UNIVERSIDAD › OPINION

Ni pueril ni burocrático

 Por Vicente Di Cione *

León Rozitchner es demasiado generoso al calificar de “academicismo pueril y burocrático” el procedimiento involucrado en la evaluación de su proyecto de investigación presentado ante la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (ver Página/12 del martes pasado). El academicismo, aún vigente en muchas instancias del sistema científico y tecnológico en general, es cuasi feudal y notoriamente clientelar, a pesar de las buenas intenciones de algunos de sus miembros y autoridades, porque las normas vigentes abren holgadamente el campo para el pastoreo ostensivo y excesivamente arbitrario de las relaciones de poder, visibles e invisibles, del campo científico y tecnológico. Las evaluaciones son el obvio resultado de la estructura misma de las instituciones burocráticas en contextos que se caracterizan por la debilidad de la cultura democrática y la obliteración de las formas de participación directa sobre cuestiones en las que su calidad debería estimular la producción y la buena convivencia. A tal efecto habría que tomar medidas para eliminar los ambientes oscuros que dan lugar a formas neofeudales del manejo de las instituciones y eso requiere hacer más transparente la designación de los jurados y la difusión pública de los proyectos. Los jurados, al igual que los evaluadores, deberían designarse por concurso abierto y público, tal como se exige, aunque no siempre se cumpla, cuando se trata de cubrir cargos docentes. Cualquiera debería tener acceso a los currículos de los jurados y de los integrantes de equipos que presentan proyectos y, por supuesto, de textos de los mismos ingresados a la competencia. Las modernas tecnologías de la información y comunicación facilitan enormemente la transparencia. El tener acceso a los proyectos con los cuales se compite posibilita el cotejo y la consiguiente autoevaluación o autocrítica. Es altamente saludable sacarse las dudas sobre el valor y la importancia del propio proyecto, en base al cotejo con la “superioridad”, “inferioridad”, “diferencia”, “igualdad” y “relevancia social” de los otros proyectos y, sobre todo, la “calidad” académica de los miembros de todas las instancias evaluatorias. Esta transparencia debería alcanzar también al conocimiento de los recursos disponibles para sostener los proyectos a elegir y, además, los autores de los mismos deberían tener la posibilidad de impugnar, previamente a la evaluación, a los evaluadores y a los otros proyectos y autores en competencia, porque lamentablemente es una práctica corriente “inflar” las declaraciones juradas de los antecedentes académicos concernientes a la elegibilidad de los proyectos, tal como fuera denunciado en muchas oportunidades en la misma Facultad de Filosofía y Letras. Lamentablemente, hasta tanto no se incremente la democratización real implicada en los procesos evaluatorios, los dispositivos existentes son objetivamente perversos y clientelares, con lo cual se está muy lejos de la puerilidad burocrática. No obstante, en el caso de León Rozitchner, de acuerdo con el texto publicado, la evaluación esgrime argumentos ostensiblemente pueriles para desechar el otorgamiento del subsidio, argumentos que sólo pueden explicarse por variables que no están explicitadas en la grilla evaluatoria. Si éste fuera el caso, convendrá explicitarlas. Estoy seguro de que se abriría un debate que transformaría el enclaustramiento academicista aún vigente en un espacio público congruente con el mandato social y político fundacional con el cual se instituyó la academia en la democracia ateniense.

* Geógrafo, profesor regular de la UBA y la Untref.

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