VERANO12 › “EL MATADERO”, DE ESTEBAN ECHEVERRIA

El día que me sentí en El matadero

 Por Gustavo Nielsen

La primera vez que leí El matadero fue en el colegio, hace años. Recuerdo haberme quedado pegado al episodio del niño al que el lazo desprendido le rebana la cabeza de un chicotazo. Su cuerpo sigue sentado sobre el poste, arrojando chorros de sangre como en Kill Bill, de Tarantino. Y la cabeza rueda por el suelo. Aunque en El matadero nada pueda rodar, porque el suelo es de barro, la cabeza del niño salía rodando igual que en Eraserhead, de David Lynch, hasta la calle.

Ambas películas fueron filmadas después de 1974, año en que terminé la primaria. Es obvio que las vi de grande. Pero podría afirmar que esas escenas ya las tenía en mi mente a los doce años, idénticas en su locura bizarra, solamente por haber leído a Echeverría. Si yo hubiera sido niño durante la Colonia habría estado sentado en ese poste, mirando manear al toro.

La segunda vez me lo hizo leer Ani Shua, para que advirtiera cómo debía resolver un cuento sobre cosechadores de papas que estaba escribiendo en ese tiempo, y para el que le había pedido una opinión. Yo tendría treinta años y no había entendido que mis paperos no debían ser parte del paisaje, sino ser el paisaje. Negros hasta la cabeza como cáscaras humanas. Con barro pegado no a sus pieles sino a sus almas.

Me sorprendió toda esa primera parte del relato conocido de Echeverría: fue nueva, como si jamás antes la hubiera leído. Y ahí me acordé de La ciénaga, la genial película de Lucrecia Martel, y del déjà vu que tuve el día en que me enfrenté por primera vez a la escena de la vaca adentro del pantano. Claro, ya la tenía vista en El matadero.

Volví a ver la película de Martel decenas de veces (siempre leo en ella detalles nuevos, pura literatura) y a leer el cuento de Echeverría unas veintenas más (siempre logro verle detalles nuevos, cine en su más acabada expresión). Pero lo que más me impresionó de la última vez que releí El matadero fue comprender la actualidad del episodio del unitario al que le explotan los huevos de rabia, y reconocer mi propia rabia en la época del conflicto con el campo, por la que rompí amistades y hasta una feliz pareja. Me sentí de nuevo poniéndome de una parte en el discurso de la civilización y la barbarie. Aunque en el reciente discurso del campo el lobo viniera cubierto por una piel de oveja escondiendo a traidores y dinosaurios bajo un disfraz civilizado, y noso-tros quedáramos, a su lado, tristes y solos como una barbarie. Creo sinceramente que no se perdieron cien días en ese sí cobarde de un vicepresidente para el olvido, sino cientos de años. Como si fuera un viaje al pasado, como si siempre tuviéramos que volver al barro del matadero.

Sentaditos ahí, con cinco años, mirando la faena. Con los cuellos estirados para ver más lejos, con los cuellos blancos y despejados entre toda esa humedad oscura, dispuestos a lo que sea por la curiosidad.

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