turismo

Domingo, 23 de agosto de 2015

ARGENTINA. LíNEA DE VIEJOS FORTINES

Tiempo de malones

Gauchos, indios, soldados. Algunos fortines reconstruidos en la provincia de Buenos Aires y en La Pampa, con sus ranchos y su empalizada, permiten revivir los tiempos de la durísima vida en la línea de frontera a fines del siglo XIX.

 Por Graciela Cutuli

“Yo andaba desesperao / aguardando una ocasión / que los indios un malón /nos dieran, y entre el estrago / hacérmeles cimarrón / y volverme pa’ mi pago.

Aquello no era servicio /ni defender la frontera: /aquello era ratonera / en que es más gato el más juerte: / era jugar a la suerte / con una taba culera.

Allí tuito va al revés: / los milicos se hacen piones, / y andan por las poblaciones / emprestaos pa trabajar; / los rejuntan pa peliar / cuando entran indios ladrones”.

La “ratonera” de Martín Fierro es una definición despiadada pero gráfica de lo que debió de haber sido la vida en los fortines, cuando el “hombre blanco” intentaba defenderse de los malones de los nativos con una línea de fortificaciones en la frontera de ese territorio que estaba destinado a ser una sola nación. Y “ratonera” no sólo para un rebelde como él: las condiciones eran crueles para todos, empezando por los propios soldados que eran simples gauchos obligados a sumarse al ejército y trabajar en el fortín, so pena de fuertes represalias. Si no había comida, no había para nadie: a salir entonces en busca de avestruces, cuises, mulitas, a hervir si era preciso trozos de cuero, a comer la hierba, que eso sí deparaba la pampa. Un siglo y medio más tarde, es difícil imaginar la vulnerabilidad del fortín en la inmensidad desierta de aquellas tierras inhóspitas: apenas unas empalizadas de postes rodeados de zanjas, que encerraban algunos ranchos y un mangrullo. Y todo enfrentado a una aparente nada, habitada por indios que defendían su tierra con su sangre.

FORTINES Y FRONTERA La mayoría de aquellas precarias empalizadas, junto con sus casas de adobe, piedras y palos, fueron tragadas por la pampa. Poco y nada queda de aquella línea que veía, aislados a veces por cientos de kilómetros, un recinto de troncos a pique construido sobre un terreno sobreelevado, custodia de ranchos donde vivían el comandante y sus soldados, apiñados con su arsenal, con la prisión, con el establo, tal vez con alguna pulpería, con el corral para los caballos y con el mangrullo.

Sin embargo, reconstrucciones de por medio, hay varios fortines que permiten revivir aquella época en que el gobierno argentino decidió dar un giro en su abordaje del “problema del indio”, ocupando definitivamente su territorio bajo una premisa inflexible: “La guerra es contra el desierto para poblarlo, y no contra el indio para exterminarlo”. Adolfo Alsina, ministro de Guerra de Nicolás Avellaneda, ordenó levantar una serie de fortines comunicados telegráficamente, y cavar una zanja que tenía dos metros de profundidad, tres de ancho y un parapeto de un metro de alto por 4,50 de ancho para evitar el arreo del ganado robado. Con el tiempo, muchos de esos fortines se transformaron en ciudades, desde Bahía Blanca a Chascomús, de San Antonio de Areco a Navarro, además de Villa Mercedes, Rojas, Lobos y Monte, entre muchos otros. En algunos casos, a los poblados así nacidos les quedó el nombre de fortín como Fortín Olavarría pero ningún vestigio de la construcción que les dio origen.

El fortín de Navarro una réplica levantada en 1997, cuando se cumplieron los 230 años de su establecimiento original es un ejemplo clásico de esta precaria fortaleza hecha de barro y paja, con 650 palos irregulares a modo de protección perimetral. El fortín fue ubicado en la misma orientación y exactamente con las mismas medidas que el original, originado en 1767 a orillas de la laguna de Navarro y convertido no precisamente en un modelo en su género: las crónicas de una década más tarde lo definen como un “mal corral de ganado, pues entre palo y palo cabe un hombre perfilado”, con un foso que “quedó a los principios, pues apenas ha hecho una cuarta parte de él, y tan accesible que se puede pasar a caballo”, sin “más vivienda que un rancho para treinta hombres y uno pequeño, pero tan estropeados que sólo defienden del sol”. Apoyado por otros fortines en localidades vecinas, logró su cometido: la última incursión indígena a las chacras de Navarro se registró en 1824.

