VERANO12

Lo que toda niña debe ver

 Por Guillermo Martínez

Había ido a bailar y había tomado, es cierto, demasiada cerveza. Esperé pacientemente la primera vez en la cola del baño: recordaba los charcos inmundos y en la pared acribillada de dibujos obscenos lo que parecía una estrofa mal traducida de una canción en inglés:

Qué extraño es el mundo
por qué la gente no anda
en estado de perpetuo asombro
está más allá de mí

Había algo maquinal e imperioso en el avance de los cuerpos contra el mingitorio, un movimiento rígido de autómatas, como la rotación de frascos que debían vaciarse en cadena: esto me había intimidado y había dejado mi lugar al siguiente cuando sentí que mi tiempo expiraba.

A las cuatro, antes de irme, había pensado valientemente en entrar allí por segunda vez, pero la cola era mucho más larga y supuse que afuera encontraría un bar abierto. Error. Ahora estaba todavía caminando, en un barrio que no conocía, en lo más desolado de la noche, por calles con casas cada vez más bajas. ¡Contra un árbol, como un perro! Pasé junto a un paredón donde alguien antes había dejado una mancha húmeda. Pero aun los perros prefieren elegir su lugar. Vi una puerta de chapa, con la aureola oxidada de un picaporte roto, a medias abierta por el viento. Era la boca de un pasillo estrecho al aire libre con casas silenciosas y oscuras a los costados. Casi junto a la puerta, del lado de adentro, había una rejilla en un cantero de tierra con ligustros. Me deslicé sin hacer ruido y bajé el cierre de mi pantalón. En el silencio cortante de la noche el crepitar del chorro contra los hierros en cruz tenía una sonoridad imprevista, algo alarmante, con una reverberación melodiosa. Se encendió de pronto un farol y vi asomar la cara de una mujer en la primera de las ventanas. No hubiera podido detenerme sin consecuencias mucho más vergonzosas y de todos modos, era demasiado tarde. La miré por sobre aquel ruido, cada vez más incómodo, pero la mujer me estaba sonriendo, como si hubiera tenido un golpe imprevisto de suerte.

–No te interrumpas, por favor –Y rió para sí–. Creí que había empezado a llover ¿y qué me encuentro? Justo lo que precisaba. No la guardes –dijo, sobresaltada, cuando advirtió que estaba por terminar–. Me estoy poniendo algo encima, ya salgo.

La puerta, en efecto, se abrió de inmediato. La mujer estaba descalza y sólo tenía un camisón liviano sobre unos pechos grandes y movedizos.

–Vení aquí, bajo el farol –me dijo, y cruzó los brazos al advertir mi mirada.

Me acerqué así, con la bragueta abierta. Había algo en la mujer que inspiraba confianza. Tendría quizás unos treinta y cinco años y una belleza que se disolvía, como si hubiera tenido un momento de distracción y ahora ya fuera demasiado tarde. Volvió a sonreírme mientras me acercaba y pareció, por un momento, que podría recobrarla.

–¿Puedo mirarla? –me dijo y antes de que pudiera responderle nada, extendió una mano para desabrocharme el pantalón, la rodeó con tres dedos para extraerla por completo del calzoncillo y la contempló complacida por un momento bajo la luz, sosteniéndola suavemente sobre la palma como si fuera un objeto de otra época, valioso y delicado.

–Es muy bonita –me dijo alzando los ojos–. Es... representativa. Es absolutamente perfecta.

Yo veía asomar, casi rozando mi cara, la punta de sus pezones a través del camisón y sentí, al mismo tiempo que ella, cómo empezaba a erguirse sobre su mano.

–No, eso sí que no –me dijo con un leve reproche–: tiene que estar en reposo. Subite el cierre y entrá conmigo. Despacito –dijo, llevando un dedo a los labios.

La seguí adentro de la casa, que era cálida y acogedora. Sobre una mesa redonda había un tablero de Scrabble con dos atriles de un solo lado, como si la mujer hubiera estado jugando sola. Encendió una lámpara de pie y me condujo amortiguando los pasos a un biombo en uno de los rincones que dejaban asomar el borde de una camita. Debajo de un sistema solar colgante con astros fosforescentes dormía profundamente una nenita de rulos en tirabuzón con un oso a cada costado de la almohada.

La mujer me hizo un gesto para que regresáramos a la mesa en la sala.

–Está por cumplir dos años –me dijo en voz baja y apremiante–. Le queda sólo este mes... ¿Te das cuenta? –y abrió los ojos con algo de impotencia–: está por cumplir dos años y todavía no sabe que existen los pitos.

Reí, sorprendido.

–Pero... ¿y en la guardería? ¿Cuando cambian los pañales de otros chicos?

–No sabe que existen –repitió, como si fuera un hecho desgraciado, sin apelación–. Los de los bebés no cuentan. Tiene que ser el pájaro auténtico, el ave Fénix con todo su plumaje. Y mis amigas: todas divorciadas y todas tienen nenas. Nenas, nenas: lo único que ve en su vida. Cree que todos los cuerpos son como el de ella. ¿Sabés las consecuencias que eso podría tener?

Fue hasta una bibliotequita y me extendió un libro, como si allí estuviera escrito todo lo que podría ocurrirle. Di una mirada al título, Educación y filicidio, y me quedé contemplando por un instante con una fascinación horrorizada la imagen de la tapa: la cabeza gigantesca de un monstruo que desgarraba en su boca a un niño, o lo que quedaba de un niño, un torso carcomido y ensangrentado.

