turismo

Domingo, 19 de junio de 2016

PANAMA > LA SELVA DE TORRES AL BORDE DEL CANAL

Retrofuturismo caribeño

Una superficie pequeña, pero estratégica. En plena cintura de América, Panamá City oscila entre los modernos rascacielos que superan los 200 metros de altura y un barrio antiguo de decadente encanto: en el medio, el edificio más alto de Centroamérica, un sabroso Mercado de Mariscos y el Biomuseo diseñado por Frank Gehry.

 Por Emilia Erbetta

Son las 11 de la mañana de un viernes de mayo y en Panamá City hay sol. El pronóstico, sin embargo, marca una semana entera de tormentas: entre abril y diciembre llueve casi todos los días, aunque nunca todo el día. El mapa muestra que el hotel no está tan lejos del comienzo de la cinta costera, un paseo que bordea la bahía de Panamá y por el que se puede llegar hasta el Mercado de Mariscos, caminando o en bicicleta. Dicen que ahí se come el mejor ceviche de Panamá City. Pero los empleados del hotel aseguran que es muy lejos para caminar, “mejor tomar un taxi, ¿sabes?”. Que aunque en el mapa la cinta costera y el hotel se ven cerca, llegar a pie va a ser muy difícil, casi imposible. Por supuesto, tienen razón: lo que en el mapa aparece como manchas grises no es terreno caminable, sino una selva de rascacielos, avenidas y autopistas, con autos que pasan rápido y veredas muy angostas.

Desde el hotel Trump Tower -el edificio más alto de Centroamérica, cinco estrellas, cinco piscinas, 70 pisos, cuatro restaurantes de alta cocina- sale cada una hora un minibús que recorre los malls más importantes de la ciudad. Panamá también es esto: un lugar para comprar con aire acondicionado. Me bajo en la última parada, el Multicentro, y ahí sí, camino. Cruzo por un puente peatonal, siempre con la mirada pegada a la bahía, sobre la que se recuesta la ciudad y de la que parece que brota la humedad que la convierte, por momentos, en un sauna a cielo abierto. Un sauna con malls y rascacielos, que delinean un skyline del que los panameños están muy orgullosos. Sobre el Pacífico y a lo lejos, se ven los barcos que hacen fila para pasar por el canal.

MERCADO Los 35 grados se sienten en la cabeza. Al mediodía, por la cinta costera la mayoría trota y transpira. El ritmo lo corta una chica que camina despacio con un bebé y un paraguas que usa como sombrilla. Después voy a notar que muchas mujeres usan sus paraguas para protegerse del sol. Ellas sí saben que, aunque ahora queme el sol, en unas horas va a diluviar y el calor no va a aflojar. Un grupo de hombres con ropa de trabajo, anteojos negros y gorra cortan el césped y chupan con aspiradoras lo que pueda haber caído fuera de los tachos de basura. Abajo de los árboles, cada unos 50 o 60 metros hay vendedores ambulantes. En Buenos Aires venderían garrapiñadas pero acá tienen “ensalada de mango”. Agazapada abajo de una sombrilla, la vendedora, que es venezolana, ofrece su mercadería: “Mi amor, esto es mango, mango verde, mango maduro, mango rico. ¿Quieres ponerle sal, picante, pimienta, vinagre? Un dólar la bolsita”. “¿Tiene cambio de 20?”. “No, mi amor, ni para qué te digo”. En Panamá un dólar es un balboa, que es también un “martinelli”: el país no tiene papel moneda y la economía está dolarizada desde 1904, cuando se separó de Colombia y firmó un convenio con Estados Unidos, que ese año empezó a construir el Canal que une el Pacífico con el Atlántico. En 2010, el presidente Ricardo Martinelli puso en circulación 40 millones de monedas de 1 balboa, equivalentes a 1 dólar. A los “martinellis” los vendedores ambulantes los aceptan, pero a regañadientes.

Después de caminar más de una hora abajo del sol -todavía faltan tres horas para el diluvio tropical- el Mercado de Mariscos aparece como un oasis. Como pasa siempre, los descubridores fueron los taxistas, que paraban al mediodía a comer al paso el pescado fresco que sacaban los pescadores artesanales. Ahí –me dijo Omar mientra esperábamos que se destrabara el tránsito en el Corredor Sur, una avenida de 19 kilómetros que conecta las afueras con el centro de la ciudad– “te comes tranquilo tu pescado, tu ceviche fresco con tu cervecita y tu yuca”. Cuando subí al auto, recién llegada al Aeropuerto de Tocumén, su compañero, Moisés, me dijo mientras me alcanzaba una botella de agua: “Esta es una mañana fresca”. Hacía 30 grados y recién eran las 7.00.