En la zona serrana del sur bonaerense, el cordón Cura-Malal es el primer lugar de la Argentina donde se efectuó la conscripción: corría el año 1896, cuando el gobierno decretó la movilización de 10.000 miembros del ejército y 24.000 civiles. Ya existía entonces la línea fortificada que iba desde Bahía Blanca a Trenque Lauquen, y quedan como testimonio de aquel tiempo el Fuerte Argentino (a unos siete kilómetros de Tornquist) y el Fortín Pavón de Saldungaray, con vista hacia las barrancas del río Sauce Grande. Su historia se remonta a 1833, cuando Juan Manuel de Rosas abrió un camino que unía Azul, la actual Sierra de la Ventana y Bahía Blanca, construyendo postas y fortines. Una de las postas, a orillas del río Sauce Grande, generó un pequeño núcleo de población que sería nuevamente desplazada por el indio tras la caída de Rosas. Pero el fortín volvió a funcionar en 1862, ya con el nombre de Pavón, y estuvo activo al menos 25 años más.

Parque de aquella línea fortificada entre Bahía Blanca y Trenque Lauquen fue también el Fortín Mercedes, cercano a la localidad de Pedro Luro. Fue fundado con el nombre de Fortín Colorado en 1833 y rebautizado como Fortín Mercedes en 1875: algunos años más tarde, ya concluidos los malones que asolaban esta parte de la provincia, comenzó el asentamiento de una población en torno al fortín. Y junto con ellos llegaron los religiosos salesianos, fundadores de una misión establecida junto al fortín en 1895, donde estudió Ceferino Namuncurá (sus restos, que estuvieron aquí muchos años, fueron finalmente trasladados a Neuquén por sus familiares en 2009, y enterrados bajo un rito mapuche).

Desde luego, los fortines no eran exclusivos de la provincia de Buenos Aires, sino que jalonaban toda la línea “fronteriza” desde Carhué –en territorio bonaerense– a Villa Mercedes (San Luis), Choele Choel (Río Negro), Malargüe (Mendoza) o Chaco (donde las cercas de troncos en general se ponían en posición inclinada sobre la zanja circundante, para evitar que el enemigo las trepara). Hoy se puede visitar el fortín histórico Huitrú en terrenos de la estancia Villaverde, en La Pampa: se trata de una defensa fundada en torno a 1870, reconstruida sobre las ruinas que habían quedado en el lugar, a pocos kilómetros de una rastrillada indígena. Las rastrilladas, como las explicó Lucio V. Mansilla, eran “surcos los surcos paralelos y tortuosos que con sus constantes idas y venidas han dejado los indios en los campos. Estos surcos, parecidos a la huella que hace una carreta la primera vez que cruza por un terreno virgen, suelen ser profundos y constituyen un verdadero camino ancho y sólido. En plena pampa no hay más caminos. Apartarse de ellos un palmo, salirse de la senda, es muchas veces un peligro real; porque no es difícil que ahí mismo, al lado de la rastrillada, haya un guadal en el que se entierran caballo y jinete enteros”.

Por otra parte, también se llamaba “fortines” como el que hay en Malargüe, en el sur de Mendoza a los cascos fortificados de algunas estancias, no siempre para defenderse de los malones sino también del simple bandolerismo. En Malargüe se pueden ver todavía restos de paredes de tosca y una habitación, aunque el recinto que había sido construido durante un intento de asentamiento de pehuenches en la región fue destruido por un incendio en 1881. Unos y otros, fortines contra el indio y fortines contra el bandolero, forman parte de una historia que hoy hay que leer sobre una llanura que intentó borrar sus huellas, pero que aún existe y se revela a los ojos del viajero atento.

Fortín Mercedes, reconstruido en el sur de la provincia de Buenos Aires, cerca de Pedro Luro.

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Defensa o “ratonera”: la empalizada y el mangrullo del Fortín Pavón en Saldungaray.
 
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