–Cronos devorando a su prole –dijo la mujer–. La devoración de los hijos: lo que hacen todos los padres. Lo que me hicieron a mí, lo que nos hicieron a todos. Pero en el último capítulo dice también cómo evitarlo. Cómo cortar la cadena. Todo lo que dependía de mí traté de hacerlo, sólo esto me queda –se acercó por detrás, pasó las páginas y me señaló un párrafo que había subrayado–. Aquí está –me dijo–: Lo que toda niña debe ver. Pero tiene que ser antes de los dos años –me miró hondamente y me tomó una de las manos entre sus manos–. ¿No podría pedírtelo, como un pequeño favor?

–Sí, supongo que sí –dije–. No sabía que fuera tan importante. ¿Pero cómo lo haríamos?

–Gracias, gracias, gracias –me dijo en voz baja, inclinando la frente en un susurro emocionado y se puso de pie alegremente–. No te preocupes: ya tengo todo pensado. Ahora subo el calefón, vas al baño, te sacás toda la ropa y te ponés bajo la ducha. Con la cortina abierta. Mientras tanto yo la despierto: la voy a llevar upa para que te vea.

Me indicó con una mano la puerta del baño. Puse toda mi ropa sobre la tapa del inodoro y descorrí la cortina. Había una bombacha colgada de una de las canillas y un pato en el borde de la bañera. Abrí la ducha y escuché por sobre el ruido del agua el nombre de la nenita, Valeria, repetido en varios tonos para despertarla. Probé que el agua estuviera suficientemente caliente y entré en la bañera. Había un shampoo para cabellos teñidos y otro para bebés. Abrí el de bebés y traté de enjabonarme la cabeza del modo más despreocupado posible. Cuando miré hacia la puerta la mujer estaba allí, con la nenita todavía semidormida en sus brazos.

–Este es el amigo que quería que conocieras –dijo la mujer.

–Hola, Valeria –dije y extendí un brazo mojado fuera de la ducha.

–Hola –respondió débilmente. Se pasó el dorso de la mano por un ojo y pareció reparar en su frasco de shampoo, que yo había dejado abierto. La tapa había quedado boca arriba y se estaba llenando de agua–. ¿Por qué está usando mi shampoo? –le preguntó a la madre.

–Yo le dije que eras una nena generosa y que no te importaría prestarle un poco.

–Pero el pato no –dijo la nena–. Está salpicando mi pato.

–Está bien –dijo la mujer–: vamos a rescatar a tu pato.

Avanzó dos pasos, rodeando el lavatorio, con la nenita en brazos. Estaban ahora muy cerca de mí. Alcé el pato cuidadosamente con dos dedos, tratando de que no se mojara. La mujer la liberó un poco para que extendiera el brazo y lo recobrara ella misma. Pero la nenita se detuvo en el movimiento, volvió a echarse hacia atrás, al cuello de la madre, y su mano señaló debajo de mi cintura.

–¿Qué es ese saquito? –dijo.

La mujer me miró, alborozada, radiante.

–No es un saquito –dijo y anunció feliz–: es un pito. Un pito. Es lo que tienen todos los varones.

–¿Y por qué no se lo saca para bañarse?

La mujer la estrechó contra sí, le acarició el pelo y rió divertidísima.

–No se lo puede sacar: es parte de su cuerpo, los varones son así.

La nenita pareció perder de pronto todo interés. Dejé el pato sobre el lavatorio pero tampoco su pato parecía preocuparle más.

–Quiero volver a la cama –dijo.

–Sí, claro que sí –dijo la mujer y me hizo un gesto que no entendí antes de salir del baño.

Cerré la canilla y escuché en la otra habitación, cada vez más apagado, el estribillo de un arrorró. Me quedé chorreando agua sobre la alfombrita del baño. La mujer reapareció en la puerta con un toallón azul prolijamente doblado. Alzó mi ropa y liberó la tapa del inodoro para que me sentara allí. Frunció con desagrado la nariz.

–Tus pantalones –dijo–: apestan a cigarrillo. Te los pongo en el lavarropas.

Volvió un instante después, antes de que hubiera terminado de secarme. Traía una salida de baño con un monograma azul que dejó colgada en la percha.

–¿No fue extraordinario? –dijo. Se acercó a mí, tomó las dos puntas del toallón y empezó a secarme las rodillas.

–Sí –dije–: un antes y después.

–No te burles –dijo y me miró seriamente. Tenía unos ojos castaños rápidos y expresivos que podían cambiar de risueños a graves en un instante–. Fue tan natural... Fue una buenísima acción de tu parte. –Sus manos detrás del toallón se habían adentrado en mis muslos y la habían alzado distraídamente otra vez para secarla. Le dio un beso ligero en la punta–. Y la tenés realmente bonita –dijo.

–¿No merezco un premio por esta buenísima acción? –le pregunté, tratando de retenerla de la muñeca. Pero la mujer ya se había liberado diestramente. Descolgó la salida de baño y me hizo un gesto para que me levantara. La sostuvo por detrás de mí mientras yo pasaba un brazo y luego el otro. Me hizo girar hacia ella y aprobó para sí.

–Te queda perfecta –dijo, y me acomodó el cuello, con su cara muy cerca de la mía–. Me alegro de no haberle quemado toda la ropa.

–¿Entonces? –dije–. ¿Mientras se secan mis pantalones?

–Juguemos al Scrabble –dijo–; y después, ya está por amanecer: podés quedarte a desayunar con nosotras.

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Imagen: Sandra Cartasso
 

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