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El hedor

 Por Gustavo Ferreyra

El cuento por su autor

“El hedor” fue escrito hace veinte años. En principio integraba el volumen que sería El perdón, el cual se publicó en 1997, sólo que, junto con otros dos, lo había presentado a un concurso pendiente de resolución y en consecuencia los excluí del libro. Y si siempre es casi imposible establecer el origen de un relato, a tantos años vista parecería la tarea de un titán que –supongamos desquiciado por el dolor o lo que fuere– intenta remontar el curso del tiempo, vale decir, un absurdo. Desde ya que no es este el caso, pero de todas maneras he de hacer conjeturas que guardan con respecto a aquel que escribió el texto una buena distancia, una distancia crítica o analítica. Puedo suponer, entonces, esta ventaja.

Fui un chico al que, quizá como a todos, los olores le llegaban con violencia. Recuerdo, mal pero recuerdo, un mundo donde los olores generaban placeres y sufrimientos intensos. Era bien capaz de vomitar cuando en un baño las cosas se habían puesto escabrosas o ante un plato de mondongo. Así como también de detectar y de gozar de una sandía que se troceaba a la distancia. Era un pequeño sabueso y hasta aspiraba a ser perro y lo tenía por una suerte de destino superior.

Luego, con los años, perdí no sé si decir la capacidad olfativa (vía el cigarrillo por ejemplo) o más bien la capacidad de emocionarme en un sentido u otro ante los olores. Dejaron de ser lo que habían sido o ya no movían el ánimo como otrora. Quizá la adultez sea fundamentalmente esto, la pérdida de la intensidad de las percepciones y el hundimiento de la conciencia en uno mismo, como si uno cayera dentro de sí un par de escalones y el mundo se alejara. De modo que este relato puede ser añoranza a aquellos tiempos, una forma de recuperar aquellas intensidades. Exiliado en la adultez, una remembranza del viejo olfato.

Añoranza que tal vez sea también la de la especie, la del sapiens, evolucionado, adulto tal vez con respecto a sus predecesores pero también perdidoso de aquellas narices del erectus o del rudolphensis. Añoranza de las vivacidades de aquellas especies que llevamos en los huesos.

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