turismo

Domingo, 24 de enero de 2016

CATAMARCA > LA CUESTA DEL PORTEZUELO

Alto como el cóndor

Las alturas catamarqueñas invitan al vértigo. Bajo el vuelo de las aves andinas, con vista a los cerros y a la capital provincial, el paisaje parece abrirse a lo infinito: es el lugar ideal para caminar, andar a caballo, hacer parapente o, simplemente, quedarse quieto y mirar.

 Por Juan Manuel Mannarino

En la cima de la Cuesta del Portezuelo, a 1600 metros de altura, se respira un aire fresco y relajante que invita a cerrar los ojos. Se escucha el silbido del viento y luego un silencio que podría funcionar como el preludio de una de las vistas más impactantes de la Argentina. La sensación, al abrir los párpados, es única: entre los variados tonos de verde y violeta de los cerros Ancasti y Ambato, y bajo un cielo imponente, aparece San Fernando del Valle de Catamarca, la ciudad que se recorta a unos 18 kilómetros como un mosaico de puntos blancos y negros. Un cuadrado imperfecto de 300 mil habitantes que, cuando anochece, parece sentirse aliviado con el titileo de sus luces amarillas. El sol, omnipotente en el valle, se esconde en un manto de oscuridad y el calor ya no quema.

Es el atardecer de un día de verano y en la Cuesta, donde todo el año hay turismo, se preparan para la temporada. Una opción del viaje es completar el circuito hasta la Cuesta del Totoral, en un recorrido que dura más de un día. Pero la mayoría sólo llega a la cima del Portezuelo: algunos practican parapente y trekking o alquilan cabalgatas; otros se hospedan en la hostería La Cuesta del Portezuelo; y el resto se sienta, simplemente, a mirar.

Pablo es de Buenos Aires y llegó hasta el punto más alto junto a su mujer, Elena. Estira los músculos después de manejar por el camino zigzagueante. Los casi siete kilómetros que hay desde la base se pueden transitar en auto, moto, bicicleta o, para los más valientes, a pie. “Varias veces quise mirar para el costado, porque el paisaje del atardecer es hermoso entre las montañas, pero es peligroso. Manejé en las sierras de Córdoba y de San Luis, pero esta cuesta es más vertiginosa”, dice Pablo, mientras su esposa explica que pasearán por San Fernando antes de ir hacia el norte del país. “Pero valió la pena. Esta vista es fascinante”, agrega Elena, riendo.

Varios de los turistas que llegan hasta Catamarca están de paso: recorren la Cuesta y otros puntos como el Pueblo Perdido de la Quebrada y la villa veraniega de El Rodeo. Permanecen unos días y luego siguen hasta provincias cercanas como La Rioja, Tucumán o Santiago del Estero. “Hay un recambio permanente. La gente sale y entra y se va con un lindo recuerdo, porque en Catamarca se está tranquilo en lugares que no pierden el encanto de la naturaleza más salvaje”, explica Ernesto, chofer de una combi que sube la Cuesta todos los días.

Lo primero que hace Mario, cuando pisa la vereda de la hostería, es sacarse el casco y fumar un cigarrillo. Es uno de los tres motociclistas que llegó hasta la cima. Dice que es de Córdoba y que con sus amigos suelen viajar por rutas difíciles. “Nunca pensé que íbamos a tener esta vista. Es maravilloso. Fue una aventura subir mientras se veía toda clase de pájaros”, dice, y respira agitadamente. Las 300 curvas del camino, confiesa, fueron hechas a “velocidad crucero, porque con la cornisa no podemos pasar los 100 kilómetros como hacemos en cualquier recta”. A un costado de la hostería, un altar a la Virgen del Valle, la patrona de Catamarca, la que se venera en las multitudinarias procesiones de Semana Santa.

El clima es sofocante: casi 35 grados. “En el verano puede subir hasta los 45 o 50. Pero están los brazos del río Paclín para refrescarse o hay muchos que se van para El Rodeo”, dice Ernesto, que se seca el sudor de la frente con un pañuelo. En la altura a veces hay que inflar el pecho para buscar el aire. De pronto, entonces, unas nubes gigantes desfilan a paso lento, como si no tuvieran ninguna prisa, y se reflejan en sombras con figuras deformes sobre las lomas.

Las curvas y contracurvas de la Cuesta del Portezuelo, un zigzag a 1600 metros de altura.

DESDE LA BASE A LA CUMBRE El camino hacia la cima empieza en El Portezuelo, un pueblo de 400 habitantes en el Departamento de Valle Viejo de la provincia. “Es un lugar chiquito pero intenso. Acá hay movimientos sísmicos y además de la mejor vista tenemos la calidez de la gente”, dice Carlos, un puestero que vende quesos, mermeladas y vinos regionales a la vera de la ruta que conduce hacia Santiago del Estero. A pocos metros una señora vende empanadas, aceites y nueces. Otra ofrece telares de Mujeres de Seda y Tierra, un grupo de vecinas de Ancasti que producen seda natural con capullos de mariposas silvestres.

