turismo

Domingo, 30 de abril de 2006

SAN MIGUEL DE TUCUMAN: EL ARTE DE LOLA MORA

Esa sexy dama tucumana

La representación de La Libertad que realizó en Italia la escultora Lola Mora encierra historias para nada oficiales de amantes, disputas y actos que hacen honor a su nombre. Está en la Plaza Independencia, kilómetro cero de la ciudad y paso obligado, casi tanto como la recorrida ritual por los frescos salones y jardines de la Casa Histórica.

 Por Jorge Pinedo

Quienes la habitan (y la quieren) llaman Tucson, como la mítica ciudad de los cowboys de Arizona, a San Miguel de Tucumán. Paso obligado entre el proceloso Plata y el Alto Perú durante la colonia y la emancipación, porta una historia casi más frondosa aún que la capital argentina y, como ésta, vivió dos fundaciones. La primera en 1565 y la siguiente ciento veinte años después. Con la misma familiaridad, los tucumanos (o tucsonianos) fruncen el entrecejo y tachan de foráneo a quien ose nombrar como la Casita de Tucumán a esa morada de estampa de Billiken con doble puerta y columnas laterales torneadas. Pues no: es la Casa Histórica, sobre la calle Congreso, a una cuadra y media de la Plaza Independencia, ombligo y kilómetro cero de toda referencia urbana y provincial. Más que el Parque 9 de Julio, linde entre la urbanización y el campo con amplios jardines diseñados a principios del siglo XX por Carlos Thays y que, en la década del ‘70, el gobernador del terrorismo de Estado, Antonio Domingo Bussi, arruinó trazando nuevas calles internas y sembrando dudosas esculturas de figuras castrenses y eclesiásticas. Marcas abandonadas por la última dictadura militar en su retirada táctica, persistentes en nombres de calles y plazoletas, naturalizadas por los transeúntes.

Ya sea cuesta arriba hacia los 2 mil metros de Tafí del Valle, a masticar algún bocado en Lisandro, saborear una crema en alguna heladería de la calle 25 de Mayo, para un lado o para otro de los 90 kilómetros cuadrados que ocupa el casco urbano, la Plaza Independencia es paso obligado. Casi tanto como la recorrida ritual por los frescos salones y jardines de la Casa Histórica, donde los visitantes deambulan sin prisa. De ida o de vuelta, la Plaza es fiel testigo del acaecer tucumano desde que fuera enmarcada en 1685 y, en especial, a partir de 1857, cuando obtuvo su primigenia parquización. Naranjos, lapachos, tancos y tipas decoran calles y diagonales, algunas varias veces centenarias, como si todas vertieran su caudal humano hacia la plaza central. Rodeada por una arquitectura variopinta, convive el Neoclásico de la catedral con el estilo hispano de la Iglesia de La Merced, allí donde Manuel Belgrano celebró su gran victoria. Luego, el art déco del Club El Progreso, el Jockey o las recargadas molduras itálicas de la Casa de Gobierno, todo se halla vigilado por la mirada atenta que, sin parpadear, desde el mármol encierra el espíritu libertario de la escultora Lola Mora.

“LA LIBERTAD” DE LOLA MORA Nacida en una chacra salteña como Dolores Candelaria Mora Vera, luego casada con Hernández, ahijada de Nicolás Avellaneda y autora de la escandalosa Fuente de las Nereidas que hoy reposa en la costanera sur porteña, Lola Mora (1866-1936) batió su cincel sobre La Libertad en Italia para traerla hacia su terruño y emplazarla en 1904. Historia nada oficial y por ende a voces repetida, se cuenta que por aquellos días abundante polvareda se levantó ante la decisión sobre cómo debía ubicarse la estatua: si debía mirar hacia la Casa de Gobierno, es decir hacia el oeste, donde estriban los cerros; o bien hacia el naciente, allí donde se extiende la llanura. Las significaciones que saturaban la diferencia hacían de ésta tal distinción que dividió al poblado en tirios y troyanos. Y tal fue la disputa que se requirió la consulta de nada menos que del, a la sazón, presidente de la República, el genocida del desierto, Julio Argentino Roca. Quien, a su vez, según los dimes y diretes de la época, era asiduo visitante de las sábanas de la escultora. Parece ser que el mandatario estipuló, contra el manifiesto anhelo de Lola Mora, que La Libertad enfrentara al naciente, ante lo cual la autora, muy suelta de cuerpo, espetó que “la libertad es libre” y desde entonces mira al oeste. Parafraseando a Flaubert, La liberté c’est moi.

Allí perdura, entonces, la bella, ondulante y pechugona estatua, cubierta por un sayo insinuante, erótica como quien la extrajo del mármol, altiva, de rasgos tan suaves como autóctonos, semejantes a los de la dama tucumana que le sirvió de modelo y cuya bisnieta historiadora vive en la actualidad su exilio en Gotemburgo, Suecia. Cualquiera de estos días, quien por allí pase podrá percibir el fulgor iluminado por la luz del día de La Libertad que, en sus poros de mármol, encierra entrañables historias de esta Argentina.

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Altiva, como quien la extrajo del mármol, La Libertad de Lola Mora.
 
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