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Domingo, 10 de abril de 2005

TUCUMAN > DE LA CAPITAL A LOS VALLES

Otoño en el jardín del país

Puerta de entrada al norte, la Puna y las quebradas, la pequeña provincia tucumana es un compilado de historia y paisajes para recorrer en cualquier época del año. Desde San Miguel de Tucumán, un itinerario por los Andes Calchaquíes, Tafí del Valle y los pueblos de montaña del “Jardín de la República”.

 Por Graciela Cutuli

Entre llanuras y montañas, Tucumán es un condensado de todo el Noroeste. Sus paisajes están marcados por una cambiante naturaleza, pero tienen en común el haber compartido una larga historia. Desde las calles mismas de la capital provincial hasta las ruinas de Quilmes, en los Andes Calchaquíes, el pasado devela sus recuerdos y vestigios en cada rincón del pequeño “Jardín de la República”. Puerta de entrada al norte, la puna y las quebradas, Tucumán es también un destino con muchos y variados atractivos. En la ciudad, los museos y los paseos permiten conocer una Tucumán celebrada por motivos a veces estereotipadamente patrióticos, pero que tiene facetas mucho más complejas y variadas para mostrar. En Tafí, los impresionantes menhires no dieron a conocer todavía todos sus secretos, y son uno de los legados más sorprendentes de las civilizaciones prehispánicas de la Argentina. En Simoca, entretanto, una feria ya conocida en todo el país sorprende a los visitantes con una atmósfera de antaño. El tiempo también parece pasar con más lentitud en los pueblos de montaña, como Amaichá, donde se dice que se hacen las mejores empanadas del país. El Jardín de la República, como sigue siendo pese a las crisis que golpearon su economía, tiene una silueta que se parece a la de un corazón en el mapa argentino. No deja de latir en los recuerdos de quienes lo visitan, entre selvas y campos de cañas de azúcar, represas de aguas tan azules como los cielos, montañas donde los cardones recuerdan siglos y siglos de historia, y calles donde el tiempo apacigua su ritmo.

La ciudad de la Casa

Tucumán capital tiene dos fundaciones y tres universidades, pero muchas veces se la reduce a una sola casa, “la” Casa... Sin embargo, en sus cuatro siglos y medio de historia la ciudad tiene mucho más para mostrar y ofrecer, además de la Casa de la Independencia. Fue fundada una primera vez en 1565 por Diego de Villarroel y trasladada a su sitio actual durante la segunda fundación, en 1685, por Fernando de Mendoza y Mate de Luna. El trazado inicial de la ciudad colonial se puede ver en torno a la plaza central, la plaza de la Independencia. Las calles del núcleo original, más estrechas, contrastan con las más anchas y los bulevares de las cinturas urbanas que agrandaron Tucumán desde el siglo XIX.

En esta plaza se encuentra una estatua alegórica de la Libertad, obra de una de las hijas más famosas de la ciudad, Lola Mora. A su alrededor se levantan algunos de los principales edificios coloniales, empezando por la Catedral, que hay que visitar por su rico interior adornado en un estilo neoclásico. Allí están las tumbas de figuras clave de la historia tucumana: José Eusebio Colombres, el sacerdote que impulsó y desarrolló la industria azucarera en la provincia, el sacerdote Miguel Moisés Aráoz, y el general Gregorio Aráoz de Lamadrid.

Por supuesto, no se puede pasar de visita por Tucumán sin conocer la Casa Histórica de la Independencia. Se encuentra muy cerca de la plaza, y fue propiedad de “doña Francisca Bazán de Laguna”, tal como se aprende en los manuales de historia. Su fachada es la más famosa del país, y la postal habitual de la ciudad de Tucumán. Las réplicas y casas más o menos inspiradas en sus famosas columnas son incontables, a lo largo y ancho del país. Como muchos otros monumentos nacionales, las idas y venidas de la historia repercutieron en esta casa: en realidad, la que conocemos hoy es una réplica de la original, demolida en 1902. Reconstruida en 1943 en el estilo original, conservó sin embargo el salón de la jura de la independencia, donde se conservan las famosas pinturas del Congreso tucumano. Los trabajos de reconstrucción fueron obra del arquitecto Buschiazzo, que trató de seguir lo más fielmente posible la casa original, gracias a fotos y planos. El patio central tiene un aljibe, y los salones reflejan cómo era la vida en tiempos de la colonia en una casa de familia adinerada. Por las noches, los patios e interiores resuenan con un espectáculo de luz y sonido que hace revivir el crucial momento que se desarrolló en este lugar en 1816, hace ya casi dos siglos. En Tucumán hay que ver también el Museo Histórico Provincial, conocido como la “Casa de Avellaneda”, la primera casa de dos pisos de Tucumán y morada natal de Nicolás Avellaneda. Sus salas presentan colecciones de piezas arqueológicas encontradas en el sitio de la primera fundación. La Casa Padilla es otro de los atractivos de una ciudad decididamente volcada a las casas... Se trata de una casa chorizo, restaurada y convertida en museo. Otro museo importante es el Folklórico, instalado en lo que fue la casa del obispo Colombres.

