VERANO12

UN HILO DE ORO PURO

 Por Pablo Ramos

El cuento por su autor

Este texto, que pertenece a La ley de la ferocidad y que fue publicado bajo este nombre en una antología que sólo se vende en Uruguay, fue escrito para sobrevivir, para dignificar uno de los peores momentos de mi vida: mi primera internación psiquiátrica.

Tiene la forma de un cuento, y en la novela funciona de esa manera: aislado, abriendo y cerrando a sus personajes, pero a la vez es el texto que da el primer paso hacia el milagro de Gabriel, hacia mi propio milagro: porque en él sucede, por primera vez, la escritura. Gabriel entiende, por primera vez, lo que es escribir. Y lo entiende cuando un deseo desconocido lo impulsa a corregir una oración del libro que está leyendo. Gabriel no podría, en mi libro, definir ese entendimiento, pero yo voy a intentarlo por él.

Escribir es, luego de haber guardado un tiempo las palabras, modificar el vínculo que las relaciona, modificar la estructura de esas palabras que conviven con otras palabras, y encontrar la vida que se hace flor en el texto y se nutre de la tierra y las aguas del subtexto. Es ver en lo escrito lo que se quiere escribir, ver el deseo y hacer de él un deber. El deseo que es lo que nos debería alejar del capricho y darle sentido a nuestro cuerpo. Y fue esto lo que él entendió, lo que yo entendí. Entendí que para justificar mi vida debía construir un autorretrato, una verdad gramatical, una nueva moral sintáctica y semántica, un nuevo espíritu, un nuevo ser. Un lenguaje propio, apropiado, es lo que quiero decir. Y eso hace Gabriel, con el libro que no nombra y que lo tiene obsesionado. Ese libro es El que tiene sed, del más grande intelectual que hoy tenemos los latinoamericanos, Abelardo Castillo. Mi amigo, mi maestro. Y Gabriel forja una frase ajena, tal vez la arruina, no lo sé, pero la hace suya. Y no usa un lápiz, usa una Gillette. Un elemento cortante: un bisturí. Borra del libro una coma y entonces intuye una luz. Esa luz que yo intuí, esa luz que a veces se me hace tenue, débil, que a veces, entre la tanta oscuridad, o los tantos resplandores falsos o ajenos, no logro llegar a ver. Pero que siempre está esperando que la encuentre. La luz de mi certeza.

El único talento que me atrevo a reconocer en mí es la fe. Mi propia fe: esta enorme capacidad que tengo de soportar la duda, de sostenerme en ella, de caminar sin ver, de caminar pese todas esas sillas que resplandecen, sin pudor, ofreciéndome el descanso al costado del camino. Mi vida y mi Fe se las debo al Creador. Y para pagar la segunda entiendo que mi literatura debe ser una forma de servicio, debe evolucionar, intentar ser perfecta, intentar expresar el Amor: ese sedal invisible con el cual aún –así lo entiendo yo– se va tejiendo la historia, la trama misma del universo. La deuda de la vida la va a pagar hasta el más perfecto imbécil, al final, con el precio de su muerte.

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