VERANO12

CUANDO HABLABAMOS CON LOS MUERTOS

 Por Mariana Enriquez

El cuento por su autor

La escena de miedo de este cuento es real.

Al menos fue real, para mí, durante mucho tiempo. La creí, a eso me refiero. La creí con escalofrío y fe, porque me la contó una de mis mejores amigas de entonces –la primera adolescencia: ahora no sé dónde está ella, mi amiga, ni siquiera sé si esta viva– y era imposible pensar que mentía. No era mentirosa. La escena –que van a leer, con suerte, y por eso no voy a reproducir acá– ocurrió un verano en las afueras de La Plata, creo que por Los Hornos, un barrio entre precario y en perpetua construcción (en aquel momento, hace veinte años), de casas endebles pero todas con patio, todas con pileta, todas con pasto en la vereda, todas hermosas para pasar los días y las noches de calor.

En esa época, y durante muchos años después, mis amigas y yo –algunos amigos también: muchos menos– jugábamos constantemente al juego de la copa. Un poco borrachas, todas las noches sacábamos la tabla ouija comprada en el kiosco –venía con fascículos que no recuerdo cómo se llamaban, Lo Inexplicable probablemente– y la cubríamos de talco y poníamos la copa, y así se pasaba la noche entera. Era mejor que cualquier droga, el tiempo se detenía, los dedos se nos congelaban, la copa se movía, vivíamos aterradas y felices, a veces jugábamos a encender una vela en el baño, frente al espejo, a la medianoche, para ver reflejada nuestra lápida. Estábamos verdadera y profundamente encantadas con la muerte.

“Cuando hablábamos con los muertos” fue, al principio, un intento de escribir sobre esos años. Pero no tomó forma hasta que, durante, una cena, una amiga me habló de su propia experiencia con la ouija. Ella jugaba en una quinta del conurbano oeste. Se juntaba con otras amigas, todas con algún padre, o padre y madre, desaparecidos en la dictadura militar. Me contó que trataban de contactarse con ellos, preguntarles obsesivamente dónde estaban sus cuerpos. No me contó mucho más y toda la charla tuvo algo de confesión. No sé detalles de esas noches: no me los dio. Me acuerdo que la acompañé a buscar su coche a un estacionamiento y me acercó hasta una parada de colectivo después de la cena. Y no volví a verla. O quizá sí, en una reunión o en una fiesta o en la calle de casualidad, pero, como amiga, no volví a verla más.

Tenía todo esto entre los dedos cuando empecé a escribir y a partir de ahí no quise pensar más y sencillamente escribí el cuento; no quise enmarcarlo, teorizarlo, analizarlo: dejé que las chicas jugaran. Ellas sabían perfectamente qué hacer, probablemente mucho más que yo.

“Cuando hablábamos con los muertos” es un cuento de fantasmas. Casi entero lo escribí aturdida, escuchando a Slayer.

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