El valle de los menhires

A poca distancia de la ciudad, y en los primeros pliegues de los Andes, el sitio de Tafí es uno de los más singulares que dejaron las civilizaciones prehispánicas. Sin que su uso o su función sean conocidos con certeza hoy en día, los pobladores de los valles tucumanos levantaron allí decenas de grandes menhires de roca. En realidad, no en el sitio donde se los puede ver ahora. Una vez más, la actualidad no refleja el pasado. Los menhires fueron sacados de su emplazamiento original y recolocados en el sitio actual. Por lo menos, existen relevamientos muy fieles de su emplazamiento y sus disposiciones originales.

El parque de los menhires está a unos 2000 metros de altura, en el Valle de Tafí, rodeado de cumbres que sobrepasan los 3000 metros de altura. En medio de este valle está la represa La Angostura, un lago artificial de 800 hectáreas. Su creación fue la causa del desplazamiento de los menhires, cuyo sitio original se encuentra ahora bajo las aguas. Así los menhires fueron reagrupados en el parque actual, pero desgraciadamente sin respetar las posiciones originales entre unos y otros, que son en total 129. Algunos están esculpidos, en tanto otros son simples moles de roca alargada, como tablas plantadas en el suelo. La cultura tafí, que los levantó, fue una de las precursoras en esta región de los Andes en lo que hace al uso y fabricación de cerámicas, crianza de llamas y cultivos. El apogeo de esta cultura tuvo lugar a principios de nuestra era, pero se piensa que los menhires pueden ser más antiguos aún y haber sido levantados hace 2500 años.

El motivo de la existencia de estos menhires no es seguro, aunque es muy probable que sea por motivos religiosos. En algunas de estas piedras se pueden ver restos de pinturas rupestres, pero desgraciadamente conviven con graffitis que dejaron como recuerdo turistas poco delicados de paso por el parque. Quizá sus garabatos tengan algún valor arqueológico en tiempos futuros, pero por ahora se puede hablar más bien de degradación.

Muy cerca del parque, el pueblito de Tafí del Valle, de unos 2500 habitantes, fue fundado en el siglo XVIII como una colonia jesuita. La capilla jesuítica –levantada en 1718 y declarada Monumento Histórico Nacional– se encuentra en La Banda, un “barrio” del pueblo. Se puede visitar, así como algunos edificios de los siglos XVIII y XIX. Actualmente, el conjunto edilicio de la estancia es un museo histórico y arqueológico, que protege piezas de cerámica de la cultura tafí y pinturas del período colonial.

Para conocer mejor las dos culturas tafí (la primera fue la que levantó los menhires y la segunda, posterior, se extendió desde el tercer siglo a.C. hasta el siglo X de nuestra era y fue seguida por la cultura santamarina, que se desarrolló alrededor del año 1000), así como el sometimiento de los pueblos del valle del Tafí a los incas (poco antes de la llegada de los españoles) hay que ver, además del museo de La Banda, el de La Bolsa, unos kilómetros al norte de Tafí del Valle. En la Bolsa hay ruinas de un asentamiento indígena, con vestigios de viviendas.

Simoca y Sur

Al sur de la ciudad de Tucumán se encuentran grandes plantaciones de caña de azúcar, todo un símbolo provincial. Algunas se visitan, como en Aguilares, la capital del azúcar. El Ingenio Aguilares es uno de los históricos de la provincia: sus edificios de estilo inglés contrastan con los toques tropicales que dan las plantas de caña. Durante la visita los guías son los propios obreros, que mejor que nadie pueden explicar y mostrar las distintas etapas del procesamiento de la caña y la fabricación del azúcar. Cada año, en diciembre, se celebra en esta localidad la fiesta del azúcar, una de las más importantes de la provincia.

Siempre en el sur, Simoca es un pueblito conocido fuera de las fronteras regionales por su feria. Su fundación se remonta a 1613, con un nombre que significa “lugar de paz y silencio”. Cada sábado, esta paz y este silencio se ven sin embargo alterados por una bulliciosa feria, concurrida por gente de toda la región, no sólo para fines comerciales sino culturales, ya que se complementa con recitales y degustaciones de delicias locales. Incluso quien nunca haya puesto los pies en Tucumán ha oído probablemente hablar de Simoca, gracias a la canción “Al Jardín de la República”, de Mercedes Sosa.