El encanto bohemio del barrio antiguo.

CASCO ANTIGUO Cerca del Mercado de Mariscos está el Casco Antiguo de Panamá, conocido también como Barrio San Felipe. Es Patrimonio de la Humanidad de la Unesco y tiene más de 300 años: empezó a construirse después de que en 1671 el corsario inglés Henry Morgan saqueara e incendiara lo que hoy se conoce como Panamá Viejo, el primer asentamiento europeo en la costa del Pacífico, actualmente un puñado de ruinas arqueológicas 10 kilómetros al sudoeste de la ciudad.

El Casco Antiguo es un barrio de calles adoquinadas y estrechas, donde los autos entran de a uno y en las paredes los graffitis citan letras de reggaetón. Algunas casas están recicladas y otras parecen a punto de colapsar. En eso está su encanto: conserva en algunas calles el aire decadente de los arrabales, con ropa colgada en los balcones, y en otras se nota la mano de los restauradores, con construcciones coloniales de fachadas perfectas. Algunas son hoteles boutique, otras restaurantes, bares, galerías de arte. Tambien la casa de Rubén Blades –o Rubén Blaids, como le dicen algunos panameños– es de esas: está reciclada, con la fachada original pintada de rosa fresco y los balcones llenos de plantas.

En el Casco Antiguo Panamá City se tranquiliza, desacelera. Parece otra ciudad: de lejos se ven los rascacielos como una dentadura despareja; las torres de Punta Pacífica y las de Costa del Este, las dos áreas ganadas al mar donde durante las últimas décadas las desarrolladoras inmobiliarias levantaron más de cuarenta edificios que superan los 200 metros de alto, le dan a Panamá City un aire retrofuturista caribeño: una ciudad para hacer negocios y, en el rato que queda libre, bañarse en la piscina o ir al casino.

Una proeza, el paso de los buques por el canal.

PUENTE DE VIDA En 2007 la Autoridad del Canal de Panamá anunció que comenzaría las obras para sumar dos nuevas esclusas al canal y un grupo de científicos del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales y de la Universidad de Florida aprovechó las excavaciones para buscar fósiles. Lo que encontraron fue revolucionario: dientes de megadolón, un tiburón gigante de la Era Terciaria que podía medir hasta 18 metros, pedazos de mandíbula de un minicamello que se extinguió hace 20 millones de años, huesos de osos-perros y un centenar de especies pequeñas que demostrarían que el istmo que unió definitivamente a América del Norte con América del Sur comenzó a formarse hace diez millones de años y no tres, como se creía hasta ahora.

El descubrimiento es un antes y un después en los intentos de los científicos por entender cuándo el mundo empezó a ser como lo conocemos hoy. Por eso la muestra principal del Museo de la Biodiversidad, o Biomuseo, que depende del Smithsonian, se llama Puente de Vida: los investigadores creen que la formación del istmo cambió los patrones climáticos globales y la circulación oceánica y, por eso, pudo haber sido determinante para impulsar la evolución de los primeros humanos en el continente africano.

El Biomuseo, diseñado por el arquitecto canadiense Frank Gehry, es un buen lugar para tratar de entender Panamá: un país joven y exuberante, ubicado en un punto estratégico para el comercio mundial desde el siglo XVI, que se independizó de Colombia en 1903 y hasta 1999 tuvo una parte de su territorio ocupado por Estados Unidos. Incluso su ubicación habla de la historia panameña, porque se encuentra en una antigua zona de exclusión, en la Calzada de Amador, construida por el gobierno norteamericano en 1913 con rocas excavadas durante la construcción del canal.

Ya desde antes de existir, el canal determinó la historia panameña: fue para construirlo que Theodore Roosevelt apoyó en 1903 los movimientos separatistas que abogaban por independizarse de Colombia. El canal pasó de manos recién en 1999, 22 años después de la firma del tratado Torrijos-Carter, por el que Estados Unidos se comprometía a transferirlo a los panameños. Hoy es la principal atracción turística de Panamá City: miles de personas por año visitan lo que se considera una de las mayores obras de ingeniería moderna.

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La original silueta de la Trump Tower destaca en el skiline.
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