquí –cuenta Jaime– me las arreglo para llegar para el almuerzo o la cena. Taltal es de 1855, más antiguo que Antofagasta, y el Club Social es de 1893, de la época del ‘rey del salitre’, John Thomas North, que lo manejaba en forma monopólica y luego operó con minas de diamante de Sudáfrica. Está construido con madera importada y es como un auténtico viaje en el tiempo.” Historia aparte, el congrio frito del Club Social le pone el broche de oro a la noche taltaleña, tan clara como sólo lo son las noches del desierto de Atacama. Y los días, porque no en vano el Observatorio Espacial Europeo (ESO) lo eligió para instalar sus impresionantes telescopios en el cercano cerro Paranal, desde donde se estudia el espacio oscuro y los misterios del universo. La visita, fascinante, se realiza por la mañana cuando los astrónomos duermen, y permite conocer la tecnología más avanzada del mundo para la exploración del espacio desde la Tierra.

El borde costero de Antofagasta, la ciudad minera que descubre su vocación turística.

EL BORDE COSTERO Completando el “lazo” que iniciamos al salir de Antofagasta hacia el sur rumbo a Taltal, volvemos por la costa pasando por Paposo y Paranal. La ciudad, que en los últimos años creció mucho y se expandió hacia los cerros, decidió también embellecer su borde costero y poner en valor sus playas: hoy es común ver a las familias y chicos jugando en el mar, a lo largo de los cinco kilómetros de playitas artificiales y pequeñas bahías instaladas entre los peñascos del Pacífico. El agua es fría –obra de la corriente de Humboldt– pero nadie se intimida porque hay un disfrute palpable de la nueva infraestructura que se vuelve contagioso.

Jaime nos hace notar un detalle que hemos visto en varias de las playas, incluso antes de llegar a Antofagasta: es pleno verano, y son comunes los campamentos en las playas. Como una casa de verano móvil arraigada en la tradición local: “La cultura indígena local es la camanchaca, los ‘changos’, como les dicen. Un pueblo que se cuidaba del sol con sangre de lobo marino... De ellos quedó la costumbre de acampar en la playa y andar siempre entre las rocas, buscando pulpos y mariscos. Es un comportamiento atávico”.

Dos playas cercanas a Antofagasta, Hornitos y Mejillones, reflejan el mismo fenómeno. Para llegar a Hornitos recorremos 80 kilómetros y cruzamos el Trópico de Capricornio, hasta llegar a esta playa bien protegida que concentra calor en las paredes de arenisca y por lo tanto levanta mayor temperatura que en otras de la región: de ahí el nombre, cuya influencia parece alcanzar a las aguas no muy frías, que llegan en olas tranquilas hasta una playa extensísima. El “hornito” en cuestión lo sienten sin duda los jóvenes que hacen parapente sobre las paredes de arenisca que enmarcan la playa, y que son en realidad un levantamiento del fondo marino bastante anómalo en la costa chilena. Sus alas artificiales se mantienen en vuelo por el calor que genera la pared de roca, mientras ellos se elevan siguiendo el rumbo que les marcan los jotes: también las aves aprovechan las térmicas en su vuelo, como subrayan todos los instructores de parapente.

Un rato antes del mediodía, dejamos Hornitos rumbo a Punta de Rieles, a 35 kilómetros. Punta de Rieles es una bellísima playa de Mejillones en la punta de una península, a la que llegamos por un camino de pura arenisca y roca, todo curvas y desierto.

Desde arriba la vista es espectacular, sobre pequeñas calas de aguas verde-turquesa que crean una ilusión tropical acentuada por el cielo brillante de sol. Aquí también están las carpas instaladas para pasar el verano en la playa, como la de Juan Menares Henríquez, que está con toda su familia y nos recibe con una espectacular sopa de mariscos, cabrilla frita y arroz.

Nacido y criado en Mejillones, Juan tiene todo el aire de un auténtico lobo de mar. Era pescador artesanal hasta que comenzó a organizar en temporada paseos náuticos y avistajes de ballenas, un paseo imperdible para quien pase por aquí y se lo encuentre al borde de la playa: “En agosto se ven grupos de hasta 40 ballenas de aleta, luego llegan las jorobadas y los delfines”, cuenta, mientras apresta su lancha para salir rumbo a un paseo de una hora que nos hará descubrir el sector de Punta Angamos, donde se establecieron cientos de lobos marinos tras el fenómeno del Niño de los años ‘80 y ‘90. Muchos de ellos descansan sobre la boya que recuerda el combate naval de Angamos, en 1897, cuando Chile capturó el buque peruano Huáscar. El espectáculo es impresionante: un mar bellísimo coronado por la espuma de las olas, donde surgen algunos farallones y sobrevuelan cientos de aves marinas. Cormoranes y gaviotas siguen atentamente el paso de nuestra embarcación y nos sobrevuelan, mezclándose con algún pingüino que también se aferra a las rocas entre los lobos marinos. Como otro mundo, un mundo de naturaleza prístina y salvaje que se abre ante nuestros ojos fascinados por el descubrimiento de este secreto bien guardado tan cerca de las playas de Mejillones.

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La playa de Mejillones, punto de partida para avistar lobos marinos y, en temporada, ballenas.
 
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