No muy lejos se encuentra el sitio de Ibatín, donde fue fundada por primera vez la ciudad de Tucumán, el 31 de mayo de 1565. Se pueden ver todavía los cimientos de algunas de las casas y los principales edificios originales, como el Cabildo. Esperando ser puesto en valor de manera más destacada, este sitio hace remontar a los visitantes hasta las primeras décadas de la presencia europea en el territorio argentino.

Casi en la provincia de Catamarca, al pie de los Nevados del Aconquija, el Parque Provincial El Cochuna es uno de los mejores sitios para conocer la naturaleza tucumana. Cada altura presenta un tipo distinto de vegetación. Exuberantemente tropical en los valles, se enrarece en las alturas, para asemejarse a los paisajes puneños. El parque es hábitat del pecarí de collar, del gato montés y del zorro de monte.

Valles Calchaquies

En el oeste de la provincia, Amaichá del Valle es la puerta de entrada a los valles Calchaquíes. Fue el escenario de varios episodios de luchas entre pobladores indígenas y colonizadores españoles. Si hoy el pueblo es conocido por sus vinos y alfajores, durante la colonia fue conocido por ser la única población de todo el noroeste administrada por indígenas, sin mayores injerencias de los españoles. Los amaichenses de hoy son en gran parte los descendientes de aquellos indios calchaquíes que lograron preservar su autonomía y recibieron los terrenos donde se levanta la ciudad, sobre las 90.000 hectáreas que les otorgó una cédula real (hectáreas de una tierra que en definitiva les pertenecía...). Esta acta de 1716 fue toda una singularidad en los tiempos coloniales, cuando la cruz de los religiosos y los sables de los soldados eran los métodos habituales de los conquistadores para adueñarse de las tierras por todo el continente. La Comunidad Indígena de Amaichá rige hoy todavía de manera informal entre los lugareños, que mantienen vivas las tradiciones prehispánicas y el culto a la Pachamama.

El principal lugar a visitar en Amaichá es la Casa de Piedra, que es a la vez complejo cultural, museo y punto de venta de artesanías. En sus salas se pueden conocer la geología y los yacimientos mineros de la región, y la historia antropológica de los Valles Calchaquíes, con murales, objetos y la reproducción de una vivienda tradicional prehispánica. La Casa es un proyecto impulsado por el artista Héctor Cruz. Para construirla y adornarla se inspiró en las deidades y las tradiciones calchaquíes (la Pachamama, Inti, el dios Sol, y Quillén, la diosa Luna).

La Ciudadela de los Quilmes

Desde Amaichá, se parte para conocer las famosas ruinas del sitio de Quilmes, una de las ciudadelas prehispánicas mejor conservadas de esta parte de los Andes. Antes de llegar, se pasa por Ampimpa, donde hay un observatorio abierto al público por las noches para realizar observaciones astronómicas. Las ruinas de Quilmes distan unos 25 kilómetros. En otros tiempos, fue una plaza fuerte muy populosa, construida en la falda de una montaña a 1850 metros de altura. Se empezó a levantar a partir del siglo IV de nuestra era y estaba aún en pleno apogeo a la llegada de los españoles. Se estima que, en ese momento, concentraba a unas 3000 personas, y que otras 10.000 vivían en su zona de influencia, en el valle. Fue un importante núcleo del sur del Imperio Inca, y por su nivel de desarrollo los quilmes pudieron resistir con éxito a los españoles durante muchos años. Las guerras calchaquíes se repitieron de 1630 a 1635 y de 1658 a 1667. Luego de la derrota final de los indígenas, los españoles deportaron a las últimas familias hacia el emplazamiento actual de Quilmes, a orillas del Río de la Plata. Hoy, las imponentes ruinas recuerdan el valor de esta civilización y de un pueblo que pudo desarrollar una ciudad con un trazado urbano complejo, defendido por dos fortalezas, desde las cuales se podía controlar todo el valle.

Para entender mejor las ruinas, se puede ver el pequeño museo levantado en el sitio: allí se exhiben algunas piezas encontradas en la zona, recuerdo de la Tucumán de otros tiempos. Y en el vaivén del pasado y el presente, la provincia sueña con proyectarse hacia el futuro desde su silueta con forma de corazón en el centro del país.

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Una artesana de los valles teje con ancestrales técnicas en su antiguo telar.
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