Los catamarqueños de esta zona hablan con tono suave, son tímidos y están habituados a la contemplación en un ritmo que sólo altera la siesta ante la visita de los turistas. En la casa de té El Portezuelo, Sabores y Tradiciones, Vilma abre las puertas de una casa antigua, con patio de tierra y capacidad para 60 personas. Dice que “aquí se vive un atardecer único, cuando baja el sol se disfruta de miles de colores” y que el lugar se acondicionó para “hacer sentir el placer de las tardecitas de campo, saboreando las típicas tortillas al rescoldo y el quesillo con arrope”. En un clima íntimo, los huéspedes saborean la merienda en sillas y mesas rústicas y bajo una luz tenue.

El Portezuelo ha sido inspiración para la canción folklórica. Atahualpa Yupanqui, en Recuerdos del Portezuelo, compuso cómo un hombre se enamoró de una nativa. “Al pasar por el rancho del Portezuelo, salían a mirarme sus ojos negros. Nunca le dije nada, pero, qué lindo... Y de feliz le daba mi copla al viento”. Y luego: “¿Qué mirarán sus ojos en estas tiempos? Mi corazón paisano quedó con ellos. Nunca le dije nada, pero qué lindo... Sólo tengo la copla pa’ mi consuelo (…) ¿Donde estará la moza del Partezuelo? ¿Están tristes o alegres sus ojos negros?”.

Apenas se sube por el camino, vacas y mulas pastan en la estepa. El sendero avanza entre los lapachos, cactus, quebrachos y palos borrachos que sobresalen entre jarillas, tuscas y retamas. A medida que se escala hacia la cima, la temperatura baja. Los caracoles trepan a los troncos. Hay mariposas, hongos, antenas de radio y televisión y molinos de viento. Pero, sobre todo, una sombra enorme que se erige desde la cumbre. A la que nadie parece hacerle frente.

En un alto del camino, vendedores ofrecen artesanías y productos locales a los visitantes.

EL DOMINIO DEL CóNDOR Unas alas gruesas, manchas blancas sobre negro, en lo alto del cerro Ancasti; parecen surgidas de otro mundo, con el andar lento y despreocupado. En la Cuesta del Portezuelo, los cóndores reinan desde una lejanía que sólo se estrecha en la cima, cuando los visitantes más atrevidos fisgonean peligrosamente los nidos. Pero el respeto es supremo: nadie se anima a desafiar ese dominio elegante, que se recorta desde la mitad del camino hacia los mil metros y medio de altura.

Para Carla, que vive en Capital Federal, recorrer la Cuesta significa un estado de “cierta suspensión”. Llegó por primera vez con su pareja y se saca fotos debajo de un cartel gigante. La letra de la zamba Paisaje de Catamarca del compositor Polo Giménez, un tema que hicieron famoso Los Chalchaleros, se impone en la primera parada, a 1000 metros de altura. A Carla, que mira de soslayo las figura del payador en el cartel, no parece importarle. Ella, de 38 años y docente, dice que respira aire puro, y que disfruta de la panorámica de la capital6 de Catamarca. No quiere mirar hacia arriba: los cóndores le dan miedo.

En el mirador con estacionamiento de la primera parada de la Cuesta también se perciben las sierras de Graciana: el llano entre quebradas profundas. Sergio, bioquímico, sonríe mientras ceba mate. Hace unas semanas, expuso en un congreso nacional de Bioquímica que agotó los hoteles. Se lo nota relajado: dice que habló “sobre fórmulas que no le interesan a nadie” y que luego decidió quedarse para recorrer los paisajes. Sergio tararea la zamba: “Paisaje de Catamarca. Con mil distintos tonos de ver. Un pueblito aquí, otro más allá. Y un camino largo que baja y se pierde”.

El paisaje cambia según la estación. En invierno, las nevadas cubren los cerros con una espesa blancura. En los días de lluvia, la Cuesta luce ligeramente cubierta por la niebla. Uno de los encargados de la hostería La Cuesta del Portezuelo dice que las reservas se agotan rápidamente. Los visitantes pueden alquilar habitaciones con balcón o cabañas dentro del complejo. Cerca hay una pequeña laguna entre los pastizales.

El sol, en la piel los catamarqueños, es como el viento en la Patagonia: una estampa ineludible, que satura. La hostería es de piedra, madera y cemento y es el paso previo a la cima. Allí, también, se puede desayunar, almorzar, merendar y cenar. “El precipicio da mucha adrenalina”, dice Gastón, uno de los instructores de parapente y ala delta. De cuando en cuando, un planeador aparece volando entre los cóndores. En la cima del Portezuelo está una las rampas de despegue de mayor altura del país. Y los más atrevidos no quieren perderse el placer de saltar al vacío.

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El monumento a la zamba Paisaje de Catamarca, que popularizaron Los Chalchaleros.
 
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